De golpe, el pasado invadiendo la clase de literatura rusa una mañana de otoño en Buenos Aires. Estoy hablando de Pushkin frente a una de las ventanas de la biblioteca del Museo; llueve y me concedo unos segundos, al fin y al cabo soy quien da la clase, absorta en la belleza de las esculturas del moderno patio interior bajo la lluvia, la transparencia del agua deslizándose sobre el bronce, cuando giro y con las palabras al filo de decirse descubro, sacudida por la sorpresa, la presencia de Clara sentada en la última hilera de sillas y con ella como un viaje en el tiempo el pensionado Hermanas del Calvario, su escalera de mármol, sus pisos brillantes, tan nítidos como una visión iluminada dentro del claroscuro de abedules donde Pushkin, sigo diciendo, cruza al galope la noche de las aldeas y clava en la puerta de las iglesias epigramas contra el pope corrupto. Clara, asistente al curso de Literatura Rusa Clásica, tan anacrónica entre el zar y el poeta, se acopló de inmediato a la de mi memoria, detonando en mi mente imágenes de fines de la década del sesenta. El zarpazo del tiempo estuvo a punto de hacerme saltar fuera de la clase. ¿Era posible? No sólo era posible, sino que de esa manera se comporta la realidad, pensé varias horas más tarde en el taxi que me llevaba de vuelta a casa, cuando reflexionaba sobre la marea interior que el encuentro con Clara había desatado. Mirando pasar plazas y edificios anochecidos, que empezaban a iluminarse bajo la lluvia, me gustó imaginar que el encuentro encubría algún sentido oculto. Pero no había ningún sentido oculto ni nada. Y si hubo algo fue el súbito giro del tiempo, ya que lo que verdaderamente me intrigaba era fijar ese punto de desconcierto cuando la cara de Clara, sonriente ante mi sorpresa, entró en foco, se sumergió en mi corriente de pensamiento, por decirlo así, y la memoria, súbitamente punzada, fue un arrebato del recuerdo en el momento preciso en que Pushkin le escribía a su hermano: “No puedo soportar más la santa Rusia”, a los veintiséis años, desterrado en el campo, en Pskov. El galope violento barría las aldeas dormidas. Los campesinos murmuraban: “¡Es Pushkin!”. Había algo salvaje en el hombre, a la vez que mundano. A los veinte años era ya una leyenda. Y en el momento en que dije era ya una leyenda centelleó un punto en lo profundo de la conciencia y fue el desbocarse del tiempo, vi el brillo gris del río, la escollera, las monjas. Quedé con los ojos fijos en Clara que se sobreponía al poeta, lo eclipsaba, y emergía de una Buenos Aires alocada y remota que habíamos habitado juntas mientras, en la Rusia de 1830, la censura no lograba ocultar el virtuosismo mozartiano de Pushkin, amado por el pueblo, su ductilidad genial, digo, dotado de manera tan misteriosa por la fortuna o el destino, que subyugó y a la vez despertó la ira de sus contemporáneos. Humillaciones y destierros fueron cerrando el lazo alrededor de su garganta en una asfixia lenta, momento en el que Clara me devolvió una mirada, neutra a la vez que incisiva, como si quisiera decirme algo, para hacer enseguida un gesto, un ida y vuelta rápido con la mano entre ella y yo y señalar afuera, indicándome que a la salida del curso nos reuniéramos.
Clara. La misma sonrisa luminosa, la misma generosa disposición. Salimos, yo todavía sin poder asimilar del todo la sorpresa, la incredulidad de tenerla frente a mí, de reencontrarnos, de estar hablando, juntas. Es mediodía, llovizna. Caminamos las dos bajo mi enorme paraguas chino, que ella elogia. Cruzamos Figueroa Alcorta y dejamos atrás el Museo buscando un lugar donde sentarnos. Sin darnos cuenta, se nos pasan las cuadras, muchas, y no sé por dónde vamos. En un momento busco el celular y aviso a casa del encuentro con Clara, que voy a llegar tarde. Calle tras calle gastamos los consabidos estás igual, qué alegría verte, cómo no nos vimos antes, retórica de la que al rato nos desprendemos para descubrir, yo, que con Clara las cosas son como fueron siempre, la soltura, la comodidad. Y que a ella le pasa lo mismo.
—Mirá la foto que traje para vos —dice cuando entramos en un bar, por Palermo, El Imperial, alcanzo a leer en la puerta vaivén, uno de esos bares hondos, estilo bodegón, que me gustan especialmente.
Suelta el bolso, busca algo en su interior y pone una foto sobre la mesa. Me doy cuenta de que es su momento esperado. “Para esto me anoté en el curso”, dice, riéndose, “No, mentira, también quiero saber todo de los rusos”. Miro la foto: ahí estamos, formando un grupo. La hermana Tina, las chicas reunidas tras el respaldo del sillón grande del living, Victoria, Clara, Aline y yo adelante, sentadas en el piso, los mosaicos en damero blanco y negro, todas alrededor de un centro: Ma mère. Atraídos por la foto, como limaduras que se precipitan hacia un imán, acuden en tropel el patio de mayólicas, las escapadas nocturnas a fumar y cuchichear hasta la madrugada debajo de la mesa del comedor, Nacho, lo jóvenes que éramos, nuestra imbatible inmadurez. Buenos Aires, que se desplegaba y brillaba como un pavo real. Los años que compartimos con Clara. El mundo que había sido entre la muerte del Che y la llegada del hombre a la Luna. El tiempo, como la gran ola de Hokusai se desplomaba sobre mí, arrastrándome al pasado.
