Diez días en Re

Sergio Bizzio

Fragmento

Al amanecer del día siguiente, en continuidad directa con la fiesta de bodas, salieron de luna de miel. Irina estaba feliz. Carlos seguía un poco borracho. Volaron tomados de la mano, mirando las nubes.

Ya en el hotel, después de cinco horas de avión, después de media hora de taxi, después de una hora más en una barcaza llena de humo y después de arrastrar las valijas cuesta arriba por una escalera en zigzag tallada en la ladera de la montaña, se dieron una ducha y, a pedido de Irina (él había apoyado una rodilla en la cama cuando ella, con una sonrisa de oreja a oreja, le preguntó si estaba loco), bajaron a la playa.

Era un día de sol perfecto. Carlos se dejó caer en la primera reposera que encontró.

—¿No venís? —le dijo Irina.

Él negó con la cabeza; estaba tan cansado que no podía hablar.

Irina fue hasta la orilla, metió un pie en el agua y por un momento se mantuvo aleteando y dando saltitos sobre una pierna. Finalmente se zambulló. Emergió de frente y alzó un brazo hacia él.

Carlos respondió al saludo. En ese instante, con el brazo todavía en alto, una sensación terrible zigzagueó por su cuerpo a la velocidad del rayo: “Dios mío, no la amo”. Fue toda una revelación. Se quedó mirándola y no era ella, aunque sin desconocerla. ¿Qué pasaba? O, mejor dicho, qué había pasado. Porque no tuvo ninguna duda de lo que acababa de sentir. ¿Había dejado de amarla de pronto? ¿O se había engañado desde siempre y recién ahora lo notaba?

Cuando Irina volvió, Carlos seguía paralizado con el brazo en alto.

—¿Qué hacés así? —le preguntó ella extendiendo en la arena una toalla del hotel.

Carlos parpadeó y empezó a bajar el brazo, muy despacio, como si no terminara de reaccionar. Una puntada lo obligó a alzarlo otra vez. Lo intentó de nuevo. Y de nuevo el mismo dolor.

—¿Qué tenés?

—No sé —dijo Carlos masajeándose el hombro derecho—. No puedo bajar el brazo…

Trató una vez más. Se retorció.

Irina se arrodilló a su lado y le palpó los músculos del hombro con la yema de los dedos, como mecanografiando la pregunta por el lugar del dolor. Lo sostuvo del codo y le pidió que probara otra vez.

—Despacio, tranquilo…

Carlos bajó el brazo hasta que el codo quedó a la altura del hombro. Ahí se detuvo y descansó un momento, con el codo apoyado en la mano de Irina. Después siguió bajándolo, poco a poco, milímetro a milímetro… No, no había caso. Tuvo que levantarlo. El dolor era insoportable.

—Es un tirón, como si algo me mordiera un nervio…

—Te lo debés haber dislocado. ¿Hiciste algún movimiento raro?

Carlos dijo que no.

—¿Y al sentarte?

—No, no creo, me apoyé en las manos, como cualquiera. A lo mejor fue en el avión. ¿Dormí torcido? Ese golpe que me di en el barco…

—Probemos otra vez. Tratá de bajarlo por adelante. ¿Te duele si lo girás así?

Carlos siguió las instrucciones de Irina: adelantó el codo, apuntándolo hacia el mar, y empezó a bajar el brazo muy despacio, la palma de la mano vuelta hacia él, como un cantante melódico.

El mismo tirón.

—Tenemos que ir a ver a un médico —dijo Irina.

—¡Estamos en una isla!

Carlos se revolvió en la reposera; quería levantarse y no podía. Irina se paró frente a él, lo tomó del brazo sano para ayudarlo a incorporarse y se echó hacia atrás. Carlos gritó, ella lo soltó en el acto, él se hundió de nuevo en la reposera. La desproporción entre la fuerza de Irina y el peso de Carlos era tan evidente que no volvieron a intentarlo.

—No te muevas, voy a pedir ayuda.

Había muy poca gente en la playa. A la izquierda, dos mujeres de sombrero y anteojos oscuros dormían de cara al sol. Más allá, seis o siete ancianos se amontonaban sobre algo recién descubierto en la orilla, algo todavía vivo, a juzgar por el movimiento en ronda del grupo. A la derecha había un hombre solitario acostado boca abajo. Irina fue hacia allí.

Carlos la vio inclinarse sobre el hombre, que levantó la cabeza. Irina señaló hacia atrás. El hombre la siguió. Era un hombre alto, de cuello ancho, de brazos anchos, de muslos anchos, con una abultada sunga negra que parecía el hocico de un perro. Caminaba sacudiéndose la arena del pecho con los dedos.

—Disculpá que no te dé la mano —le dijo Carlos apenas el hombre estuvo a su lado—, no puedo bajar el brazo.

El hombre lo tomó del brazo sano y lo arrancó de la reposera.

—¿Por casualidad sabés si hay algún médico en la isla? —le preguntó Irina.

No sabía. Irina y Carlos le dieron las gracias y empezaron a caminar hacia el hotel. El hombre los siguió con la vista.

Para ayudarlo a mantener el brazo en alto y a la vez descansado, Irina lo iba sosteniendo del codo. La arena, blanda, con pozos y elevaciones, les hizo perder el equilibrio en más de una ocasión, y Carlos gritó con ganas una y otra vez, hasta que se dio cuenta de que podía evitar el dolor y al mismo tiempo mantener descansado el brazo si lo cruzaba por encima de su cabeza, agarrándose de sí mismo, por decirlo de alguna manera; para reforzar el hallazgo, se metió un dedo en la oreja como un alpinista en una grieta. Así subieron la escalera de piedra y así entraron al hotel.

El recepcionista les dijo que no había ningún médico en la isla, a menos que algún turista lo fuera; podía averiguar. A su juicio se trataba de un esguince o de una tendinitis, y le aconsejó que se pusiera hielo.

Irina vació en una bolsa de nylon el hielo que encontró en la heladera de la habitación y se la aplicó en el hombro. Carlos, acostado boca arriba, con la mano metida entre los arabescos de hierro del cabezal de la cama a fin de mantener el brazo en alto, volvió a sentirse invadido por el mismo desconcierto de un momento atrás. ¿Había dejado de amarla ese día? ¿O había llegado al matrimonio en un grado de distracción tan grande sobre sus verdaderos sentimientos que era mejor ni pensarlo ahora? ¿Era posible que se hubiera dejado llevar por el impulso inicial de unas semanas ya lejanísimas de pasión, por la inercia de un amor que ya no era más que inercia y que, a su vez, acababa de agotarse y de frenar, como algo vacío que se vacía?

El proyecto de compartir su vida con ella era un inmenso error, a tal punto que por un instante se consoló con la ilusión de retroceder en el tiempo y corregirlo; incluso hizo fuerza y se reacomodó en la cama.

Un mareo fijo, sumado a la voz de Irina, que le llegaba como desde otro mundo, acentuó la ilusión de retroceso, y lo estimuló a insistir… Muy bien, no podía ir hacia atrás para anular el matrimonio, pero tampoco hacia adelante: sería una brutalidad imperdonable decirle a Irina lo que sentía, le rompería el corazón.

Se quedó quieto, congelado en un presente que avanzaba sin llevarlo.

Irina insistió con ir al continente para ver a un médico; después de todo no era más que una hora de barco, si es que a esa plataforma de chapas motorizadas en la que habían llegado podía llamársele barco. Pero Carlos decidió esperar; el in

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