La mirada de los Mahuad
La mayor parte de los viajeros que se acercaron a aquellas Hurdes, felizmente desaparecidas, suelen referirse a la antigua costumbre de legar en herencia una simple rama de árbol, prueba de que hasta el más mÃnimo cultivo representaba una titánica conquista… Una simple rama de árbol, repitió para sus adentros, cerrando el libro, y en su cerebro, junto a un muro de piedra, apareció un manzano que brillaba al sol. Y al pie el heredero, contemplando con avidez la rama y los frutos que algún dÃa habrÃan de ser de su propiedad. Tienes la mirada de los Mahuad, oyó que le decÃa alguien. Y la silueta del hombre que admiraba el trozo de frutal se desvaneció, mientras la vieja bibliotecaria, de pie frente a su mesa, trataba de explicarse, acariciando las tapas duras de un cuaderno gris que descansaba sobre la superficie. HabÃa conocido a algunos de sus parientes tiempo atrás y, al leer sus apellidos en la ficha, se habÃa acercado para ver qué aspecto tenÃa. SÃ, la misma mirada… Elba pensó en los ojos de su madre, de un azul transparente, unos ojos que a veces se volvÃan de hielo, con ese fulgor que, inasible, ilumina los glaciares desde la capa más profunda. Y en los de su tÃo. Desafiantes, aviesos, también azules.
CreÃa haber perdido para siempre aquella mirada torva, a veces escalofriante, de la que tan difÃcil resultaba saber si era de desafÃo o de pavor, la de los Mahuad o la de los Löwy, pero una vez más acababa de aflorar a la superficie, sin que ella se diera cuenta. El heredero al pie. La lucha titánica contra el medio. La extrema penuria de tanta gente. Miles y miles de personas por el mundo esperando siempre una oportunidad. Una oportunidad como la de la rama de un árbol. Con sus pocos frutos. Y sus ojos, con la rabia del corazón, se habÃan vuelto a enfurecer. Esos ojos que sin duda habÃa heredado de su familia, pero que ella creÃa haber domeñado para siempre. Apenas habÃa visto a su abuelo materno. No recordaba cómo eran los suyos. Pero más de una vez habÃa descubierto los de su abuela materna convertidos en los de un ave rapaz. Los habÃa heredado, sÃ, aunque pensaba que ya no miraban asÃ. Nunca. Sin embargo, gracias a la empleada de la biblioteca, acababa de comprobar que aún a veces irradiaban odio. Ira. Indignación. ¿Y los de los otros abuelos? No. Ellos eran Ochotecos. Torrijos. Gentes nacidas allà donde los ojos son como la tierra, recios. PedÃan y, sobre todo, daban perdón.
Entonces, como si ante ella la puerta del tiempo acabara de abrirse de par en par, sintió que lo veÃa todo desde arriba, desde la bóveda alta y oscura que cerraba el espacio por encima de su cabeza, como si ya no se encontrara allÃ, sino a kilómetros y kilómetros de distancia. En Alemania. Muchos años atrás. A principios de la década de los sesenta. Allà en otoño las calles de los cementerios se llenaban de hojas amarillas. RÃos de oro viejo, crujiente, bajo un sol que se ponÃa muy pronto, cuando las camareras en los cafés recorrÃan sus locales como si fueran hadas, volando por los pasillos y repartiendo velas en cuencos de cristal, mientras los delantales de color blanco, que les llegaban hasta los tobillos, a pesar de tener ellas las piernas tan largas, caracoleaban entre las patas de las mesas y de las sillas. Todo esto entonces ellas no habÃan podido verlo. Sólo cuando muchos años después volvieron por aquellas latitudes. Allà sus padres las mandaban a la cama tan temprano que nunca llegaron a ver las estrellas. VivÃan en el número 7 de la calle principal de una pequeña ciudad balneario. El piso, en una casa de dos plantas y con jardÃn, era hermoso, muy hermoso, aun estando casi por completo vacÃo.
