Publicado en Toronto

Ernest Hemingway

Fragmento

Prólogo de Rodrigo Fresán

Prólogo

PAREN LAS ROTATIVAS

El Hemingway reunido en las páginas de Publicado en Toronto aún no es Hemingway, pero sólo quiere ser una sola cosa: Hemingway.

Me explico: he aquí a un Hemingway primerizo, aprendiz, recién hecho; pero que ya tiene absolutamente claro por dónde pasarán las coordenadas de su inminente e inevitable leyenda. Este Hemingway es alguien que sabe que antes de escribir sobre el mundo hay que salir a conocerlo y que ya responde a ciegas al credo vitalista que ordena ser alguien antes de hacer algo. Y este Hemingway sabe también que el mundo espera ahí afuera la llegada de alguien que lo escriba para, de paso, ascender de simple persona a personaje inmortal.

Y para 1924 —año en que se incorpora a la plantilla del Toronto Star— Hemingway ya ha hecho lo suyo.

Veamos:

Hemingway había decidido muy pronto (ya en la escuela secundaria de Oak Park) que lo suyo sería la escritura. Sus notas sólo eran destacables a la hora del inglés, jamás había manifestado intención alguna de proseguir su educación en la universidad, y ya era orgulloso poseedor de una profunda desconfianza y desprecio por todo lo «intelectual».[1] En el prólogo original de Publicado en Toronto, Charles Scribner, Jr. apunta: «La idea de sí mismo como escritor ya empezó a tomar forma definida en la escuela de enseñanza secundaria. La pretensión era razonable: las palabras acudían con facilidad a su mente y poseía un sentido natural del estilo a la hora de ordenarlas. Uno de los claros resultados en los años transcurridos en Oak Park y la secundaria River Forest fue esta comprensión de su propio talento. En el último año de estudios escribió elocuentes reportajes para el semanario escolar y relatos para la revista literaria.[2] Esto no constituye una insólita combinación de géneros para un escolar, pero Hemingway ya no la abandonó hasta el final de su vida: a través de toda su larga carrera escribió narraciones y reportajes.[3] La experiencia de ver impreso su material fue tan gratificante para él como para cualquier otro escritor, pero en él se convirtió en una adicción. Nunca dejaba de buscar material para una historia; en este aspecto era como una urraca, pues almacenaba en su memoria asiduamente y casi por reflejo policromos fragmentos de la vida. Sus condiscípulos lo llamaban “Nuestro Almacenero”, el mayor cumplido que podían dedicarle».

Pero está claro que Hemingway quería y necesitaba todavía más.

Un tío suyo, Tyler Hemingway, vivía en la ciudad de Kansas, sede del Kansas City Star, periódico admirado por el joven. Hemingway sabía que tenía buenas posibilidades de iniciarse como reportero y el 15 de octubre de 1917 dejó atrás Oak Park y al poco tiempo ya era reportero subalterno con un sueldo de quince dólares semanales y un ejemplar del manual de estilo del diario, cuyas 110 reglas marcarían toda su obra futura: «decir lo que hay por encima de lo que no hay», «oraciones cortas», «primer párrafo siempre breve», «usar el lenguaje más vigoroso», «ser positivo, nunca negativo», «no dejar lugar a dudas sobre lo sucedido».[4] Y a Hemingway no le faltó buen material durante su stage de seis meses en Kansas. Robos a estancos, la historia de un muchacho que se castra por amor a Dios, mucho color local;[5] pero —poco más de seis meses después— ya sentía que la ciudad le quedaba chica y que Europa era la Tierra Prometida. Así que cuando un oficial de reclutamiento de la Cruz Roja llegó a Kansas City a principios de 1918, Hemingway no se lo pensó dos veces y el 18 de abril cobraba su último cheque del Kansas City Star y partía hacia Manhattan para, después de diez días de juergas legendarias, embarcarse en el Chicago rumbo a Milán previas escalas en Burdeos y París.

Hemingway había arribado a la Gran Guerra como conductor de ambulancia Fiat transportando heridos italianos a través de las peligrosas curvas del monte Pasuvio (su mala visión en el ojo izquierdo le había impedido enrolarse como soldado; aunque cabría pensar que para conducir una ambulancia también hace falta ver bien, ¿no?; por las dudas, se apuntó para atender una cantina de la Cruz Roja en el valle del río Piave). Se había hecho amigo de John Dos Passos. Había sido herido por fuego austríaco (cientos de esquirlas se incrustaron en una de sus piernas). Se había enamorado perdidamente de la bella enfermera Agnes Hannah von Kurowsky —quien había correspondido a sus sentimientos con cierta cautela y nunca dejando de llamarlo «Kid»— durante su convalecencia en un hospital milanés.[6] Se había fotografiado con uniforme y muletas. Y había regresado a Oak Park donde fue recibido como un héroe.

Y entonces —después de todo esto en tan poco tiempo— Hemingway se dedicó a aburrirse. Se paseaba por las calles de su pueblo cubierto por su capa militar italiana, bebía vino, cantaba canciones piamontesas en los bares, recordaba —en charlas a los alumnos de su vieja secundaria, en clubes sociales y en púlpitos de iglesias y en asociaciones de mujeres en las que a menudo se presentaba de uniforme y exhibía como si se tratara de una reliquia religiosa sus pantalones hechos pedazos por la metralla— y reescribía en voz alta su pasado reciente mientras se desesperaba por las cartas que no llegaban de su amada enfermera.[7] Y cuando por fin recibió una, el golpe fue mortal: Agnes le comunicaba la ruptura de su de por sí distante relación a la vez que su inminente matrimonio con un oficial napolitano y heredero de título nobiliario.[8] Hemingway casi enloquece de furia —o tal vez le seducía la idea de sufrir los dolores de un corazón roto— y se desquitó escribiendo ficciones: variaciones controladas y controlables de una realidad que no le causaba ninguna gracia, que estaba tan mal escrita y que «sonaba mejor» en el papel que en la vida.

En una de sus varias conferencias uniformadas, Hemingway conoce a Harriet Connable, amiga de su madre y, lo que es más importante, esposa de Harry Connable: presidente de la rama canadiense de la cadena F. W. Woolworth —una de esas tiendas por departamentos— y hombre de gran influencia en Toronto. El matrimonio tenía un hijo cojo de nacimiento, un año menor que Hemingway, y les pareció que un joven tan dinámico y vigoroso sería una compañía ideal e inspiradora para el taciturno Ralph, Jr. mientras ellos se encontraban de viaje en Palm Beach. A Hemingway el ofrecimiento le pareció ideal: necesitaba cambiar de escenario, salir del siempre dormido Oak Park, experimentar cosas nuevas, olvidar a su enfermera.

Y así el 8 de enero de 1920 sube a un tren rumbo al norte.

Hemingway se instala en la mansión familiar de los Connable —153 Lyndhurst Avenue—y lo cierto es que el lugar no está nada mal: chófer, sala de música, mesa de billar, cancha de tenis que en invierno se inundaba para usarla como pista de patinaje sobre hielo donde, a pesar de su pierna todavía resentida, no demora en unirse a bestiales partidos de hockey. De regreso, los Connable se muestran encantados con el «efecto» del invit

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