Imagen de John Keats

Julio Cortázar

Fragmento

Declaración jurada

Un libro romántico, aplicado a su impulso y a su tema con fidelidad de girasol. Es decir, un libro de sustancias confusas, nunca aliñadas para contento del señor profesor, nunca catalogadas en minuciosos columbarios alfabéticos. Y de pronto sí, de pronto ordenadísimo, cuando de eso se trata: también al buen romántico le llevaba un método el hacerse la corbata a la moda del día.

Hace años que he renunciado a pensar coherentemente, mi lapicera Waterman piensa mejor por mí. Parece que juntara energías en el bolsillo,

la guardo en el chaleco, encima del corazón, y es posible que a fuerza de escucharlo ir y venir el gran gato redondo cardenal

su propio corazón de tinta, su pulpito elástico, se vaya llenando de deseos y de imaginaciones. Entonces me salta a la mano y el resto es fácil, es exactamente ahora.

De todas maneras mis numerosos prejuicios no la dejan andar libre por la página. Si en verdad se pudiera escribir automáticamente, es probable que los ojos distraídos por la contemplación de un reflejo que resbala en los cristales, renunciaran a vigilar a la obstinada patinadora, nada más violento que su deseo de agotar la pista, salir con una última pirueta dejándola cubierta de signos y dibujos. Pero los ojos, máquina de la conveniencia, resienten profundamente esta gimnasia personal y libre, ellos que sólo ven la danza, que única y solamente ven.

De todas maneras, como me administro bastante bien desde la central del ocio, distribuyo mis funciones con generosidad de patroncito de estancia, y luego de regalarles a los ojos un entero álbum de Matisse, acepto el impulso ciclista que nace en la mano, la dejo enhorquetarse en el palito-que-habla, y allá van mientras los miro y chupo mi jugoso mate donde una diminuta selva perfuma para mí.

Ligeramente narcisista, no es cierto. Como los idiomas que se concitan en todo esto; como la montañesca abrumación de citas: como el lenguaje que me ha dado la gana emplear. Sé que este camino junto a mi poeta disgustará de pronto a unos y a otros, porque mire lo que ocurre: aquí se habla de un pasado con lenguaje de presente,

y esto aterra a los que antes de abrir un Dante se calzan el espejo y componen la cara güelfa que corresponde, aniquilando en su memoria los números telefónicos, la bomba H y la poesía de Pierre-Jean Jouve

mas también se habla aquí en presente, presentísimo, de un pasadísimo pasado,

y esto fastidiará a los que hacen nacer la poesía con el chico de las Ardenas, relegando el resto a eso que pensamos habitualmente bajo el término «crinolina».

De manera que voy a quedar igualmente mal con los cuidatumbas y con los be-bop. Pero también esto es fidelidad a mi poeta, porque él tenía una aptitud pavorosa para quedar mal con todo el mundo en la república literaria. Sólo sus amigos lo comprendieron, y eso ayuda a no dejarse tentar por la fácil y ventajosa afiliación unilateral.

En cuanto al incurrimiento en citas, la cosa es menos justificable como todo lo que nace del deseo. Salpicar es de muy mala educación, ya sea sopa, agua jabonosa o citas. Cuando en 1950 volvía de Europa en el M. S. Anna C., estruendosamente acompañado por varios cientos de inmigrantes italianos y un poco menos de portugueses,

y de mañana a las seis arriba te encienden las luces del camerone velis nolis y como para dormir con la gritería y los interminables cambios de pareceres sobre si llegamos a Río a las nueve o mañana al amanecer

ergo había que levantarse o mejor bajarse porque yo tenía una cucheta alta

obtenida luego de hábiles maniobras ante el capo alloggi, so pretexto de crisis asmáticas,

con lo cual a las seis y cinco estábamos docenas de ragazzi delante de las hileras sing-sing, los lavabos, cada uno la toalla como capa de auriga, una mano apretando el ingenioso truco de la canilla ad usum terza classe (chorrito si apretás, y gracias) y la otra captando las gotas y distribuyéndolas por la cara las orejas el pelo

y a la vez evitando mojar al de al lado (uno a cada) porque está bien echarse encima la propia agua pero una sola gota-del-agua-del-de-al-lado es serio, es abusivo. Lo mismo que las citas. Escribir salpicando citas es pedantería

el tipo quiere lucirse (total, con la biblioteca a mano—)

es desenfado

las buenas cosas las dicen los otros

es centón es pasatismo

Montaigne, los muchos Lorenzo Valla, y atrás agazapada la creencia de que los antiguos tenían siempre razón.

Una lástima (para los otros; personalmente no me preocupa) esta forzosa diferencia que el uso o el destierro de las citas impone catalográficamente a los libros: Está el tratado, donde proliferan a gusto de todos, y está el libro «de creación», donde

graciosísimamente

una sola cita goza del honor del loro: percha para ella sola, que de golpe se llama epígrafe. En la casa grande no hay sitio para ella, salvo una que otra vez, y siempre como haciéndose perdonar. (Hay esos libros que son una sola super-cita de otro libro, pero no seamos perros.)

La cita es narcisista, como la intercalación de frases en una lengua extranjera. Nadie ignora que citamos todo aquello que otro nos ventajeó. Esto en cuanto a lo intelectual. Pero luego están las citas que acuden a la memoria por analogías inaprehensibles, que dejan la flor y se vuelven a su nada; los versos sueltos, que brotan como armónicos de un estado de ánimo, de abrir una ventana, de sentir el deseo de una caricia o un color. Como hace años que he renunciado a pensar, es natural que otro piense por mí, en mi memoria, y me ponga en la mano piedritas de colores, como esos chicos que parsimoniosamente van exhibiendo a otro sus figuritas, primero la tortuga, los lebreles, el pez espada, y luego las especiales y compuestas, la familia en el zoo, los monos sabios, el concierto de las hadas.

Si cito porque me da la gana, es que la gana me da las citas. Cuando el palito-que-habla se pone a hacerlo por otro, respeto esa habitación de un espíritu que me usa para repetirse, para volver de su mastaba. Voracidad del poeta que desborda sus libros, invade los ajenos. La hija de Minos y de Pasifae, ¿en cuántas islas mora?

Entonces es justo respetar también la lengua. Habla tus palabras cuando quieras, Villon; y tú, Andrew Marvell, y tú, D’Annunzio. Lástima no saber ruso, no saber armenio, saber tan mal el alemán y el español.

Digo estas cosas para adelantar que lo que sigue responde a la mayor libertad posible de expresión, ya que todo movimiento expresivo en órdenes poéticos debe ser, literalmente, un catch-as-catch-can. No me fío de la libertad de fin de semana, de esa vuelta a lo humano que sentimos el sábado a la tarde y el domingo. Creo en una libertad compuesta, como puede serlo una obediencia fiel a lo que se ama.

Inútil obediencia solitaria

dice Ricardo E. Molinari, e irse fijando con quién nada menos abro el palomar de las citas.

Inútil, como toda buena obediencia, como Madame B

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos