La mirada de los Mahuad

Berta Vias Mahou

Fragmento

cap-1

La mirada de los Mahuad

La mayor parte de los viajeros que se acercaron a aquellas Hurdes, felizmente desaparecidas, suelen referirse a la antigua costumbre de legar en herencia una simple rama de árbol, prueba de que hasta el más mínimo cultivo representaba una titánica conquista… Una simple rama de árbol, repitió para sus adentros, cerrando el libro, y en su cerebro, junto a un muro de piedra, apareció un manzano que brillaba al sol. Y al pie el heredero, contemplando con avidez la rama y los frutos que algún día habrían de ser de su propiedad. Tienes la mirada de los Mahuad, oyó que le decía alguien. Y la silueta del hombre que admiraba el trozo de frutal se desvaneció, mientras la vieja bibliotecaria, de pie frente a su mesa, trataba de explicarse, acariciando las tapas duras de un cuaderno gris que descansaba sobre la superficie. Había conocido a algunos de sus parientes tiempo atrás y, al leer sus apellidos en la ficha, se había acercado para ver qué aspecto tenía. Sí, la misma mirada… Elba pensó en los ojos de su madre, de un azul transparente, unos ojos que a veces se volvían de hielo, con ese fulgor que, inasible, ilumina los glaciares desde la capa más profunda. Y en los de su tío. Desafiantes, aviesos, también azules.

Creía haber perdido para siempre aquella mirada torva, a veces escalofriante, de la que tan difícil resultaba saber si era de desafío o de pavor, la de los Mahuad o la de los Löwy, pero una vez más acababa de aflorar a la superficie, sin que ella se diera cuenta. El heredero al pie. La lucha titánica contra el medio. La extrema penuria de tanta gente. Miles y miles de personas por el mundo esperando siempre una oportunidad. Una oportunidad como la de la rama de un árbol. Con sus pocos frutos. Y sus ojos, con la rabia del corazón, se habían vuelto a enfurecer. Esos ojos que sin duda había heredado de su familia, pero que ella creía haber domeñado para siempre. Apenas había visto a su abuelo materno. No recordaba cómo eran los suyos. Pero más de una vez había descubierto los de su abuela materna convertidos en los de un ave rapaz. Los había heredado, sí, aunque pensaba que ya no miraban así. Nunca. Sin embargo, gracias a la empleada de la biblioteca, acababa de comprobar que aún a veces irradiaban odio. Ira. Indignación. ¿Y los de los otros abuelos? No. Ellos eran Ochotecos. Torrijos. Gentes nacidas allí donde los ojos son como la tierra, recios. Pedían y, sobre todo, daban perdón.

Entonces, como si ante ella la puerta del tiempo acabara de abrirse de par en par, sintió que lo veía todo desde arriba, desde la bóveda alta y oscura que cerraba el espacio por encima de su cabeza, como si ya no se encontrara allí, sino a kilómetros y kilómetros de distancia. En Alemania. Muchos años atrás. A principios de la década de los sesenta. Allí en otoño las calles de los cementerios se llenaban de hojas amarillas. Ríos de oro viejo, crujiente, bajo un sol que se ponía muy pronto, cuando las camareras en los cafés recorrían sus locales como si fueran hadas, volando por los pasillos y repartiendo velas en cuencos de cristal, mientras los delantales de color blanco, que les llegaban hasta los tobillos, a pesar de tener ellas las piernas tan largas, caracoleaban entre las patas de las mesas y de las sillas. Todo esto entonces ellas no habían podido verlo. Sólo cuando muchos años después volvieron por aquellas latitudes. Allí sus padres las mandaban a la cama tan temprano que nunca llegaron a ver las estrellas. Vivían en el número 7 de la calle principal de una pequeña ciudad balneario. El piso, en una casa de dos plantas y con jardín, era hermoso, muy hermoso, aun estando casi por completo vacío.

