El cerebro musical

Fragmento

cap-1

A BRICK WALL

De chico, en Pringles, yo iba mucho al cine. No todos los días, pero nunca veía menos de cuatro o cinco películas por semana. Cuatro o seis, debería decir, porque eran funciones dobles, nadie pagaba la entrada por ver una sola película. Los domingos iba toda la familia, a las cinco de la tarde, a la función llamada «ronda». Había dos cines para elegir, con programas diferentes. Daban, como digo, dos películas, una importante (el «estreno», aunque no sé por qué se la llamaba así, ya que todas eran estrenos para nosotros), precedida por otra de relleno. Pero yo a veces, o casi siempre, iba también a la función matinée, los domingos a la una, también dos películas, para el público infantil, pero en aquel entonces no había un género infantil específico en cine, así que eran películas comunes, westerns, aventuras, ese tipo de cosas (y alcancé a ver algunos seriales, como Fu Manchú o El Zorro, de los que recuerdo). Un poco mayor, a los doce años, empecé a ir de noche también, los sábados (programa distinto) o los viernes (el mismo programa del domingo «ronda», pero como había dos cines…), o incluso noches de semana. Y a partir de cierto momento en uno de los cines empezaron a dar continuados de cine nacional los martes, toda la tarde. ¿Cuántas películas habré visto? No es serio hacer cuentas, pero a cuatro películas por semana son doscientas al año, como mínimo, y si ese régimen lo mantuve desde los ocho a los dieciocho años, suman dos mil películas. Menos serio que hacer una cuenta de ese tipo es seguir haciéndola hasta las últimas consecuencias: dos mil películas de hora y media suman tres mil horas, o sea ciento veinticinco días, cuatro meses largos de cine ininterrumpido. Cuatro meses. Esto puede dar una imagen más concreta que el número desnudo; aunque tiene el inconveniente de hacer pensar en una sola larguísima y torturante película, cuando fueron dos mil, todas distintas, intercaladas en una larga infancia, ansiosamente esperadas, y después criticadas, comparadas, contadas, recordadas. Sobre todo recordadas; almacenadas como el variado tesoro que eran. De eso puedo dar fe. Esas dos mil películas siguen vivas en mí, vivas con una vida extraña, de resurrecciones, de apariciones, como una historia de fantasmas.

Muchas veces me han elogiado la memoria, o se han pasmado del detalle con que recuerdo conversaciones o hechos o libros (o películas) de cuarenta o cincuenta años atrás. Pero lo que admiren o critiquen otros no cuenta, porque lo que uno recuerda, y cómo lo recuerda, uno mismo es el único que lo sabe.

Justamente por eso (porque si no lo escribo yo no lo va a escribir nadie), no tanto por combatir «el fastidio de la vida de hotel», empecé a escribir esto, para dar cuenta de la curiosa circunstancia que se dio anoche con una película. Debo aclarar que estoy en Pringles, y en un hotel; es la primera vez que me alojo en un hotel en mi pueblo natal; sucede que volví para ver a mi madre que está prostrada por una caída, y me alojé en el Avenida porque su pequeño departamento está ocupado por las acompañantes que la atienden. Anoche, cambiando de canales en el televisor, caí sobre una película vieja, en blanco y negro, inglesa (el volante de los autos estaba a la derecha), ya empezada pero en sus preliminares —un aficionado experimentado reconoce los comienzos de película con sólo ver un par de tomas— algo me olió conocido, y a los pocos segundos, al ver a George Sanders, confirmé mi sospecha: era El pueblo de los malditos, Village of the Damned, que yo había visto cincuenta años atrás, en el mismo Pringles donde estaba ahora, a doscientos metros del hotel, en el cine San Martín, que ya no existe. Desde entonces nunca la había vuelto a ver, pero la tenía muy presente. Verla ahora, de pronto, sin aviso, era un oportuno regalo del azar. No era la primera vez que volvía a ver una película que recordaba de la infancia, en la televisión o en video. Pero ésta tuvo algo especial, quizás porque la estaba viendo en Pringles.