—Hace años volví al pensionado —le cuento a Clara, foto de por medio—. La casualidad fue que, en el 95, nos mudamos por Yrigoyen, a tres cuadras. Hasta subí a la terraza. ¿Te acordás de la terraza, donde a veces tomábamos sol? Fue… una experiencia rara. Esa tarde, cuando llegué a casa, me senté a escribir de nosotras, de Ma mère, de la facultad y seguí, bastante. Después, puse todo en una carpeta y lo dejé.
Clara termina de acomodar el impermeable en el respaldo de la silla, da la vuelta y se tira el pelo a la espalda con un gesto rápido, inconsciente: una pinza entre el índice y el mayor y zap zap, a derecha e izquierda. Me sobresalta. Tan propio de ella, tan típico, me la devuelve junto a una avalancha de imágenes inconexas.
—Esperá, ¿me estás diciendo que escribiste sobre nosotras, sobre aquella época?
—Sí, pero después te cuento.
Clara levanta el índice.
—Apaguemos los celulares.
Lo hacemos.
Vuelvo a la foto, estoy capturada por la imagen que me devuelve: ¿yo había sido tan joven? Observo a la Clara de antes y a la de ahora, que me mira y habla a través de una mesa de bar, el mismo pelo suelto, sus mismos gestos que empiezo a recobrar. El tiempo no nos ha maltratado, pienso, pero no lo digo. Tampoco digo que también somos, de golpe, dos desconocidas. Dos mujeres que hace demasiado tiempo no se ven. Y sin embargo fuimos tan unidas. Conocernos de nuevo o reconocernos, pienso, cuando me viene Aurora a la memoria y huyo hacia ese lado.
—¿Por qué no estará Aurora? —indago en la cara de Clara.
—¡Volviste al pensionado! —exclama ella—. Por una cosa o por otra, yo nunca pude. Sólo volví una vez al poco tiempo de irme. ¡Cómo quise visitarlo! Pero primero me fui a Italia, después volví, me casé. Con Daniel, mi marido, nos fuimos a vivir a Colombia, unos años. —Vuelve a la foto—. No, Aurora no está. ¿Cómo estaba el pensionado, había chicas? ¿Y nuestro cuarto?
Cómo explicar a la Clara de ahora el sentimiento de melancolía, de pérdida, que me había detenido esa vez frente a la puerta del que había sido el cuarto de Ma mère.
—Estaba distinto. Más oscuro, no sé.
Y vuelvo a mirarnos. Un fogonazo del pasado.
La chica de la foto, la que era yo entonces y a la que desde ahora voy a llamar Lucía para poder verme y nombrarme, piensa: Estamos como en misa. Sentada formalmente junto a su madre en uno de los sillones dobles del hall, sigue atenta las palabras de la superiora. Lejanos rumores de cubiertos, ¿para la cena? Tan temprano, se alarma. Fines de febrero, siete y media de la tarde, en el reloj sobre la chimenea. Sillas de respaldos tallados, un vago olor a flores y el piso deslumbrante, como para tirarse boca abajo y acariciarlo con las palmas.
La superiora que las recibió antes de ser Ma mère les da una breve charla de bienvenida y explica las bases que sostienen la Residencia Universitaria Sedes Sapientiae; acto seguido las invita a que vayan tranquilas a conocer el cuarto (les indicó que era el último del pasillo), que se tomen todo el tiempo que quieran y que después las espera con un té, para hablar. Entraron, aliviadas de estar solas y también algo incómodas. Su madre inspecciona cubrecamas, placares y cajones mientras le pregunta si le gusta el lugar. Lucía dice que sí, que le encanta, pero que no se olvide de decirle a la monja que tiene novio, que lo conocen a Nacho de toda la vida y que puede salir con él cuando quiera.
