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Ramiel no consentirÃa que ninguna mujer lo chantajeara, y no le importaba lo fuerte que pudiera ser su necesidad de satisfacción sexual. Se apoyó contra la puerta de la biblioteca y observó con los ojos entrecerrados a la mujer que estaba de pie frente a las puertas acristaladas que daban al jardÃn. Ligeros retazos de bruma se extendÃan entre ella y las cortinas abiertas. En contraste con éstas, como columnas de seda amarilla, la mujer parecÃa un oscuro monolito enfundado en lana negra.
Elizabeth Petre.
De espaldas, no la reconoció, cubierta como iba de pies a cabeza con un sombrero y una gruesa capa negra. Pero en realidad no la hubiera reconocido ni desnuda frente a él, con los brazos y las piernas abiertos invitándole lascivamente.
Él era el Jeque Bastardo, hijo ilegÃtimo de una condesa inglesa y de un jeque árabe. Ella era la esposa del ministro de EconomÃa y Hacienda y su padre el primer ministro de Inglaterra.
Personas como ella no se mezclaban socialmente con gente como él, salvo a puerta cerrada y bajo sábanas de seda.
Ramiel pensó en la mujer de oscuros cabellos cuya cama acababa de dejar hacÃa apenas una hora. La marquesa de Clairdon lo habÃa seducido en el ballum rancum, un baile de rameras, donde habÃa danzado desnuda igual que el resto de las asistentes. Lo habÃa usado para alimentar su excitación sexual, y durante algunas horas se habÃa convertido en el animal que ella deseaba, embistiendo, aplastando y machacando en el interior de su cuerpo hasta encontrar aquel momento de liberación perfecta en donde no existÃan ni pasado, ni futuro, ni Arabia, ni Inglaterra, solamente el olvido cegador.
Tal vez habrÃa poseÃdo también a aquella mujer si ésta no hubiera forzado la entrada a su casa deliberadamente a través de la coacción y el chantaje. Con los músculos tensos por la cólera contenida, se apartó despacio del frÃo contacto de la caoba y atravesó silencioso la alfombra persa que cubrÃa el suelo de la biblioteca.
—¿Qué es lo que pretende, señora Petre, invadiendo mi hogar y amenazándome?
Su voz, un áspero murmullo de refinamiento inglés que ocultaba la ferocidad árabe, rebotó en el arco formado por las puertas y alcanzó la barra de bronce de la cortina que bordeaba el altÃsimo techo circular.
Pudo sentir el sobresalto de temor de la mujer, olfateándolo casi por encima de la neblina húmeda.
Ramiel deseaba que sintiera miedo.
Deseaba que se diera cuenta de lo vulnerable que era, sola en la guarida del Jeque Bastardo sin que su marido o su padre pudieran protegerla.
QuerÃa que supiese de la manera más elemental y primitiva posible que su cuerpo le pertenecÃa para dárselo a quien quisiera y que no admitirÃa chantajes a la hora de conceder sus favores sexuales.
Ramiel hizo una pausa bajo la lámpara encendida y esperó a que la mujer se diera la vuelta y se enfrentara a las consecuencias de su manera de actuar.
El gas que quemaba siseó, causando una pequeña explosión en el gélido silencio.
—Vamos, señora Petre, no ha sido usted tan reservada con mi criado —dijo, provocándola suavemente, sabiendo lo que ella querÃa, desafiándola a pronunciar las palabras, palabras prohibidas, palabras conocidas: «Quiero gozar con un árabe; quiero disfrutar con un bastardo»—. ¿Qué podrÃa querer una mujer como usted de un hombre como yo?
Lenta, muy lentamente, la mujer se dio la vuelta, un remolino de lana entre las brillantes columnas amarillas de las cortinas de seda. El velo negro que cubrÃa su cara no pudo ocultar la impresión que le causó mirarle.
Una sonrisa burlona se adueñó de los labios de Ramiel.
SabÃa lo que ella estaba pensando. Lo que toda mujer inglesa pensaba cuando le veÃa por primera vez.
Un hombre que es medio árabe no tiene el cabello del color del trigo dorado por el sol.
Un hombre que es medio árabe no se viste como un caballero inglés.
Un hombre que es medio árabe...
—Quiero que me enseñe cómo darle placer a un hombre.
La voz de la mujer estaba sofocada por el velo, pero sus palabras fueron diáfanas.
No eran las que habÃa esperado.
Durante un minuto que pareció eterno, el corazón de Ramiel dejó de latir dentro de su pecho. Imágenes eróticas desfilaron ante sus ojos... una mujer... desnuda... poseyéndolo... de todas las formas en que una mujer puede poseer a un hombre... por el placer de él… y también por el de ella.
Un fuego abrasador estalló entre sus piernas. PodÃa sentir, contra su voluntad, que su piel se hinchaba, se endurecÃa, trayéndole recuerdos que ya nunca volverÃan, exiliado como estaba en aquel paÃs frÃo y sin pasión en donde las mujeres lo usaban para sus propias necesidades... o lo despreciaban por las de él.
Una furia primitiva se adueñó de su ánimo.
Contra Elizabeth Petre, por invadir su hogar para su propia satisfacción egoÃsta bajo la apariencia de querer aprender cómo dar placer a un hombre.
Contra él mismo, que a los treinta y ocho años todavÃa sentÃa la necesidad de coger lo que ella podÃa ofrecer, aun sabiendo que era una mentira: las mujeres inglesas no estaban interesadas en aprender a hacer gozar a un jeque bastardo.
Con una lentitud deliberada, Ramiel se aproximó a la mujer, escondida detrás de un manto de respetabilidad.
Para su sorpresa, no retrocedió ante su furia.
Y también para la de ella, él se contentó sólo con arrojar su velo hacia atrás.
De cerca y sin la fina tela negra que impedÃa su visión, la mujer pudo apreciar claramente su estirpe árabe. TenÃa la piel oscura, tostada por el mismo sol que habÃa dorado su cabello.
Ahora ella se darÃa cuenta de que su apariencia de caballero inglés era sólo eso, una apariencia. HabÃa aprendido a ser hombre en un paÃs en donde la mujer vale la mitad de lo que vale un hombre... PodÃan ser vendidas, violadas o asesinadas por atreverse a hacer mucho menos de lo que aquella mujer se atrevÃa a hacer ahora.
Elizabeth Petre debÃa sentir miedo.
—Ahora, dÃgame de nuevo lo que desea —murmuró seductor.
Ella no retrocedió ante el aroma que él emanaba: brandy mezclado con perfume, sudor y sexo.
—Quiero que me enseñe cómo darle placer a un hombre —repitió serena, alzando la cabeza para mirarle a los ojos.
No medÃa más de un metro sesenta... tenÃa que levantar mucho la vista.
La señora Elizabeth Petre tenÃa la piel muy blanca, el tipo de blancura estimable que en una subasta árabe representa la esclavitud para una mujer. No era joven. Ramiel juzgó que debÃa de tener más de treinta. Se apreciaban ligeras arrugas en los extremos de sus pálidos ojos color avellana. El rostro que se alzaba hacia él era más redondo que oval, la nariz más respingona que aguileña y sus labios demasiado delgados. TenÃa las pupilas dilatadas, pero, aparte de eso, su cara no reflejaba ni rastro del temor que seguramente estaba sintiendo.
Ela’na. ¡Maldita sea! ¿Por qué no lo demostraba? Un músculo se movió nerviosamente en su mandÃbula.
—¿Y qué le hace creer que soy capaz de enseñarle semejante proeza, señora Petre?
—Porque usted es el... â€