La pluma de Caly

Facundo Arana

Fragmento

LA PLUMA DE CALY

¿De dónde vino de pronto esta cosa de escribir? O: ¿ah, qué?, ¿escribís? Y… ¿por qué escribís?

Querer morir es una sensación... indescriptible. Incomprensible para casi todos. Solo pueden entenderla personas que sintieron realmente el deseo de morir y que, por alguna razón (o varias), no murieron.

Un cáncer, cualquiera sea… Un intento por bajar prematuramente el telón que no resistió 65 kilos de tristeza. Un accidente bravo… La muerte disfrazada de ladrón imbécil robando fuera de tiempo la vida del ser equivocado… Un desamor. Y otro…

Y entre todo eso, la vida. Nada detiene el impulso vital y la belleza de su ciclo. La vida es una danza perfecta. La muerte es la quietud inerte, que también es una nota. Como el silencio.

Caly fue un chico extraordinario, inquieto. Audaz. Amigo incondicional. Poseedor de preguntas inmensas que respondía con desfachatez y con un talento para la escritura que hubiera conmovido al mismo Borges. Su pluma —crean lo que digo— era descomunal... y cuestionaba a la autoridad con la moral y la absoluta adultez de un niño que no llegará a ser adulto. Imaginen un pensador iluminado. Y ahora supongan que ese pensador tiene los días contados, y por alguna razón su alma lo sabe. Así vivió su vida Caly... Parecía no querer perder ni un segundo en el colegio. Y era querido por todos. No hubiera necesitado morir para que todo el mundo supiera cuán necesario y amado era ese chico. No hubiera necesitado morir para que todos supieran todo lo que lo querían.

Murió a los dieciocho años, un doce de diciembre a la mañana.

Caly era mi mejor amigo. No solo compartíamos los mismos problemas en el colegio, sino que, además, compartíamos las mismas ideas, pensamientos... Nos complementábamos demasiado bien. Como pasa con un mejor amigo.

En cada momento libre, preparábamos una pava para el mate, nos sentábamos uno frente al otro y empezábamos. Él, a escribir. Y yo, a dibujar. El tiempo parecía detenerse. De ahí la frase… ahí la prueba… esos dos niños, luego adolescentes, en una burbuja invencible en la que estábamos a salvo de reclamos, puteadas, algún compañero bully de esos que todos tuvimos.

Y en esa mesa de trabajo había siempre mates y puchos… y se hablaba de todo con la más descarnada crudeza de los chicos, cuando hablan sin pelos en la lengua y sin nadie cerca evaluando estupideces. Era la más encarnizada y pacífica resistencia al mundo circundante. Esa mesa, ese mundo, era indestructibles.

Cierta vez, con el cáncer en su momento más pleno, yo dibujaba la cara de un gato enorme mientras él escribía preguntándole a Dios a los gritos en el más absoluto silencio cómo era posible. ¡Que por qué! Que cuál era el sentido… De pronto, levantó la pluma del papel y, sin mirarme me preguntó, sin vueltas:

—¿Escribiste tu testamento?

Hice un silencio largo.

Realmente largo.

—No tengo un testamento.

—Yo tampoco tengo escrito un testamento… —Tiró.

—Caly, vos no estás enfermo. ¿Para qué querés un testamento?

—Vos tenés cáncer… pero a mí mañana se me puede caer un piano en la cabeza y me puedo morir.

Un piano en la cabeza...

La semilla había sido sembrada. Pocos minutos y varios mates después, remató él mismo:

—Deberíamos escribir nuestros testamentos.

Escribir un testamento a corta edad es vergonzante. Principalmente, porque te das cuenta inmediatamente de que nada de lo que tenés te pertenece realmente. Nada de lo que poseés es producto de tu esfuerzo. Así que, en el testamento, que es todo franqueza, a mí me entraron muy pocas cosas materiales. Fue entonces que lo noté: su testamento era largo..., me sorprendí... en tres líneas, después del devastador descubrimiento de que no tenía nada que fuera realmente de mi propiedad, lo tenía yo medio cocinado el tema.

Y mientras tanto Caly escribía apasionadamente sin parar.

Quien escribe asiduamente sabe que cuando la idea de lo que se quiere decir se presenta clara, no le erra uno ni a la gramática ni a la ortografía. No pensás, porque te convertís en un medio entre lo que debe ser dicho y el papel. Sos solo quien empuña la pluma.

Nunca leí lo que la pluma de Caly había puesto en ese papel.

Un día, poco después de su muerte, recibí un llamado de su madre, que es como la mía propia.

—¿Es posible que Caly haya escrito un testamento?

Empezaban a ocurrir las primeras de incontables cosas que Caly iba a dejar... La huella preciosa de su paso por este mundo…

Su testamento, en cuanto a cosas materiales, era corto como el mío. Pero inmediatamente después de esas pocas cosas que le pertenecían, este prodigio había dejado una serie de mensajes para varias personas importantes de su vida. Una frase o reflexión para cada uno. A mí me dejó la cruz tras la cual (nadie lo sabía) escribía su vida en titulares desde hacía años, que estaba colgada en la cabecera de su cama. Y una frase para mí, que además fue freno: “No me sigas”. Entonces, es así que aquí estamos hoy.

Caly hubiese sido lo que ya era, les dije: un escritor descomunal. Todavía no descubro si un cronista de guerra, escritor de novelas o un poeta inigualable. Pero iba por ahí. Él iba a ser escritor y yo dibujante. Íbamos a ser actores. Él iba a ser trompetista; y yo, saxofonista.

Íbamos a tener una camioneta doble cabina 4 x 4 con focos de iodo. Íbamos incluso a tener un perro.

Hace pocos años le devolví esa cruz a su mamá, porque las cosas tienen un sentido en el tiempo. Como la corriente en el fondo del océano. Se mueve. Y uno deja que las cosas ocurran como cuando manda el océano, que no se equivoca.

Hoy juego al 1943 con mis hijos como lo hacía con él a esas edades. Soy actor. Sigo tocando el saxo. Sigo dibujando. Tengo esa misma camioneta que soñamos juntos. Tengo a mi perro. Y me largué a escribir casi por esas épocas...

Viajé por todos lados. Actué en casi todos los teatros, saqué discos, tengo el mismo saxo, que vino justo entonces... Y ahora escribo un libro de historias y cuentos que es como hacerlo juntos. Porque me acompaña siempre. Como si me acompañara con su pluma. La pluma de Caly.

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