La película, como lo sabe cualquier cinéfilo (es un clásico menor), trata de un pueblito al que una fuerza desconocida paraliza un día, sus habitantes se duermen, cuando se despiertan las mujeres están embarazadas, y nueve meses después dan a luz. Pasan unos diez años, y esos niños empiezan a mostrar sus terribles poderes. Son todos muy parecidos: rubios, aplomados, fríos, se visten de modo muy formal, andan siempre en grupo y no se juntan con otros chicos. Su poder consiste en dominar la voluntad del hombre o mujer que enfocan con los ojos que se encienden como lamparitas eléctricas. No vacilan en poner en práctica este dominio, del modo más drástico. A un hombre que los acecha con una escopeta, lo obligan por telepatía a meterse el caño de la escopeta en la boca y volarse los sesos.

George Sanders, que es el «padre» de uno de estos niños, se hace cargo, los estudia, y llega a la conclusión de que no hay más remedio que eliminarlos. Ellos, por su parte, no ocultan que su propósito es adueñarse del mundo y aniquilar a la humanidad. Sus poderes aumentan a medida que crecen. Pronto serán invulnerables; ya casi lo son, porque pueden leer el pensamiento y anticiparse a cualquier ataque. (En Rusia ha habido un caso semejante, que las autoridades soviéticas resolvieron a su manera: mediante un bombardeo de saturación mataron a los niños malditos junto al resto de los habitantes del pueblo afectado.)

El protagonista, en su casa, se pregunta qué hacer. O, mejor dicho, cómo hacerlo. Sabe que cualquier plan de acción que emprenda tendrá que estar en su mente, lo que lo hará legible para los niños no bien se les acerque. Se dice a sí mismo que tendría que interponer entre él y ellos un muro sólido… Se lo dice mirando la pared del living de su casa, al costado de la chimenea, decorada con falsos ladrillos, y murmura: «Una pared de ladrillos…». A brick wall

En ese momento la cámara sigue su mirada, y enfoca durante un momento la pared de ladrillos. Esa toma fija de una pared de ladrillos, mientras la voz decía, justamente, «una pared de ladrillos», fue lo que me cautivó. En el cine que yo veía entonces, en Pringles, cada imagen, cada palabra, cada gesto, tenía sentido. Una mirada, un silencio, una demora casi imperceptible, anunciaba la traición o el amor o la existencia de un secreto. Una tos bastaba para que ese personaje muriera o quedara al borde de la muerte, aunque hasta entonces hubiera mostrado una salud perfecta. Mis amigos y yo nos habíamos hecho expertos en descifrar esa perfecta economía de signos. Al menos a nosotros nos parecía perfecta, en contraste con el caos indistinto de signos y significados que era la realidad. Todo era indicio, pista. Las películas, fueran del género que fueran, eran novelas policiales. Salvo que en las novelas policiales, como yo lo aprendería más o menos por la misma época, las pistas genuinas estaban disimuladas en medio de las falsas, y estas pistas falsas, necesarias para despistar al lector, eran informaciones gratuitas, sin consecuencias. Mientras que en el cine todo tenía valor de sentido, en un compacto que nos encantaba. Nos parecía una súper-realidad, o, al revés, la realidad nos parecía difusa, desordenada, desprovista de esa rara elegancia de concisión que era el secreto del cine.