Venía sólo por una semana, suficiente para repasar y rendir libre el ingreso a la universidad; luego volvería a su ciudad natal hasta el fin del verano. En marzo se instalaría de manera definitiva. “¿Tiene novio?”, pregunta la monja, con la tacita en la mano. “Sí”, dice su madre y cumple con creces. Hace alabanzas de Nacho, que estudia Arquitectura, que conocen a la familia. “Es un chico que conocemos, siempre que quiera, Lucía puede salir con él”. “Acá son pocas chicas, catorce en total —sigue la monja que después será Ma mère—, chicas de todas partes, seguro que Lucía va a hacer buenas amigas. Nosotras las cuidamos y a la vez las instruimos, Buenos Aires es una ciudad llena de lugares culturales que deben conocer...”. Contagiada por la penumbra y el tono susurrante, su madre escuchaba a la monja y asentía como ante un confesionario. “Esta semana va a compartir el cuarto con Aurora, una compañerita que llegó ayer. Son las únicas que están, por ahora. Así se acompañan. En marzo conocerá a sus compañeras de cuarto definitivas, que van a ser… (mira un papel), Clara y Victoria, una de la provincia de Buenos Aires, la otra de Santa Fe, que ingresan también este año”. Rumores acolchados, pulcritud; algo sedante las envolvía y transportaba como a querubines en una nube rosada, se le ocurre a Lucía. Entregada a la nube y al soplo de una vida dedicada a cosas sublimes, sintió que se elevaba en un inesperado deseo: quiso ser monja. Lejos, repicó una campanilla: tilín, tilín. Su madre, un poco ajena y abstraída en su sincera representación de amor maternal, seguramente pensaba que ya era suficiente. Poco después, se despedían en la puerta. Verla tomar un taxi tan fuera de su ámbito natural, tan lejos de sus dominios, haberla visto representar un papel que en su casa era connatural en ella y que cumplía sin siquiera darse cuenta, con alegría y entrega completa, le produjo a Lucía un nudo en la garganta. Estaba sola; la congoja la atravesó de arriba abajo. Tuvo el impulso de gritar “mamá”, quería irse con ella, que la esperara. Levantó la mano respondiendo al saludo de su madre tras la ventanilla.
Se quedó un momento en el umbral de la residencia para estudiantes con la mano en alto. Después miró a un lado y a otro. Buenos Aires le pareció enorme y amenazante, y en esa parte, detrás del Congreso, fea. Más tarde, dejó la fresca hondura del pensionado y bajó a comprar un cepillo de dientes en la farmacia de la esquina. La calle la recibió como un horno donde rugían colectivos que iban a lugares desconocidos. Cerró la puerta de la que desde ahora sería su casa y subió la escalera despacio, como si lo que quedaba del día fuera un camino difícil de recorrer. En su nuevo cuarto, se sentó en la cama abrazada al bolso de cuero azul oscuro, casi negro. Apenas se dio cuenta cuando la puerta se abrió sigilosamente y entró una chica de su edad. Se miraron sin hablar. Lucía bajó el bolso al piso.
—Hola —dijo la chica que también traía un bolso—. Soy Aurora Pissano. Vamos a ser compañeras esta semana. ¿Querés que te ayude a ubicarte?
—Me acuerdo muy bien de ese vestido que tenés puesto —está diciendo Clara, la cara inclinada sobre la foto.
—Yo también. Uno de piqué blanco que Vicky siempre me pedía, creo que lo usó más ella que yo.
—Cómo nos gustaba cambiarnos la ropa —dice Clara, encantada con el efecto que me causa la sorpresa que me tenía preparada.
Me siento conmocionada por la foto, por la fuerza magnética de esas caras, de esos muebles, por ese tiempo prisionero del papel, que como un fantasma de humo se levanta, nos rodea y nos indaga.
Al principio le chocaron ese tú y ese niña de Ma mère, pero la monja era portuguesa, muy joven había tomado los hábitos de la congregación en Toulouse, Francia, y había efectuado una curiosa transmutación de lenguas: de su portugués natal quedaba sólo el Você sabe, mientras que el francés, adoptado junto a su compromiso con Dios, solía escapársele en medio del español. De la mezcolanza salía un tú verdadero y un acento portugués particular con el que a veces empezaba una conversación confidencial: ¿Você sabe…? No era una afectación didáctica, era real. Eliminado el problema del tú y del niña, algo quedaba en el fondo del vaso, un resto, una nota falsa. Lo había sentido desde el primer momento. En cuanto traspasaba la puerta quedaba presa de una escena: Cuéntame, niña, ¿qué has hecho hoy? Sabes que velo por ti. Un jarabe espeso se derramaba sobre ese ambiente austero, estropeándolo. Lucía hubiera dado cualquier cosa por poseer un lugar así, con ese aire recoleto. Un arco de madera oscura lo dividía en dormitorio y estudio: a un lado la cama y al otro, el escritorio. La ventana era digna de verse. Los vidrios biselados en forma de rombos dejaban ver el patio interior de mayólicas azules al que daban los cuartos, donde un aljibe decorativo sostenía una jungla de helechos. Entre las dos ventanas colgaba un crucifijo grande y, bajo el crucifijo, un reclinatorio. El círculo de luz de la lámpara de escritorio caía sobre el blanco del papel. Una vez más, Lucía se sintió seducida por ese ambiente.
Sin cofia, a contraluz, se irguió la cabeza rapada. Una superficie erizada como un cepillo, un resabio de hospicio. La mano dejó la lapicera y quitó los lentes. La monja giró, cruzó el brazo sobre el respaldo de la silla y la miró. En los campos de concentración de La hora veinticinco a las mujeres las rapaban para despiojarlas. Aquí era una norma, un requisito de la modestia; producía el impulso de pasar la palma por la curva hacia la nuca. Nada tenía que ver esa cabeza con La hora veinticinco, que había leído espantada en su ciudad natal. Ma mère, la madre directora, era una mujer cuidada, culta (a su modo y entre sus colegas), hecha al calor del pálido fuego del convento, destinada a la pedagogía. Lucía asimilaba la perturbadora nota falsa en la voz, oculta y a la vez evidente como un cuerpo bajo una sábana. La monja se reía cuando ellas se reían, pero en realidad hacía como que se reía, chistes insípidos de sacristía, que se festejaban moderadamente. Los ojos siempre alertas, la delataban. Llevaba a cabo una función que requería de una representación constante. Recibía órdenes que llegaban desde la lejana y omnipotente Magistratura, en Toulouse, Francia. Ella la representaba; ella era la Magistratura en persona. Y ése era su apodo entre ellas.