O tal vez por eso. Tal vez por eso lo fuera tanto, porque en él la luz, cuando salÃa el sol, al no encontrar obstáculo alguno, se paseaba a sus anchas por cada una de las habitaciones. Entraba y salÃa por las ventanas con entera libertad. Como lo hacÃa el aire. Y alguna vez incluso los pájaros. De una punta a otra. Aunque a veces se paraban para jugar con el agua de algún grifo, que ellos abrÃan para que pudieran beber. Excepto unos pocos muebles y los libros que se agarraban a las paredes, no habÃa allà apenas nada, algún juguete tirado por el suelo, un par de trapos con los que ellas deambulaban de un lado a otro y a los que dormÃan abrazadas y un muñeco de goma, el hombre de la arena, con la nariz, los ojos y los labios remordidos, un cráter tumefacto en pleno rostro. En el jardÃn, en cambio, habÃa un buen montón de árboles. Sacudidos por las ardillas, que correteaban por el aire, cosquilleando la corteza de los troncos, un cerezo enorme, un arce, unas cuantas hayas y varios robles, tilos y fresnos, eran el blanco de todas las miradas y ocultaban con sus ramas unas extrañas esculturas que parecÃan haber echado raÃces en el suelo.
La casa, de dos plantas, estaba dividida en cuatro viviendas. En el primer piso, una llevaba tiempo vacÃa y la otra la habitaban los Schäfer, una pareja sin hijos, dueños de aquel edificio blanco con tejado de pizarra y una franja de color azul cobalto que enmarcaba los Blumenfenster, ventanales en los que en toda Alemania se colocaban flores y plantas entre visillos barrocos, muy historiados. En el segundo, un hombre solo ocupaba una, y la otra, ellos cuatro. Rita y Horacio habÃan llegado desde España con Elba en brazos y Jara hecha un ovillo en el vientre de su madre. Y a pesar de que Rita hablaba el alemán a la perfección y parecÃa uno de ellos, no habÃa sido fácil encontrar una casa. No les habÃan recibido con hostilidad, aunque sà con una prudencia frÃa. Con distancia. Una distancia que parecÃa insalvable. ¿Qué le ocurre, Frau Schäfer?, preguntó Rita una tarde en la que encontró a su casera sentada en un banco en el jardÃn con el rostro entre las manos. Con el plumero en la mano y el delantal puesto, ella se habÃa apostado allà para espiar al vecino de arriba, que, como cada tarde a la misma hora, acechaba las ramas del manzano en el jardÃn de la casa del número 9.
Herr Geiß era un hombre de unos dos metros de altura con un cuerpo que parecÃa hecho tan sólo de músculos y nervios. Con el cabello plateado, las facciones concisas, como talladas a cuchillo, y los ojos de un azul de aguas cristalinas que no se agitan con nada, debÃa de tener la fuerza y la agilidad de un muchacho. Frisando los setenta, aquel militar retirado aún atraÃa a hombres y mujeres, aunque Rita, la primera vez que lo vio, cuando ya habÃan firmado el contrato de alquiler, sintió un estremecimiento. Y después, cada vez que se cruzaba con él. Jamás la miraba a los ojos, quizá porque esquivaba los suyos, aquellos iris claros que tan bien sabÃan marcar el territorio. Mi marido… La casera, que habÃa retirado ya las manos del rostro y ahora balanceaba el cuerpo ligeramente hacia delante y hacia atrás, como si meciera a un niño en su interior, no pudo terminar la frase. Un hipo se tragó el resto de sus palabras, aunque ella respiró hondo y lo volvió a intentar. Está otra vez en la cárcel… Metiendo el plumero bajo el brazo, Rita se acercó hasta el banco, embutido en la hierba recién cortada justo debajo del cerezo, con la intención de consolar a Frau Schäfer, que la miró a los ojos, roja de vergüenza.
Me juró que no lo volverÃa a hacer. Me juró… No se preocupe, la interrumpió la española. Ya verá como en un par de dÃas está de vuelta en casa, jugando con Elba y con Jara, como la última vez. Ya lo veráâ€