O tal vez por eso. Tal vez por eso lo fuera tanto, porque en él la luz, cuando salía el sol, al no encontrar obstáculo alguno, se paseaba a sus anchas por cada una de las habitaciones. Entraba y salía por las ventanas con entera libertad. Como lo hacía el aire. Y alguna vez incluso los pájaros. De una punta a otra. Aunque a veces se paraban para jugar con el agua de algún grifo, que ellos abrían para que pudieran beber. Excepto unos pocos muebles y los libros que se agarraban a las paredes, no había allí apenas nada, algún juguete tirado por el suelo, un par de trapos con los que ellas deambulaban de un lado a otro y a los que dormían abrazadas y un muñeco de goma, el hombre de la arena, con la nariz, los ojos y los labios remordidos, un cráter tumefacto en pleno rostro. En el jardín, en cambio, había un buen montón de árboles. Sacudidos por las ardillas, que correteaban por el aire, cosquilleando la corteza de los troncos, un cerezo enorme, un arce, unas cuantas hayas y varios robles, tilos y fresnos, eran el blanco de todas las miradas y ocultaban con sus ramas unas extrañas esculturas que parecían haber echado raíces en el suelo.

La casa, de dos plantas, estaba dividida en cuatro viviendas. En el primer piso, una llevaba tiempo vacía y la otra la habitaban los Schäfer, una pareja sin hijos, dueños de aquel edificio blanco con tejado de pizarra y una franja de color azul cobalto que enmarcaba los Blumenfenster, ventanales en los que en toda Alemania se colocaban flores y plantas entre visillos barrocos, muy historiados. En el segundo, un hombre solo ocupaba una, y la otra, ellos cuatro. Rita y Horacio habían llegado desde España con Elba en brazos y Jara hecha un ovillo en el vientre de su madre. Y a pesar de que Rita hablaba el alemán a la perfección y parecía uno de ellos, no había sido fácil encontrar una casa. No les habían recibido con hostilidad, aunque sí con una prudencia fría. Con distancia. Una distancia que parecía insalvable. ¿Qué le ocurre, Frau Schäfer?, preguntó Rita una tarde en la que encontró a su casera sentada en un banco en el jardín con el rostro entre las manos. Con el plumero en la mano y el delantal puesto, ella se había apostado allí para espiar al vecino de arriba, que, como cada tarde a la misma hora, acechaba las ramas del manzano en el jardín de la casa del número 9.

Herr Geiß era un hombre de unos dos metros de altura con un cuerpo que parecía hecho tan sólo de músculos y nervios. Con el cabello plateado, las facciones concisas, como talladas a cuchillo, y los ojos de un azul de aguas cristalinas que no se agitan con nada, debía de tener la fuerza y la agilidad de un muchacho. Frisando los setenta, aquel militar retirado aún atraía a hombres y mujeres, aunque Rita, la primera vez que lo vio, cuando ya habían firmado el contrato de alquiler, sintió un estremecimiento. Y después, cada vez que se cruzaba con él. Jamás la miraba a los ojos, quizá porque esquivaba los suyos, aquellos iris claros que tan bien sabían marcar el territorio. Mi marido… La casera, que había retirado ya las manos del rostro y ahora balanceaba el cuerpo ligeramente hacia delante y hacia atrás, como si meciera a un niño en su interior, no pudo terminar la frase. Un hipo se tragó el resto de sus palabras, aunque ella respiró hondo y lo volvió a intentar. Está otra vez en la cárcel… Metiendo el plumero bajo el brazo, Rita se acercó hasta el banco, embutido en la hierba recién cortada justo debajo del cerezo, con la intención de consolar a Frau Schäfer, que la miró a los ojos, roja de vergüenza.

Me juró que no lo volvería a hacer. Me juró… No se preocupe, la interrumpió la española. Ya verá como en un par de días está de vuelta en casa, jugando con Elba y con Jara, como la última vez. Ya lo veráâ€

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