—Hacía como que se reía.
—¿Quién? —pregunta Clara.
—Magistratura. Todas le festejábamos los chistes, menos la hermana Tina. Pero a mí me parece que ella no se reía, hacía como que se reía. Cumplía su función.
—Así era Ma mère, la Magistratura en persona —sentencia Clara—. Pero tenía otra parte, también.
—Cierto. Yo la descubrí tarde —confieso, mientras cruzan por mi mente miríadas de palabras, se agolpan escenas que se liberan solas en mi cabeza, sin mi participación, sólo a causa de mi cara en la foto.
Lucía, la chica que era yo entonces, la de la foto, camina por Callao una tarde de junio. Una simple estudiante de dieciocho años, nacida y crecida en una ciudad chica de provincia; educada por sus padres y los cánones sociales, bastante distraída, disponible a la vista de cualquiera que se cruzara con ella y quisiera mirarla, examinarla, hombre o mujer, algo atolondrada, curiosa, entregándose a los sucesos de la calle de los que se siente parte, risueña por dentro: se siente libre. Tres meses atrás llegó a Buenos Aires. Vive en el pensionado de las Hermanas del Calvario, cursa Letras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y por ahora sólo tiene ojos y entendimiento para la ciudad: plazas, monumentos, gente, bares de todo tipo, modos de manifestarse de un mundo todavía indescifrable.
La atraen, sobre todo, los bares de Buenos Aires, mansos y ajetreados de día; iluminados en la ciudad nocturna, misteriosa y febril. Sólo los conocía de día. Los bares son como islas en las que desembarca sintiendo que ese tiempo a solas con un libro o con apuntes para leer es su primera prueba palpable de libertad. Es en un bar, esa tarde de junio, en el Rialto, un barcito de mala muerte sobre Callao casi Corrientes, angosto y largo, donde toma abstraída un licuado en la última de las mesas y donde un hombre le muestra el sexo por la puerta entreabierta del baño. Una franja vertical de penumbra en la que aparece más abajo una mancha confusa, que se hizo más clara; siguiendo hacia arriba distingue un esbozo de cara y un ojo. Cautelosamente, el hombre cierra la puerta. Un momento después, pasa al lado de su mesa, sin mirarla, el traje un poco deforme, como agobiado por algún peso oculto. Ha estado en el baño acechando su mirada errátil. Sin discernir mucho por la sorpresa y lo fugaz de la escena, no fue el sexo del hombre lo que la inquietó, sino el hecho en sí. ¿Qué significaba esa actitud? ¿Qué podía sacar el desconocido de lo que acababa de hacer? Lo que sí la sobresaltó fue el ojo, más arriba, en la penumbra, lo blanco del ojo. El ojo decía más que el sexo. Era un ojo triste, suplicante, algo lacrimoso. Se quedó rígida.
Cuando se afloja, Lucía levanta el bolso, sale del bar y camina por Callao hacia Rivadavia. Lleva, lo recuerdo bien, lo que era una especie de uniforme de aquella época: una pollera tableada escocesa, un suéter negro de cuello alto, mocasines o botas y un bolso grande donde carga apuntes y cuadernos, colgado del hombro. El pelo lacio hasta la mitad de la espalda. Pasa por la vereda del Congreso y dobla en Yrigoyen, una cuadra. La llave en la puerta, la escalera de mármol, la capilla, que era sólo un cuarto acondicionado con un altar, bancos y flores, para rezar algún domingo, cuando las acompañara el sabio hermano Septimio, consejero de las monjas y padrino de la Casa, la boiserie oscura, las ventanas con rombos biselados. Dominándolo todo, el silencio. Atraviesa el comedor en diagonal y toma el pasillo ancho que recorre hasta el fondo el petit-hotel al que los antiguos dueños no pudieron sostener y vendieron a la congregación de religiosas. La primera puerta, a la derecha, es la del cuarto de Ma mère. Luego continúan, uno tras otro, los de sus compañeras, para terminar, al final, en su propio cuarto compartido. El pasillo se ensancha más atrás en un hall al que se abren otras dependencias: el comedor diario, el dormitorio de las hermanas Tina y Ángeles, la enorme cocina, el cuarto de Serafina y, al final de todo, el acceso a la escalera a la terraza.
Antes de alcanzar su cuarto, Lucía debe detenerse frente a la puerta siempre entornada de Ma mère, la madre directora, donde la voz melosa, un poco actuada, de la monja dirá: Niña, ven aquí, entra un momento. Era un ritual.
