Wasabi

Alan Pauls

Fragmento

1

Según la médica, la homeopatía no tiene nada para borrar el quiste; a lo sumo una pomada para impedir que crezca. De todos modos, dice, no tengo por qué preocuparme: es sólo una acumulación insignificante de grasa, sin raíz. Le pregunto qué dicen los ojos. “Lo normal”, contesta ella: “¿quiere que le prescriba la pomada?”. Todavía me dura en el mentón la impresión de frío que me dejó el soporte negro en el que lo mantuve apoyado mientras ella me examinaba el iris de los ojos. Primero el derecho, luego el izquierdo —con un corto intervalo en el medio para que descansara. “¿Le parece necesario?”, digo. (El quiste no había crecido; su textura, en cambio, había empezado a sufrir alteraciones. Antes era suave, una simple lomita sobre la piel de la base de la nuca; ahora, desde hacía unos días, se había vuelto un poco áspero: la piel parecía haber adquirido una rugosidad de escama). “Como usted quiera”, dice la médica. Por un momento nos quedamos en silencio, como si ninguno de los dos supiera a quién le toca el turno de hablar. “Quiero que desaparezca”, insisto. “Entonces tendrá que pasar por cirugía”, dice ella poniendo boca abajo el recetario. “¿Operarme? ¿Acá, en Saint-Nazaire? No vine para eso”. “¿Cuánto hace que vive con ese bulto en la espalda?”. “No sé”, digo. Trato de hacer memoria. “Dos años, me parece”. “¿Cuánto tiempo va a pasar aquí?”, me pregunta. “Dos meses”. “Si vivió dos años con eso podrá vivir dos años y dos meses. Opérese en Buenos Aires”. “No entiendo”, le digo: “¿usted es homeópata y me aconseja cirugía? ¿Por un vulgar quiste sebáceo?”. “Usted sabe, la homeopatía no hace milagros. Y ya que la pomada no lo convence...”. “No me convence porque no me preocupa el tamaño del quiste sino su cambio de textura. ¿La pomada actúa sobre la textura del quiste?”. “Textura, textura... Seguramente el roce con la ropa produjo eso que usted llama textura. Yo, en su lugar, no le prestaría demasiada atención”, dice la médica, y dando por terminada la controversia pregunta: “¿Usted lo ve a Bouthemy?”. “Prácticamente todos los días”, le digo. “¿Cómo está?”. “No sé, como siempre, supongo: se le cae el pelo. Se atiende con usted, ¿no?”. “Bueno, atenderse... Me viene a ver cada tanto”. “¿Usted le dio algo para la caída del pelo?”. La médica sonríe y resopla al mismo tiempo. “Bouthemy no cree en la homeopatía”, dice: “cree en la caída del pelo”. Me tomo un tiempo para pensar, pero lo único que pienso es que en cualquier momento se levantará y me acompañará hasta la puerta y me despedirá. “Está bien”, digo: “deme esa pomada”. La médica vuelve el recetario boca arriba y empieza a escribir sobre las hojas dobles, divididas en el medio por una línea vertical de agujeritos. En la página de la izquierda escribe el nombre de la pomada; en la de la derecha, las instrucciones para aplicármela. “Una vez por hora los primeros cinco días”, dice. Pero su mano izquierda ya está escribiendo: una vez cada dos horas la semana siguiente. Cuatro veces por día la tercera semana, una al despertar, otra antes de almorzar, otra a media tarde, la última antes de acostarse. Y dos veces por día la cuarta semana, una al despertar y otra antes de acostarse. Me alcanza la receta; su bastardilla de zurda parece una alfombra de pasto barrida por el viento. Y cuando me pongo a leer las primeras instrucciones ella termina de recitarme las últimas.

Recién horas más tarde pude hacer una reconstrucción más o menos fiel de la cara de la médica. La hice apremiado por la curiosidad de Tellas, para consolarla del escándalo de no haberme acompañado. Primero habíamos ido a comprar la pomada a la farmacia del puerto. Era la misma en la que nos habíamos presentado al poco tiempo de llegar a Saint-Nazaire, con el enérgico pero infructuoso propósito de descubrir las drogas legales del lugar. Tellas balbuceaba nuestras pretensiones en castellano, yo las traducía al francés, y los ojos de la farmacéutica, una mujer madura cuyas larguísimas uñas nunca dejaron de repiquetear sobre el mostrador de vidrio, viajaban de la intriga a la sospecha con una única y rápida escala en el desconcierto. Abrumada por la prudencia ávida de nuestras consultas, apenas había atinado a desplegar sobre el mostrador un repertorio perfectamente inocuo de aspirinas, de energizantes a base de hierbas, de suplementos nutritivos. Como proselitista de la naturaleza era irreprochable. Nuestra sed, por desgracia, era puramente química. Esta vez, el nombre inofensivo de la pomada, y sobre todo nuestra falta de rodeos al pedirla (Tellas permaneció callada, absorta en una vistosa línea de calzado ortopédico), disiparon la mueca de horror que le había desdibujado la cara cuando nos vio entrar. De la farmacia fuimos al departamento, donde Tellas llevó a cabo la primera aplicación mientras me exigía un pormenorizado informe de la consulta. Recién entonces, con el quiste untado de pomada, el identikit de la médica se dibujó en mi memoria. Tenía los ojos de dos colores distintos, lo que daba a su mirada un aire ligeramente estrábico; una sombra tenue de vello corría paralela a su labio superior, y un pequeño lunar liso colgaba como un aro flotante bajo el lóbulo de su oreja izquierda.

¿Cómo había llegado hasta ella? Recomendación de Bouthemy. Eso explicaba sin duda la presencia de la biblioteca en su consultorio, una elegante vitrina en la que la homeópata exponía su colección de libros y de pacientes internacionales. Aparentemente, todos los huéspedes de la Maison que se habían enfermado durante su estadía habían pasado por sus manos. Daneses, italianos, uruguayos... Incluso mi contemporáneo, el dramaturgo chino, que residía en la filial vecina de Saint-Herblain, le había pagado 650 francos por la bronquitis aguda que lo mantuvo postrado en cama durante cuatro días. En su caso, la curación había sido instantánea (un verdadero récord para la casuística de Hahnemann), tan instantánea como las consecuencias espantosas que acarreó. A los dos días de emprendido el tratamiento, el enfermo ya estaba otra vez en pie, los pulmones milagrosamente rejuvenecidos, vociferando su vía crucis de chino disidente por los micrófonos de los salones municipales, sembrando de fatuidad y de soberbia los almuerzos, las cenas, las visitas guiadas. Se jactaba, en efecto, de haber inaugurado prácticamente todo el siglo XX (Brecht, el teatro de la imagen, Beckett...), e incluso todo fenómeno estético que cualquier interlocutor imprudente se atreviera a mencionar antes que él (Diderot, las alegorías medievales, la comedia musical, el sainete...), y proclamaba esa jactancia con una fórmula ritual que encabezaba todas y cada una de sus intervenciones, tanto las académicas como las que se le presentaban en sobremesas intrascendentes. La fórmula era: “¡Yo fui el primero en China que...!”, y la sucedía una avalancha de hazañas diversas e intercambiables. Pero bastaba que algún comensal desprevenido, abriéndose paso por entre el torbellino de sus gestos (movía los brazos como aspas: era un diminuto molino vestido de negro),

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