De modo que esa «pared de ladrillos» anticipaba la idea con la que el mundo lograría librarse de la amenaza. Pero por el momento no se sabía cuál era esa idea, y era imposible saberlo. No era fácil de decodificar como la tos o la mirada de soslayo en primer plano. En realidad, ni el mismo personaje lo sabía: la idea, para él, todavía estaba en la etapa de metáfora: para poder atacar eficazmente a los niños diabólicos debería interponer entre él y ellos una barrera impenetrable a la telepatía, y la imagen que le venía a la cabeza para representar esta barrera era «una pared de ladrillos». La metáfora podría haber sido otra: «una plancha de acero», «una roca», «la Muralla China»… Seguramente se le había ocurrido ésta y no otra por la simple razón de que tenía frente a sus ojos una pared de ladrillos. Pero, en toda su visible materialidad, seguía siendo una metáfora. Los niños, seguramente, podían leer la mente a través de las paredes, así que no se trataba de una pared literal. Él se refería a otra cosa, lo que le daba a la toma esa negatividad inquietante que me la hizo inolvidable.

A brick wall… La frase quedaba resonando.

No soy el único admirador de esta película, ni mucho menos su descubridor como clásico de la Clase B y «objeto de culto». En todo caso, puedo reivindicar cierta prioridad, ya que la vi en ocasión de su estreno (con dos o tres años de atraso como correspondía a Pringles, pero de todos modos cuando la película era un «estreno»), y la vi entonces como la clase de público al que estaba dirigida, sin la distancia de la cinefilia o de la contextualización histórica. Nosotros mismos éramos la cinefilia y el contexto histórico. Después, con el correr de los años, yo recuperé ambas cosas en el sentido intelectual.

Y había algo más: yo era un chico de la edad de los niños de la película; no me extrañaría recordar que había intentado encender mis ojos con aquel brillo eléctrico, a ver si le leía el pensamiento a la gente. Y Pringles era un pueblo chico, no tan chico como el de la película, pero lo bastante como para sufrir una «maldición» de ese tipo. Por ejemplo, la misteriosa parálisis de las primeras escenas: era una experiencia cotidiana ver el pueblo vacío y silencioso como si todos hubieran muerto o emigrado, a la hora de la siesta, o un domingo, o en realidad cualquier día a cualquier hora.

Pero no creo que ninguno de los espectadores que llenaron el cine San Martín aquel lejano domingo haya hecho la relación de pueblo a pueblo y de maldición a maldición. No porque entre mis conciudadanos de entonces no hubiera gente inteligente y culta, sino por una cierta digna reserva, la digna reserva del pasado, que mantenía a la gente lejos de significados e interpretaciones. El cine era una gratuita y refinada fantasía artística, nada más que eso. No quiero decir que fuéramos unos consumados estetas; no era necesario.

La prioridad a la que me referí está, más que en esas coincidencias casuales, en el hecho de que entre mis primera y segunda visión de la película acompañé todo su proceso de transformación de producto comercial para todo público (es decir, para el público) a objeto de culto, para élites ilustradas. Y lo acompañé en sentido pleno: yo mismo pasé de ser público a ser élite ilustrada. Mi vida y El pueblo de los malditos hicieron el mismo camino de transformación sutil, de cambiar sin haber cambiado.

Con las dos mil películas que vi entonces pasó lo mismo, supongo. Buenas, malas, olvidadas, recuperadas. Tiene que haber pasado incluso con los clásicos, las grandes películas, las que se ponen en las listas de «las diez mejores». Todas pasaron de lo directo a lo indirecto, o crearon una distancia, lo que es lógico y no podría ser de otro modo, dado el tiempo. Un caso a propósito es el de North by Northwest, de Hitchcock, que también vi en el cine San Martín, calculo que en el sesenta o sesenta y uno (la película es de 1959). En la Argentina se llamó Intriga internacional, y debo de haber tardado veinte años en saber cuál era su nombre en inglés, cuando empecé a considerar la obra de Hitchcock a la luz de mis intereses intelectuales, y a leer libros sobre él. Quizás por lo abstracto del título, o por los ecos que me despierta la traducción, sigo pensándola como Intriga internacional, aun cuando reconozco que es un tanto absurdo; las traducciones de los títulos de películas antes solían ser ridículamente inadecuadas, y se han prestado a bromas.

