El affair Skeffington

María Moreno

Fragmento

El affair Skeffington

EL PRÓLOGO

Avergüenza empezar —¡una vez más!— con el hallazgo de un manuscrito, no de John Shade, Emily L. o Gabrielle Sarrera sino de una total desconocida: Dolly Skeffington. Una vez más también se trata de inventar una precursora en cuya obra —por demás problemática de definir— podamos leer, como dicta la convención, lo que queremos leer.

El manuscrito le fue entregado a John Glassco, cronista de los expatriados norteamericanos en París durante los años locos: consta de 36 poemas organizados en tres secciones —Exposición, Gwendolyn Massachusetts y El honor de las damas—, y de una suerte de diario filosófico en forma de notas encabezadas por una sola palabra para indicar el tema, como si se tratara de un juego mnemotécnico.

Habiendo conocido bastante en la intimidad a Dolly Skeffington, el mismo Glassco desestima que la entrega, hecha en calidad de “recuerdo por los años vividos en común y regalo personal”, fuera una demanda de publicación, y el contenido del manuscrito es el mejor defensor de esta tesis.

Como Max Brod desobedeció a Kafka, John Glassco desobedeció a Skeffington pero realizando, quizá para aliviar su conciencia, una ajustada transacción entre el pedido y su propio deseo de incumplimiento: no hizo publicar el texto de Skeffington —lo que la hubiera convertido, más allá del éxito o fracaso de la empresa, en una autora, condición que algunas de las notas parecen repudiar o, por lo menos, poner en conflicto—, ni la incluyó en sus Memorias de Montparnasse. Para una edición limitada realizó los retratos biográficos de la baronesa Elsa von Freytag, Dan Mahoney y Dolly Skeffington en calidad de curiosidades de época, de personajes familiares a los famosos de la rive gauche pero que no dejaron más que una obra fragmentaria, totalmente inédita en el caso de Skeffington y mínima en el caso de Mahoney. El librito, titulado dañinamente Los que no fueron, no figura en los catálogos pero puede encontrase un ejemplar traducido al castellano en la biblioteca feminista de Madrid, situada en la calle Barquillo 17.

El ejemplar contiene, amén de las biografías, los poemas de la baronesa —que fueron extraídos de la Little Review— y de Skeffington, las notas de ésta y el ensayo Perfumes, de Mahoney, que antes había aparecido en The Ignatian (vol. 6, nº 3).

Los papeles recibidos por Glassco eran, según él, hojas arrancadas de cuadernos —siempre de la misma marca: Continuum— marmolados en los cantos con distintos colores. De acuerdo al peculiar sentido que Skeffington daba a la palabra corrección, algunos poemas están señalados con un mismo asterisco que, según explica una de las notas, indica el principio y el final de una idea a través del “autoanálisis”. Sin embargo, si bien se puede reconocer una cierta similitud temática, los textos parecen básicamente diferentes y no, como pretende la Skeffington, la primera y la última entre versiones sucesivas: si no pruébese leer La repetición como una corrección de Cenizas, y Bloody Mary como otra de La Fuerza (los poemas-nexo faltan, al menos en el ejemplar editado). La sinceridad de Skeffington acerca de la existencia y alcance de este procedimiento personal puede ser puesta en duda o por el contrario verificada al interpretar las citas de las notas entregadas a Glassco y que aparecen en este prólogo.

Quizá se trate simplemente de un ritual para no poner fin al acto de escribir y es cierto que si un texto es trabajado durante un cierto tiempo por el método de Skeffington concluirá —porque a pesar de todo el manuscrito publicado por Glassco prueba que alguna vez concluyó— en otro cuya conexión con el primero será inabordable a toda pesquisa.

El único documento sobre la vida de la autora es lo que su biógrafo pudo atestiguar en Greenwich Village, y luego en París, donde los dos eran amigos.

Las notas no son fuentes seguras y, si bien es probable que al leer la última página del libro sólo queden dudas, al menos se pueden rechazar algunos datos debido a la incongruencia de las fechas, la obsesión de Skeffington por desestimar el carácter autobiográfico de toda obra —aun la no destinada al público— y sus extravagantes interpretaciones de la teoría de Freud.

Olivia Streethorse (Dolly Skeffington) llegó a París en 1922, en compañía de su padre, Christopher Streethorse, quien instaló un periódico en la próspera rive droite donde vivían el ochenta por ciento de los expatriados, más precisamente los ricos.

Así como Pauline Tarn utilizó el seudónimo de Renée Vivien para festejar su decisión de permanecer soltera, “(née una y otra vez renée)”1, y Judy Gerowitz se despojó de todos los nombres que le fueron impuestos por la dominación patriarcal eligiendo libremente su nombre “Judy Chicago”2, Olivia Streethorse necesitó de “un autobautismo privado para la asunción de un nuevo yo”3, reemplazando “Olivia” por “Dolly” en honor a una querida niñera que la acompañó a París pero que permaneció del otro lado del Sena, en la casa familiar, y “Streethorse” por “Skeffington” in memoriam del luchador irlandés difundido por Joyce. Con esa única arma entró en la rive gauche.

París-Lesbos

Si hacemos de la vida de Safo una interpretación menos mítica, podemos dar a París-Lesbos un significado más complejo que el de un conjunto de mujeres homosexuales e incluir en él a otras, tanto heterosexuales como con diversos pactos de colaboración, vínculo erótico y estético con los varones: después de todo, muchas versiones dan por sentado que Safo estaba casada —su marido Cercolas era muy rico— y se suicidó por el abandono de un joven marino, Faón. De este modo quedan dentro de París-Lesbos, Jean Rhys4, desdichada dominicana con un marido en prisión; Nancy Cunard5, quien fue fotografiada por Cecil Beaton disfrazada de árbol; Colette, artista de mimo-drama; Caresse Crosby6 (Caresse fue un bautismo privado de su marido) y tantas otras mujeres de letras —escritoras, editoras, saloneras— capaces de diferenciar lo que va de la vida oficial a la clandestina.

Si el principio de siglo descubre a la mujer artificial y el gusto por el “menorazgo”, empieza a ennegrecerse la lencería y triunfan, contra el bruto matrimonial, el voyeur y el ladrón de trenzas, París lo sabrá primero.

Será cuestión de burlar al padre, ocupando su lugar, ahora de pervertido.

Eran los tiempos de monsieur Willy agregando escenas picantes a las memorias escolares de Colette, quien luego bailaría desnuda en el Music Hall con un collar de perro donde podía leerse “Pertenezco a Missy” (Mathilde de Morny, ex condesa de Belbeuf). Semiramis y sus doncellas, Les Amies de Courbet pintadas en un tierno abrazo, las amantes exhibidas entre los almohadones de la garçonnière ofrecida p

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