¿Qué has hecho hoy, querida? Las dos sabían que era una escena descarada. Si se hubieran enfrentado, Lucía no habría podido organizar el más mínimo argumento. Magistratura, en cambio, sí; tenía años encima de manejar estudiantes como ésa, parada ahí en la puerta, de pelo largo y pollera escocesa corta, de libros apretados contra el cuerpo, jovencitas que parecían moscas muertas pero que resultaban astutas y cínicas, cuyos padres lo único que querían era que se casaran de una buena vez, de pie ahí, vaya a saber con qué pensamientos raros, desviados, seguramente impuros. Magistratura podía darse el lujo de argumentaciones precisas; hacía mucho que lidiaba para sacar algo de estas mujeres en ciernes antes del abandono desaprensivo que hacían de la Casa, siempre antes de lo previsto, sin completar el contacto verdadero con las artes que ella esperaba desarrollar, sin noción de lo afortunadas que eran. Los tiempos cambiaban y las jóvenes venían cada vez más peligrosas, pero ella se hacía cada vez más fuerte.
Junto a la puerta, Lucía espera inmóvil que la monja hable. De lo que no alcanza a darse cuenta es del motivo por el cual ponía en escena el interrogatorio. La misma incógnita que con el hombre del bar.
—Que yo me acuerde —sigue Clara haciéndole una seña al mozo—, vos eras a la que más vigilaba; porque eras la única que iba a la UBA, y a Filosofía y Letras, nada menos.
No me parece razón suficiente, pienso, sin poder desprenderme todavía de la contemplación de la foto. A nuestras compañeras también las interrogaba, aunque de otro modo.
—Es cierto, pero conmigo era diferente, y aparte…
—No creo que Ma mère no le haya avisado a Aurora de la foto, sería algo feo…, no sé —Clara titubea—. Yo ya me había fijado. Por ahí no estaba ese día.
Percibo una sombra de incomodidad en lo que acaba de decir Clara. Tal vez por mi señalamiento de la ausencia de Aurora, lo primero que se me ocurrió. No puedo precisar por qué. Estoy alerta para limar cualquier signo de discrepancia, ¿pero qué discrepancias podría haber si no nos hemos visto durante tantos años? Sólo hay un largo espacio sin llenar entre nosotras, un blanco. No me puedo relajar todavía. Efecto retardado de la clase que acabo de dar hace menos de una hora, clases en las que pongo excesiva energía, un gasto, una dilapidación. Debo dejar la clase atrás, atrás Pushkin, salir, despojarme, poner todo de mi parte ahora, en el momento, para reconocer en esta nueva Clara a mi Clara. Derramo entusiasmo:
—¿Sabés que Aurora fue la primera que me habló de los rusos, de Gógol?
—Después hablamos de Aurora. Le pasaron cosas. En un rato te cuento, tenemos toda la tarde
Entiendo que Clara quiere ir hacia otro lado, al menos por ahora. Vuelvo a lo anterior.
—Sí, es cierto, Magistratura también les preguntaba a las demás chicas qué hacían, adónde iban, pero de otro modo. Conmigo era algo diferente. Había algo más.
—Cumplía la función de dirigir, de velar por todas, como decía ella, y vos leías muchos libros, quién te dice, por ahí, peligrosos —explica Clara y le brinda una sonrisa al mozo. Coincidimos en pedir dos cortados y un agua mineral.
Apoyada en el marco de la puerta, Lucía percibe el ruido lejano de la calle, bocinas, un grito, el furor de un colectivo, que aplaca su oleaje contra el umbral de la Residencia Sedes Sapientiae. Magistratura se pasa la yema de los dedos por los párpados, aceptando con fatiga el homenaje de la simulación: la escena debía alcanzar la mayor dignidad posible. Repitió, ahora con convicción: ¿Qué has hecho hoy, ma chère? Era necesario permanecer alerta, hacer un buen papel. ¿Y si le decía lo que acababa de pasar? Si le decía, por ejemplo: Vi el sexo de un hombre, madre. ¿Y qué te ha parecido, hija? No se lo puedo decir, madre. Es difícil de explicar. Bien, lo analizas, reflexionas y después me lo cuentas, hija. Bien, madre. ¿Usted ha visto el sexo de un hombre, aunque sea a través de una puerta entreabierta? Una sonrisa irónica, de desdén, se adivina en el perfil inmóvil y todavía mudo. Y Lucía sabe lo que diría. Diría: Hija, yo he visto Adorado John. Me he vestido de civil y he visto Adorado John. ¿Y eso qué es, madre? Una película sueca, hija. Recuerda siempre: no te juntes con los suecos en esa facultad a la que vas, los suecos son terribles.
—Había ido a ver Adorado John. Siempre me pregunté por qué siendo monja había ido a ver Adorado John, si decían que era una película erótica.
Clara me mira enarcando las cejas:
—¡Sí! —exclama—, esa parte era verdad, siempre salía con que había ido a ver Adorado John. Lo decía orgullosa, como si mostrara una escarapela. ¿Vos la viste alguna vez?
—Yo no.
—Yo tampoco.
—No era una película tan vieja, pero a mi pueblo no llegaban las prohibidas para dieciocho y si llegaban, ni loca te dejaban entrar.
—Nunca me enteré de su existencia —dice Clara, pensativa—. En Ramallo a veces hasta te pedían el documento. Nos debimos perder un montón de cosas.
—Yo vi Lawrence de Arabia en tercer año; era prohibida y nos colamos con una amiga. Fue como si me tragara todo el cine junto. Me enamoré de Peter O’Toole, me enamoraba así en esa época.
Clara, con una sonrisa que ahora reconozco, va a decir algo y sé qué es.
—Pero Adorado John no había que verla…
—¡Porque los suecos son terribles! —Hacemos dúo, como dos colegialas idiotas.
—Si Victoria estuviera acá diría ¡qué boludas!
—Y qué razón tendría. ¡Nuestra versión niñas del Tirol!
Clara apoya los brazos cruzados sobre la mesa, una mano sobre otra, y se inclina hacia mí con toda la cara y, presiento, con toda su entrega.
—Pasó tanto tiempo, Lucía, siento que estamos empezando a reconocernos. Quiero recuperar esa época.
Con alivio digo:
—Es justo lo que estaba pensando.
La monja que Lucía había imaginado, antes de abrir por primera vez la puerta del pensionado, y Ma mère resultó que discordaban. El ámbito se ajustaba, pero la monja, no. Lucía le había superpuesto el ascetismo de Historia de una monja. Pero la monja de Historia de una monja era muy flaca, casi esquelética, y se había ido al África a cuidar leprosos, no de civil a ver Adorado John.
—¿Qué has hecho hoy, querida?
—Fui a la facultad a cursar, madre.
—Bien. ¿Y qué lees?
—En este momento, apuntes, madre.
—Ten cuidado, hija, me han dicho que en tu facultad hay bichos colorados. No sé de qué clase, pero ten cuidado.
—Bien, madre.
—Y otra cosa, niña: cuando leas un libro, me lo cuentas.
Visto desde ahora, el diálogo es insensato, anacrónico. La chica, Lucía, se cree por encima de la situación; usa un tonito un poco empinado para hablar con la monja. La ingenua suficiencia de los dieciocho años que, en realidad, oculta miedos de todo tipo. Temores paralizantes a que el profesor le pregunte y no saber responder, a fracasar en el parcial, a que sus compañeros la rechacen, a ponerse colorada, a subir al colectivo equivocado y perderse en barrios desconocidos, a que Nacho quiera verla desnuda. Y el temor más grande, el que de golpe se muestra con cegadora claridad: que la monja se enoje y la ponga de patitas en la calle, con su bolso azul, de vuelta a su casa.
Ma mère sigue con lo suyo y dice:
—Puedes retirarte, hija.
Terminada la escena, Lucía continúa viaje a su cuarto. Por un segundo, imagina contarle lo del hombre del bar a la hermana Tina y, en consecuencia, provocarle un desmayo profundo del que costaría recuperarla. La buena y redonda hermana Clementina sufría una única obsesión mortal: que alguna de las pupilas llegara a toparse con El Hombre. Crédula hasta el pasmo, para la hermana Tina El Hombre era un desconocido sucio, ladino y degenerado que podía presentárseles en cualquier lugar de Buenos Aires a las cándidas pensionistas del interior para “perderlas” o “estropearlas”. Bastaba que viera a alguna con la llave en la mano, para que la hermana dijera poniendo cara severa: “Que no te vaya a agarrar El Hombre”. No entres, no subas, no tomes, no mires, no aceptes. Al principio le pareció que era broma, que la hermana Tina poseía un sentido del humor fuera de lo común. Las más veteranas le advirtieron que iba en serio. La hermana Tina velaba por la integridad virginal de las internas y se había tomado su misión a pecho, con entrega y sinceridad. ¿Estábamos realmente expuestas a algún tipo de crimen o perdición? No lo sabíamos. Ni siquiera nos interesaba saberlo.
Cipreses contra la tapia de un humilde cementerio de campo sobrevolado por bandadas de gorriones. En algún lugar así yacería la hermana Clementina para toda la eternidad. El tiempo no la ha tocado y vuelve, se para ante nosotras junto a la mesa de El Imperial, con las mangas del hábito subidas hasta el codo, amasando, mirándome desde el cariño que se presiente detrás de la cofia, dándome consejos mientras se rasca la nariz con el dorso de la mano enharinada.
—Mirá la hermana Tina —señalo la cara redonda y trigueña, con aquel perceptible hoyuelo—. Cómo nos prevenía contra El Hombre. Cuánto cariño le tuve…
—Era buenísima —coincide Clara—. A mí me avisaba que no tomara nada que me diera un desconocido, sobre todo, que no vaya a tomar cocacola, nunca supe por qué, mejor dicho, sí, porque te ponían algo los degenerados. —Se ríe y yo también—. Éramos bastante del interior, como decía ella, bastante tontas, ingenuas, aunque nos creíamos vivas. —De golpe, me avisa mientras se ocupa de buscar en el bolso:
—¡Te hice copia!
—Lo que no me acuerdo es si de verdad yo le decía a Ma mère todo lo que leía.