Pocas películas como ésta, o ninguna, nos impresionaron tanto a Miguel y a mí. Miguel López fue mi gran amigo de la primera infancia, y, también por rara coincidencia, ésta mucho menos feliz, murió ayer. Dieron la noticia por la radio local, y si lo supe fue porque estoy en Pringles, de otro modo podría haber tardado meses o años en enterarme, o no lo habría sabido nunca. Nadie habría pensado en decírmelo: hacía décadas que no nos veíamos, quedaban pocos que supieran que habíamos sido amigos de chicos, y en el pueblo las noticias de inmediato se dan por sabidas, y se da por supuesto que a los que vienen de afuera no les interesan.

Y sin embargo, fuimos inseparables hasta los once o doce años. Fue mi primer amigo, casi el hermano mayor que no tuve; me llevaba dos años, era hijo único, vivía enfrente de casa, y como en aquel entonces jugábamos en la calle, o en los baldíos entre las casas, supongo que desde el primer momento en que tuve un mínimo de autonomía, a los tres o cuatro años, empezaron nuestras correrías. Desde muy chico nos revelamos como auténticos fanáticos del cine. Todos los otros chicos que conocíamos lo eran también, inevitablemente porque el cine era la gran diversión, la gran salida, el lujo que teníamos. Pero nosotros dos íbamos más lejos porque jugábamos al cine, «actuábamos» películas enteras, las inventábamos, creábamos juegos en base a películas. Yo era el cerebro, de más está decirlo, pero Miguel me seguía y me azuzaba, me pedía más cerebro; él era de tipo físico, histriónico, necesitaba guiones. Yo bebía con avidez la inspiración que me daba cada película. Intriga internacional fue una gran inspiración, y más que eso. Casi podría decir que con esa película creamos algo que cubrió toda nuestra infancia, o lo que quedaba de ella.

No podría decir qué fue lo que nos impresionó a tal punto en Intriga internacional. Era un entusiasmo puro y duro, sin mezcla de esnobismo o admiración previa: no debíamos de saber siquiera quién era Hitchcock (quizás sí, pero da lo mismo), y no pudo ser sólo porque fuera una película de espionaje y aventuras, porque era lo que veíamos todos los domingos. Cualquier hipótesis que arriesgue ahora estaría contaminada por lo mucho que he leído sobre Hitchcock y por las ideas que me he hecho sobre su obra. Hace poco alguien me estaba interrogando sobre mis gustos y preferencias, y cuando llegó al rubro cine, y a mi director favorito, se adelantó a mi respuesta: ¿Hitchcock? Asentí. No era muy difícil. (Soy de los que no conciben que el director de cine favorito de alguien pueda no ser Hitchcock.) Le dije que yo encontraría más mérito en su perspicacia si adivinaba (o deducía) cuál era mi película favorita de Hitchcock. Lo pensó un momento y propuso, con decisión: North by Northwest. Me dejó pensando qué afinidad visible habría entre North by Northwest y yo. Es una película famosamente vacía, un ejercicio virtuoso en el vaciado de todos los elementos de contenido del cine de espionaje y la aventura. En una conspiración sin objeto, unos malhechores sumamente ineptos involucran por equivocación a un hombre que no tiene nada que ver y que se limita a sobrevivir a lo largo de toda la acción sin entender qué pasa. La forma que envuelve a este vacío no podría ser más perfecta, porque no es más que forma, es decir que no tiene que compartir su calidad con ningún contenido.

Debió de ser eso lo que nos fascinó. La elegancia. La ironía. Sin saberlo, claro está. ¿Qué necesidad teníamos de saberlo?

