Furor fulgor

Ana Ojeda

Fragmento

Furor fulgor

Prélogo
O llegado el momento

Llegado el momento en que pésimo era ya una mejora, el rioplatense se defendió independizándose del referente. Dejó de transmitir un afuera, algo más allá de sí mismo, para caerse a pedazos, igual que todo lo demás. El lenguaje inclusivo, que la juventud adoptara por principio y la decrepitud en chiste, fue inicio de una crisis terminal de la lengua en tanto código común a la cuerpa social. Cada una empezó a significar lo que quiso con palabras que alguna vez habían hablado de otras cosas. Estadio último del capitalismo (vale decir, del patriarcado), el deseo personal, su designio caprichoso, atacó como vih novedoso la lengua, socavándola, agujereándola, volviéndola imposible. Cortado lo compartido del sistema, quedó solo lo individual, a la deriva. Proliferaron modos de decir insulares, los famosos “idiolectos” de otras épocas. Desbocada polisemia imperó convertida en hegemón, virus pululante anhelante de cuerpas por ocupar para, muy enseguidamente, descomponerles el hablar.

Las redes colaboraron: en bandeja de plata el ad mulierem, con demencia hiperbolaron diálogos de sordas, creando zombis funcionales conectadas a un gran vómito de posverdad ingobernable. El contrato social mordió la banquina, inestable la comprensión y parcial, insegura. Duda conquistó todo: veni, vidi, vici. El mundo se volvió extranjero en brazos de lengua psicótica.

En un intento por frenar tamaño daño o desorden de lo estatuido consabido, en Buenos Aires el patriarcado (o Gobierno o Estado) consideró genialidad la avivada de entregar la lengua a las revolucionadas, siendo a su entender las feministas mal llevadas enemigas number one, responsables de tanto y todo mal. Reavivadas las brasas del debate perimido sobre lenguaje inclusivo, en línea con la doctrina del shock que venía manejando con éxito y aceptación por parte de la gente bien, el Gobierno Argentino de Tipo Ornamental (o GATO) estableció por decreto en un rato la necesidad y urgencia de un único uso genérico para referir lingüísticamente la multivariedad de lo real que, por reparación histórica, fue el femenino. A partir de entonces, frente a grupo mixto, de “los chicos” o “les chiques” se pasó sin atenuantes o tutías a “las chicas”. Defectuosa comprensión del hecho lingüístico se encontraba en la base de esta delirante estrategia, que buscó entregar la lengua para retener la realidad. Formidable la ofensiva intentó ordenar conciencias y estómagos, aplacar conflicto social azuzado por —según entendía el GATO— las femininjas (entre otros grupos de piqueteras).

Desde ya queda dicho que la actitud no gustó en Real Academia. Y menos de todas a su vocera Artura Páraz-Ravarta, escritora multipremiada, por todo el orbe adorada, que amenazó portazo si esta “demencia” —como la llamó— continuaba. Se autoconsideró “la única, vieja leona” con estatura para detener el irremediable acontecer de este derrumbe, de lengua y costumbres. En urgida conference call, voceras del Partido del Cambio le pidieron que se quedara trancu: todo cambia para que siga igual. Es decir, que estaban en el mismo bote, aunque no se note. Pero que tratara de no divulgarlo.

El DNU 174/2018 —bautizado de entre casa “El idioma de las argentinas”— reavivó las grietas abiertas en América Latina y, en especial, las de levantiscas porteñas que a partir de entonces se lanzaron a fervorosa cruzada para apoyar o rechazar, poniendo cuerpas en las calles. Y agregó otra novedosa, entre oralidad y escritura. Porque, aun quienes lograban consignar en papel o pantallas plurales y genéricos en femenino, muchas veces no alcanzaban (¡maldita costumbre!) a activar modificación reglamentada de viva voz. Rebalsado el vaso con gota foniatra, hubo un sector que, contrario a las políticas de educación sexual integral y partidario del aborto clandestino, se organizó para salir a manifestar descontento rechazo total de lo que tildaron de “demagogia demencial”. Bancadas por empresarias de la rama textil, llenaron paredes con carteles. Que decían: que nadie ose roce cerebral que tienda a igualdad de género o autodeterminación corporal. A capa y espada defendían la inmutabilidad de la lengua junto con la del statu quo. Siguieron usando el masculino universal, a pesar de incurrir en ilegalidad, a resueltas de lo cual muchas veces terminaron en la cárcel, junto a las manteras senegalesas. Otras, más a tono con los tiempos, se rebelaron contra la imposición berreta de un feminismo formal que barría las inequidades de siempre bajo la alfombra. Continuaron oralizando con “e” y así siguieron escribiendo, a pesar de incurrir en ilegalidad, a resueltas de lo cual muchas veces terminaron en la cárcel, junto a las manteras senegalesas y a las fuerzas vivas pro aborto clandestino.

En resumen: a consecuencia del DNU 174/2018, el movimiento femininja se quebró en multiplicidad de astillas filosas (muchas sindicaron ahí el objetivo primordial de la medida, de acuerdo al milenario maquiavélico divide et impera). Un sector hubo que consideró el DNU un avance: comenzó a hablar y redactar en femenino universal de forma orgánica; otro lo consideró una aberración totalitaria más en la larga lista de escandalosas vulneraciones patriarcales. Dentro de esta última facción, estaban las troskas que dieron voz a su protesta retomando el masculino y subsumiendo en él todos los géneros, las progres que mantuvieron vivo el uso del inclusivo en atención a les no binaries, las que se desorientaron y usaron todo al mismo tiempo en una ensalada lingüística de difícil ilación y más ardua decodificación. Las hubo también que callaron.

Mientras todo esto sucedía, los onvres explicaban cosas: inviabilidad de las imposiciones lingüísticas por decreto, usos correctos del castellano, aspectos (la mayoría de las veces mal entendidos) de gramática generativa. Acuñaron el hashtag #Novaadurar, alternativa al #Sevaacaer feminista, consolidaron alianzas con las pro aborto clandestino (cuyo hashtag era #Conmishijosnotemetés) y juntas intentaron volver hacia atrás el reloj de la Historia.

La polirrúbrica aplicación del decreto quedó en manos de la Comisión Asesora Permanente (CAP), bajo cuya órbita pasó a funcionar el Instituto del Libro. Primer gran desafío fue lógicamente entender qué hacer con las obras ya escritas y circulantes en masculino universal aberrante. Las opiniones fueron muchas, lo mismo que las ideas, cuestión que al cabo de larga discusión las oficiales de cuenta del GATO llegaron a la solución en un rato: abrirían llamado a Mecenazgo para que las editoriales presentaran proyectos de reescritura (adaptación) de obras y autoras de gran renombre o importancia, para que Gancia y otras empresas de ese estilo, en vilo preocupadísimas por la cultura y su destino, bancaran los costes. El resto de los libros debía portar desde la fecha del decreto adhesivo en tapa a modo de parapeto que alertara a las lectoras sobre texto y contexto de producción, sus valores perimidos, su reflejo de un tiempo al fin ido.

Si la CAP perseguía a docentes y rebeldes sucursales escolares

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