—¿Después pedimos unos tostados? Me dio hambre, ya es la una —dice Clara, la de la sonrisa radiante, la misma con que recibe al mozo que acude y dispone los cafés y el agua. Yo digo que sí, que también me dio hambre; el mozo desaparece. Clara va señalando con el dedo—. Aline con un pañuelo en la cabeza, qué antigüedad, no se puede creer, vendría de misa. Qué santa era la hermana Tina, acá está. Y, ¿quién sería esta chica…?
Coincidimos en que no nos acordamos quién es la chica sentada en el brazo del sillón; rubia, de cara redonda y, se nota, ojos muy claros.
—Una visita —digo—. O se habrá quedado poco tiempo.
—¡Mashenka! —Clara me mira estupefacta—. ¡Mashenka, la chica rusa! Esa chica a la que venían a visitar unos franceses… Esperá, esperá. Quería aprender español y Vicky, para no ir a la facultad, se ofrecía a enseñarle.
—¿Venían franceses a verla? ¿Los padres?
—No, si era rusa; serían de la embajada, encargados, qué sé yo. O Ma mère debía estar a cargo. Claro, si tenía relación con la embajada francesa. Tantos años mirando esta foto y justo ahora, podés creer, me doy cuenta de quién era.
—No me acuerdo para nada —digo yo, inspeccionando la cara que sonríe en la foto, tratando de encontrar algún indicio—. Pero para nada.
Clara me mira con expresión de sorpresa, como quien va a transmitir otro dato fantástico que acaba de recuperar:
—¿Y el misionero? —dice—. Por favor, acordate, ¡el misionero que se iba a África y vino a despedirse!
—¡El misionero! —Se abre la escena en el comedor de mesa enorme, el visitante inesperado, aquel almuerzo insensato—. Lo que fue eso.
—Yo me enamoré de él aquel día —confiesa Clara.
Nuestra mesa irradia calidez ahora, empiezo a convencerme de que este encuentro significa algo, significa mucho. Busco las palabras para decírselo a Clara, pero en este momento ella recuerda cosas mías.
—Lo que nos hacías reír con los cuentos de tus compañeros de la facultad. Un tal Felipe, un gay graciosísimo.
—Felipe, de Introducción a la Literatura. Inolvidable…, pero que vos te lo acuerdes… Solía ir a clase de poncho blanco, botas bucaneras también blancas, melena y barba estilo Sandokán...
—Qué personaje —se ríe Clara.
—A veces me llamaba para preguntarme qué me iba a poner para ir a la facultad. Había de todo, hippies, túnicas, melenas, él igual llamaba la atención. Cuando volvió de la India, tan flaco y alto, con el pelo por los hombros y ropa hindú, era espectacular. Muchas chicas morían por él, pero él…
—Era gay.
—Nunca lo supe del todo, creo que era bi. Salió un tiempo con una amiga mía. Lo miraban sin disimulo; no le importaba nada.
Repentinamente feliz de acordarme de Felipe, sigo:
—Me hacía pasar vergüenza. Lo hacía a propósito. De una vereda a la otra, en la facultad, me gritaba: “¡Hola, beyyyézza!”. Pronunciaba así, exageraba. Gran lector de poesía, me acuerdo, le debo haber leído unos cuantos libros. Qué lindo que lo hayas traído, Clara.
Me río sola porque lo veo.
—Era tan neurótico con la limpieza que el día que fui a conocer su departamento me hizo entrar con patines, los patines de franela, ¿te acordás?
Clara también se ríe.
Detrás de la imagen de Felipe, que se me impuso a su sola mención, como arrastrada por él, rescato velozmente la inclinación de Clara al divertimento en los órdenes sencillos de la vida. Con una alegría absurda in crescendo, desproporcionada que, descubro, fue desplegándose subterránea, sin mi intervención desde que la descubrí en la clase del Museo, recuerdo que mi compañera habla italiano.
—Lo que nos reíamos con esas historias porque tu facultad era algo diferente a la nuestra…, pero, claro, cada una estaba un poco en su mambo… —opina, echando azúcar al café.
—Estudiabas italiano, ¡no!, ya lo hablabas. ¿Fuiste al final a Bolonia, a hacer el doctorado? Tenías parientes allá.
—¡Sí, fui, te acordás cuando hablábamos de Bolonia…!
Vuelvo a la foto que me atrae irresistiblemente. No consigo dejar de mirarnos.
—Es cierto, cada una estaba un poco…
Sin previo aviso, Clara extiende los brazos sobre la mesa y me aprieta las manos.
—¡Lucía, qué alegría encontrarnos! Cuando vi el aviso del curso en la página del Museo me pareció mentira que fuera tan fácil, después de tantos años…
—¡Una alegría enorme! —digo, estirando las manos y sujetando las suyas. Nuestras pulseras brillan: gusto que compartíamos y que, parece, seguimos compartiendo. Acepto el desdoblamiento que el tiempo me impone, la inevitable mutación de la imagen de la Clara de antes que se superpone y ajusta a ésta, la de ahora. Mi amiga, mi compañera. Me descubro colmada por una emoción tan súbita como intensa.