Mi primer recuerdo de Miguel data de mis seis años. Exactamente, de una semana o dos después de haber cumplido los seis años. Puedo fecharlo con tanta precisión porque cumplo años a fines de febrero, y las clases en la escuela empiezan los primeros días de marzo. Y esto sucedió el primer día de clases. Yo iniciaba mi escolaridad (entonces no había jardín de infantes en Pringles), y mis padres se lo habían tomado muy en serio. La maestra había dado tarea, seguramente palotes o algo así. Después de clase, o quizás a la mañana siguiente, me sentaron a un escritorio que había en un cuarto que daba a la calle, con el cuaderno y el lápiz… En ese momento apareció la cara de Miguel en la ventana, como hacía siempre cuando venía a buscarme para salir a jugar. Era una ventana bastante alta, pero él se subía de un salto que tenía bien estudiado; era muy ágil, tenía algo felino, y muy fuerte, y alto para su edad. Mi padre fue hacia la ventana y lo echó con cajas destempladas: yo tenía trabajo que hacer, tenía responsabilidades, se habían terminado los días de salir a jugar a cualquier hora… No dijo tanto, pero era lo que quería decir. Y hasta había algo más por debajo, o por arriba: yo iniciaba mi proceso de clase media, de profesional, y se terminaba mi confraternidad indiscriminada con los chicos de la calle (Miguel era pobrísimo, vivía con los padres en una pieza de una especie de conventillo). En eso profetizaba errado, porque seguimos siendo inseparables durante todos mis años de escuela, que no me restaron horas de juego porque, brillante como fui, hacía los deberes en un momento y no necesitaba estudiar las lecciones.

Nadie tiene que decirme que todo recuerdo es encubridor. Quién sabe qué encubre éste, que es de los más viejos recuerdos de mi vida. Lo he tenido conmigo, perfectamente vívido, estos cincuenta y seis años, y en él la cara redonda y sonriente de Miguel tras el vidrio. No se ofendió por la brusquedad de mi padre, simplemente se descolgó de la ventana, yo tampoco me preocupé, seguramente interesado en la novedad del cuaderno y el lápiz, quizás feliz de la importancia que se me daba en la casa, y en el fondo convencido de que iba a seguir jugando en la calle todo lo que quisiera; porque, tímido y apocado como soy, siempre he terminado saliéndome con la mía.

Es curioso: en estos días que siguieron a la muerte de Miguel, sentí que esa visión fugaz de su cara en la ventana fue la última, la despedida. Curioso, porque no fue la última sino la primera. Aunque no la primera: sólo la primera que recuerdo. A eso iba cuando empecé a contar este recuerdo. Si yo y mis padres interpretamos tan de inmediato su presencia fue porque era cosa de todos los días que él viniera a buscarme para jugar. Ese primer recuerdo, sin dejar de ser el primero, es un recuerdo de lo que pasó antes, de lo olvidado. El olvido se extiende, antes y después; ese recuerdo del primer día de clase es una isla, pequeñísima y solitaria. Hay otros recuerdos de infancia, pocos, sueltos y puntuales ellos también, caprichosos, inexplicables. Los atesoro, de todos modos, y agradezco el mecanismo de encubrimiento que me los ha preservado. Todo lo demás se ha perdido. Este fenómeno, la llamada «amnesia infantil», el olvido total en que caen los primeros años de vida, es un fenómeno llamativo, que ha sido objeto de distintas explicaciones e interpretaciones. Por mi parte, suscribo la del doctor Shachtel, que resumo a continuación:

Los niños pequeños carecen de moldes lingüísticos o culturales en los que acomodar sus percepciones. La realidad entra en ellos torrencialmente, sin pasar por los filtros esquematizantes que son las palabras y los conceptos. Poco a poco van incorporando los moldes, y la realidad que experimentan se va estereotipando consiguientemente, se va haciendo lingüística, y en la misma medida recordable, en tanto se ha amoldado al registro consciente. Toda esa primera etapa de realidad en bruto se pierde, pues las cosas y las sensaciones no tenían límites ni formatos establecidos. La absorción inmediata de la realidad, que buscan en vano místicos y poetas, es la actividad cotidiana del niño. Todo lo que viene después es su inevitable empobrecimiento. Una cosa se paga con la otra. Necesitamos empobrecer y esquematizar para poder conservar el registro, de otro modo viviríamos en un perpetuo presente sumamente ineficaz. Aun así, es triste ver todo lo que se ha perdido: por un lado, la capacidad de absorber el mundo en su plenitud, con todas sus riquezas y matices; por otro, la materia absorbida entonces, tesoro perdido por no haberse acumulado en marcos recuperables.

