Temas lentos

Alan Pauls

Fragmento

Torrentes de amor

En algún momento de fines de los años 80, cuando ya era una fotógrafa famosa, Nan Goldin volvió a Boston, su ciudad natal, para someterse a un programa de desintoxicación. Como muchos de sus contemporáneos, Goldin huía de una pareja muy persistente: heroína y alcohol. El plan de rehabilitación preveía una internación en dos etapas, la primera en una clínica, la segunda —más liberal— en una “residencia intermedia”, pero también exigía que Goldin trabajara. Como el nomenclador de la toxicología norteamericana no consideraba que sacar fotos fuera exactamente un trabajo (por otra parte, ¿no era la obra de Goldin la prueba flagrante de que también la fotografía era un viaje de ida?), Goldin tuvo que buscarse otra cosa. Terminó empleándose en una oficina más o menos anónima de la biblioteca Fogg de la Universidad de Harvard, donde día tras día, durante meses, no hizo otra cosa que meter diapositivas de otros en marquitos de plástico, mientras en el piso de arriba, en la cátedra de artes visuales, los profesores más conspicuos de la universidad más rica del país teorizaban largamente sobre los slides de La balada de la dependencia sexual ante un auditorio de estudiantes boquiabiertos. El rumor no tardó en correr. Al poco tiempo, los mismos chicos que se quemaban las pestañas estudiando la obra de Goldin para sus exámenes finales bajaron a la biblioteca y se perdieron en un laberinto de pasillos buscando a la nueva empleada, una chica de poco más de treinta años, con el pelo enrulado, alarmantemente flaca, que trabajaba siempre en silencio. Cuando dieron con ella, mirándola muy de cerca, como si fuera de otro planeta, le preguntaron: “Usted no puede ser Nan Goldin, ¿no?”.

La gente que aparece en mis fotos dice que estar con mi cámara es como estar conmigo. Es como si mi mano fuera una cámara. En la medida de lo posible, no quiero que haya ningún mecanismo entre el momento de fotografiar y yo. La cámara es parte de mi vida cotidiana, como hablar, comer o tener sexo. Para mí, el instante de fotografiar, en vez de crear distancia, es un momento de claridad y de conexión emocional. Existe la idea popular de que el fotógrafo es por naturaleza un voyeur, el último invitado a la fiesta. Pero yo no soy una colada; ésta es mi fiesta. Ésta es mi familia, mi historia.1

Aunque nació en Washington en 1953, Goldin se crio en Boston. “Harvard” fue la primera palabra que pronunció. Hija de profesionales esforzados, dejó sin embargo la escuela a los 14 años y se metió en una institución experimental, decididamente hippie, que decepcionó las expectativas de sus padres pero inauguró el programa estético-existencial que sostendría toda su obra. Empezó a hacer fotos a principios de los años 70, mientras estudiaba en la Escuela del Museo de Bellas Artes, veía tres películas por día y formaba la familia postiza que la acompañaría a lo largo de treinta años: en sus fotos, donde sus amigos aparecen a menudo como modelos, pero también en sus viajes, sus romances, sus largas temporadas de adicción. Ludwig Wittgenstein escribió que “imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida”. Nadie como Goldin para darle la razón. En los 70, la fotografía artística era una práctica narcotizada por el academicismo, la prolijidad y una compulsión naturalista que parecía reducir el mundo a una sucesión más o menos monótona de árboles y rocas. Goldin irrumpió en la disciplina con un impulso punk radicalmente excéntrico: sacaba instantáneas, fotos caseras a menudo movidas o fuera de foco (“Yo quería hacer foco, pero casi siempre estaba demasiado borracha”) que parecían fotogramas directamente extirpados del tejido de la experiencia, y lo que se veía en ellas eran los cuerpos, las caras, las relaciones y las escenas de las que estaba tramada la vida de Goldin y su pandilla. En la huella de la gran tradición pop (Andy Warhol y The Factory, Tulsa, el primer libro de fotos de Larry Clark), Goldin reinventaba la fotografía al mismo tiempo que las formas de la vida. O mejor: hacía del arte una forma de vida.

Iniciado en Boston, el gran diario visual de Goldin encontró su forma, su registro y su material en la Nueva York de principios de los 80, una ciudad donde la bohemia artística y la vida sexual cambiaban a un ritmo tan vertiginoso como las reglas del mercado de arte. Mientras se ganaba la vida trabajando en bares, Goldin sintonizó rápidamente su cámara y su flash con los signos polimorfos de una suerte de after hours histórico, en el que las viejas categorías que hasta entonces habían definido la identidad y la experiencia (arte/vida, masculino/femenino, público/privado, personal/político) parecían desmoronarse o enloquecer, intoxicadas por una modernidad plural, impura, descaradamente antidogmática. Tras una parada en el mundo de las drag queens (“Yo quería ser una drag: durante un par de años quedé completamente absorbida por su mundo, su conciencia, su identidad. La mayoría de las que conocía eran más grandes que yo, así que yo era como su hermanita menor”), Goldin empieza a trabajar en la perturbadora narrativa personal con la que aún hoy, después de veinte años, sigue identificándosela. Fotografía a sus amigos, sus roommates, sus amantes, sus compañeros y compañeras de viaje. Los fotografía maquillándose en el baño antes de salir a una fiesta; bebiendo, charlando, preparándose un pico o besándose durante la fiesta; llorando, haciendo el amor o durmiendo en camas solitarias después de la fiesta. Inmediatas, rápidas, nada intrusivas, las fotos de Goldin son tan documentales que a menudo hacen las veces de memoria o de evidencia jurídica. Le recuerdan, por ejemplo, lo que el alcohol o las drogas borraron de su mente, o la ayudan a dirimir controversias amistosas mostrando cómo sucedieron en realidad las cosas. Y a veces son todo a la vez: retrato, documento, prueba, monumento, diagnóstico, grito de amor desesperado, pedido de auxilio. Como ese autorretrato de 1984 en el que Goldin, desfigurada por los golpes, un ojo inyectado de sangre, mira a cámara en un impasible plano americano, mientras al pie de la foto un epígrafe lacónico dice: Nan después de haber sido golpeada.

Durante algunos años estuve profundamente ligada a un hombre. Emocionalmente nos llevábamos bien, y la relación se volvió muy interdependiente. Usábamos los celos para inspirarnos pasión. Él tenía un concepto de las relaciones basado en el idealismo romántico de James Dean y Roy Orbison. Yo anhelaba la dependencia, la adoración, la satisfacción, la seguridad, pero a veces sentía claustrofobia. Nos habíamos vuelto adictos a la cantidad de amor que la relación nos suministraba. Éramos una pareja.

Muchas de esas imágenes —entre ellas el rostro en primer plano de Brian, el amante violento, de dientes podridos, que mira y amenaza a la cámara sólo una página antes de que aparezca el autorretrato de Nan con paliza— desembocaron en La balada de la dependencia sexual, un slideshow de 45 minut

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