—Me casé con un ingeniero, Daniel, nos fuimos a Colombia varios años, un hijo, Sebastián, volvimos… ¡Sí! ¡Pero antes, cuando dejé el pensionado, fui a Bolonia! No fue un doctorado, fue uno de los Corsi di alta Formazione, un año intensivo. Esa época fue increíble; estudiar en la universidad más antigua del mundo occidental. Con veinticinco años, no me daba demasiada cuenta, igual mi rendimiento fue impresionante, después tomé conciencia. —Me mira—. ¿Por qué no liquidamos la parte académica y pasamos a cosas más… interesantes? Vos terminaste esa facultad tan despelotada, no sé cómo…
—Sí, me recibí, cursé y aprobé un doctorado en Sociolingüística, murió mi directora de tesis, época de la dictadura, nadie me la quiso tomar, no la pude defender. Años de investigación. Fin de la historia.
—¡Qué hijos de puta! —Se enoja sinceramente Clara y me sorprende—. ¿Nadie te quiso tomar la tesis, tutoriarla para que la defendieras?
—No. Quién me mandaba a mí a grabar obreros en Loma Negra. Los motivos eran puramente lingüísticos, una encuesta técnica, pero también altamente sospechosos. Y la literatura, cada vez con más fuerza, hasta que ocupó todo.
—Sabés que en Roma me encontré con Aline en un museo, mirá las casualidades de la vida, me contó que te habías casado con un escritor, después los vi en una revista y a él en reportajes… a vos también. Compré sus libros. ¡Y tus libros!
—Sí —interrumpo su entusiasmo y me refugio en el calor fraternal que emana de Clara—. A él lo conocí poco antes de dejar el pensionado…
—Estabas en el pensionado, ¿cómo no me acuerdo? Quiero saber todo, ¿cómo lo conociste? Contame.
—Un compañero de la facultad me llevó al Café Tortoni, a una reunión de escritores; ahí lo vi por primera vez. En realidad, fue antes del Tortoni, cuando fuimos al teatro. —Clara escucha con esa actitud de entrega en la cara, que sobrepone la Clara de ahora a la de antes. Me río y le digo—: ¿No te acordás aquella vez que fuimos al teatro, no bien llegadas, que nos llevó Ma mère? Fuimos a ver una obra suya.
—¡Pero sí, al teatro! ¡Alcón! —Clara hace ademanes, está exultante, no sabe por dónde empezar—. ¡Lo que es la vida!
—Bueno, sí, pero en aquel entonces, en el pensionado, yo lo vi esa vez nada más. Para mí era “el escritor”, así, genérico. Yo estaba en otra cosa, en dar materias, en Nacho. Después fue a dar una charla a la facultad. Ahí lo volví a ver.
A Clara le brillan los ojos, algo curioso que le pasa, una reacción o respuesta genuina, inmediata, como el acomodarse el pelo.
—Dos escritores, mirá qué hermoso… —y dice de sopetón—: ¿Sos feliz en tu matrimonio?
Sólo ella puede hacer con tanta naturalidad semejante pregunta y colocarla en el centro del mundo.
Me quedo sin palabras, no suelo hablar de esto, tan íntimo, pero es Clara.
—Soy muy feliz.
—¿Hijos?
—Sin hijos.
Clara se reclina en el respaldo de la silla y sonríe como alguien contento con todo lo que el momento le da. Me gusta mirarla, sus gestos, sus actitudes. Me entrego por completo al encuentro y digo:
—Contame de Bolonia. Y de Daniel.
—Cuando me fui ya había salido acá un par de veces con Daniel. Me gustó en serio, desde el primer momento, pero él acababa de dejar una novia y no pasó nada. Yo ya tenía armado el viaje. En Italia, en Bolonia, vivían mi tía y tres primos, habían venido dos veces a la Argentina. No era en Bolonia, vivían en una ciudad cercana, chica. Tenían un departamento en Bolonia para que estudiaran mis primos. Me instalé ahí. Parte académica: aprendí muchísimo, nivel muy, muy alto y alta exigencia; perfeccioné la lengua. Tuve uno de los promedios más altos, no de ese año, del quinquenio.
—¡Vamos, Clarita…! —Me divierte el modo de contar de Clara, me manda a aquellos cuchicheos de cama a cama, a la noche tarde.
—Esperá. Mi primo mayor, casado, me presentó a un amigo, también casado. No fue amor, fue enamoramiento a primera vista. Me olvidé de Daniel por unos meses. Después me pude reír, pero fue vergüenza y escándalo en la familia. Mucha intensidad. Los tanos son intensos. ¡No sé cómo pude con las dos cosas, la universidad y el enamoramiento! ¡Se potenciaban! Volví. Acá me puse a trabajar como loca, a estudiar como loca. Pasado un tiempo me reencontré con Daniel. Lo amé. Mi compañero, mi ancla; lo adoro. Como dijiste: fin de la historia.
Nos miramos como diciendo: Ya está. Vuelvo a estirar la mano sobre la mesa y a pedir la suya.
—Algo que quiero decirte: por favor, Clara, vayamos al pasado. Nada del presente y nada del futuro. Hablemos del pasado.
Otra vez esa mirada, esa señal que ya reconozco. Me aprieta la mano.
—Siempre fuiste medio bruja, me adivinaste el pensamiento. Yo también quiero que hablemos del pasado. De allá lejos y hace tiempo, de cómo eras vos y d