El libro del doctor Shachtel, en su seca elocuencia científica, tan convincente, evita una poesía que aquí no podría ser sino falsa poesía. También evita dar ejemplos, que lo llevarían inevitablemente a la falsificación poética. La poesía está hecha de palabras, y cada palabra es un ejemplo de esa misma palabra en su función utilitaria. Para dar un ejemplo cabal, cada palabra debería estar acompañada de la enumeración caótica que abarcara, o al menos sugiriera, el universo. Un adulto ve un pájaro volando, y su mente al punto dice «pájaro». El niño en cambio ve algo que no sólo no tiene nombre sino que ni siquiera es una cosa sin nombre: es (y aun este verbo habría que usarlo con cautela) un continuo sin límites que participa del aire, de los árboles, de la hora, del movimiento, de la temperatura, de la voz de su madre, del color del cielo, de casi todo. Y lo mismo con todas las cosas y hechos, es decir, con lo que nosotros llamamos cosas y hechos. Es casi un programa artístico, o algo así como el modelo o matriz de todo programa artístico. Más aún: el pensamiento, cuando se esfuerza por investigar sus raíces, puede estar tratando, aun sin saberlo, de volver a su inexistencia, o al menos tratando de desarmar las piezas que lo componen para ver qué riquezas hay detrás.

Esto le daría un sentido distinto a la nostalgia de los «verdes paraísos» de la infancia: no sería tanto (o no sería en absoluto) añoranza de una inocente naturalidad, sino de una vida intelectual incomparablemente más rica, más sutil, más evolucionada.

Yo creo que todo lo que olvidé de mis primeros años quedó registrado en las dos mil películas que vi entonces. Trataré de explicar la naturaleza de ese gran archivo, a partir de una invención de Miguel y mía. Dije que North by Northwest, para nosotros Intriga internacional, nos había impresionado, quizás no más que tantas otras películas que veíamos, pero de un modo especial. Al día siguiente de verla decidimos crear una sociedad secreta dedicada a las intrigas internacionales. Ahora que lo pienso, pudo ser el sonido de estas dos palabras lo que decidió la iniciativa: la intriga, intrigante de por sí, de significado tan amplio como uno quisiera, y lo internacional como marca de importancia, de lo extrapringlense. Y, por supuesto, el secreto, sin el cual nada valía la pena. El secreto estaba en el centro.

Teníamos a nuestra disposición el modo más fácil y seguro de preservar el secreto, cual es el de ser un niño y dejar que los adultos piensen, con razón, que los juegos de los niños tienen lugar en una esfera ajena a sus realidades, y por lo tanto no se molestan en averiguar. Debíamos de saber, cómo no saberlo, que todo lo que pudiéramos hacer no despertaría el menor interés en el mundo adulto. Eso devaluaba el secreto. Un secreto, para serlo, tiene que ser secreto para alguien. Nosotros no nos teníamos más que a nosotros mismos, así que sería un secreto para nosotros. Tendríamos que desdoblarnos de algún modo, pero eso en el juego no era imposible.

Le pusimos de nombre, a nuestra sociedad, «la ISI» (siglas de Intriga Secreta Internacional), y comenzó a funcionar de inmediato. La regla principal, ya lo dije, era el secreto. No podíamos hablar entre nosotros dos de la ISI, yo no debía enterarme de que Miguel era miembro, ni él de que yo lo era. La comunicación se haría por escrito, por mensajes anónimos depositados en un «buzón» a convenir. Convenimos que fuera una de las grietas en la madera de la puerta de una casa abandonada en la esquina. Una vez puestos de acuerdo en estas reglas de acción, simulamos haber olvidado todo y nos pusimos a jugar a otra cosa, aunque la cabeza nos hervía de proyectos de conspiraciones, investigaciones, revelaciones portentosas, en una redacción anticipada. Ardíamos de impaciencia por ir cada uno a su casa a escribir el primer mensaje, pero teníamos que disimular, así que seguimos jugando, cada vez más distraídos a medida que los textos iban tomando forma en la mente, hasta la noche. Sólo entonces, y con alguna excusa plausible («Tengo que hacer los deberes», «Me tengo que bañar»), nos separamos.

Como se ve, las reglas eran puramente formales. Por el contenido no nos preocupamos: se haría solo. Y efectivamente, no faltó material. Lejos de faltar, sobraba. Los papeles se llenaban con escritura y dibujo, a veces necesitábamos dos hojas, y el plegado quedaba tan grueso que era difícil meterlo en la grieta de la puerta. Usábamos hojas arrancadas de los cuadernos de la escuela, el único papel del que disponíamos, que en aquellas épocas de abundancia se hacía grueso y duro para que aguantara el maltrato de la goma de borrar. Aprendíamos el arte de plegar, y es posible que hayamos descubierto por nuestra cuenta que un papel no se puede plegar más de nueve veces.

¿Qué escribíamos? No recuerdo cómo empezamos, seguramente inventando algún peligro inminente, o dándonos instrucciones para salvar al mundo, o dando la localización de los enemigos. Ganó en emoción cuando empezamos a acusarnos entre nosotros de traiciones, delaciones, ineptitudes, o directamente de ser peligrosos agentes enemigos infiltrados en la ISI. Menudeaban las amenazas y las condenas a muerte. A todo esto, seguíamos jugando juntos, yendo al cine, construyendo casas en los árboles, organizando batallas a pedradas en el baldío frente a la escuela (un peligroso juego favorito de los chicos del barrio), practicando con la honda. Por supuesto, jamás hacíamos mención de la ISI. Eran vidas paralelas. Y no teníamos que simular, era algo que salía naturalmente. Nos habíamos desdoblado.

Los chicos se cansan pronto de un juego, y nosotros no éramos excepción. Hasta los que más nos entusiasmaban eran abandonados a los pocos días. La ISI persistió, por su formato tan especial, no sé si por el desdoblamiento o por el secreto. Quiero decir, entró en las generales de la ley, y el frenesí inicial se enfrió en una semana o dos. Pero el sistema de comunicación por escrito aseguraba una continuidad en cierto modo independiente de nosotros.

Empezamos a olvidarnos de ir a la vieja puerta roja a ver si había un mensaje, y si por casualidad yo pasaba por ahí y veía el papel blanco doblado y metido a presión en la grieta, y lo sacaba, las más de las veces descubría que era el último mensaje que yo mismo había escrito y puesto ahí tiempo atrás, tanto tiempo que ya no recordaba lo que decía, y lo leía con interés antes de volverlo a colocar. O bien ese antiguo mensaje podía ser del otro. Sea como fuera, toda la mecánica del asunto volvía en cascada a la conciencia, y se despertaba en mí, o en él, un genuino entusiasmo, mezcla de responsabilidad, de lealtad, y de admiración por la mente (¿qué mente?) inventora de una diversión tan genial. A esa edad los chicos evolucionan rápido; aunque seguíamos siendo niños veíamos a los ya lejanos creadores de la ISI como infantes de precarios medios intelectuales, y nos maravillábamos de su precocidad; a nosotros, grandes y formados, no se nos habría ocurrido. No lo podíamos creer, tan lejanos y primitivos nos veíamos en nuestro pasado… Pero nos apresurábamos a redactar una respuesta, cómo no, felices de poder demostrar lo que habíamos aprendido en el intervalo. Lo metíamos en la ranura y durante un día o dos íbamos cada media hora a ver si había respuesta, sin pensar que el otro estaba a mil leguas de recordar a la ISI, como lo habíamos estado nosotros antes de ese hallazgo fortuito. Hasta que, muy pronto, otros intereses desplazaban a ése y volvía a establecerse el olvido.

No exagero si digo que esas interrupciones se hicieron larguísimas. Era como si se sucedieran distintas etapas de la vida, como si todas las células del cuerpo ya se hubieran remplazado, hasta que uno de los dos, un día, pasando frente a la puerta carcomida y descascarada, notaba la presencia de una delgada línea blanca en una de sus grietas, y se preguntaba qué sería. Por pura ociosa curiosidad, y sólo por no estar apurado, lo extraía, con dificultad porque el tiempo y las lluvias lo habían incrustado a fondo. Era un papel doblado, estropeado, amarillento. Al desplegarlo se resquebrajaba en los dobleces. Tenía algo escrito, la tinta estaba empalidecida y borroneada pero el mensaje todavía era legible, la letra infantil, intercalada de mapas y dibujos, y advertencias en severa imprenta, con subrayados y signos de exclamación. Por un momento, y no sin cierto latido de excitación, flotaba la posibilidad de que se tratara de algo serio: un secuestro, una denuncia… En ese caso, habría que llevarlo a la policía. Pero no, era demasiado absurdo. Y de pronto volvía, como de muy lejos: ¡la ISI! La vieja y querida ISI… Aquel juego que habíamos inventado… ¡Cuántos recuerdos, cuánta nostalgia! Pero entonces… había que responder, ¡qué sorpresa se llevaría el otro cuando viera que seguíamos atentos y en carrera!

¿Será cierto, como creo recordar, que eso mismo pasó muchas veces? Quizás me engaño. Si fuera realmente así, mi infancia, y la de Miguel, habría durado miles de años, y hoy estaríamos vivos.

22 de enero de 2011

cap-2

PICASSO

Todo empezó el día en que el genio salido de una botella de leche mágica me preguntó qué prefería: tener un Picasso, o ser Picasso. Podía concederme cualquiera de las dos cosas, pero, me advirtió, sólo una de las dos. Tuve que pensarlo un buen rato; o mejor dicho, me obligué a pensarlo. El folklore y la literatura están llenos de cuentos de codiciosos atolondrados castigados por su precipitación, tanto que es como para pensar que esa oferta de dones siempre esconde una trampa. No hay bibliografía ni antecedentes serios en los que basarse para decidir, porque esas cosas sólo pasan en cuentos o chistes, no en la realidad, de ahí que nunca nadie lo haya pensado seriamente; y en los cuentos siempre hay trampa, de otro modo no tendría gracia y no habría cuento. Todo el mundo debe de haberlo pensado alguna vez, pero en secreto. Yo mismo lo tenía bien meditado, pero en el formato de «los tres deseos», que es el clásico. Esta alternativa ante la que me ponía el genio era tan insólita, y uno de sus lados tan definitivo, que lo menos que podía hacer era sopesarla.

Extraña, pero no intempestiva; al contrario, muy oportuna. Yo salía del Museo Picasso, en plena euforia de una admiración desorbitada, y en ese momento no se me podía haber ofrecido otra cosa, otras dos cosas, que me tentaran tanto. De hecho, todavía no había salido. Estaba en el jardín del museo, y me había sentado en una de las mesitas al aire libre, después de comprar en el bar una botellita plástica de esa Magic Milk que veía consumir a los turistas por todas partes. Era (es) una tarde perfecta de otoño, de luz suave, aire templado, todavía lejos del crepúsculo. Había sacado del

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