Aldao

María Teresa Andruetto

Fragmento

Aldao

EL HOTEL

“Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido modelando, adornando y puliendo con el paso del tiempo, hasta el punto de que no siempre sé con certeza qué ocurrió en realidad”.

MARK BERLÍN

Vivíamos en una de las piezas de arriba. Habíamos dejado la casa que compartíamos con otros y llegado al hotel de Juan sin conciencia cabal de lo que nos sucedía, y menos aún de lo que iba a sucedernos, con la ilusión de ahorrar algunos pesos en el alquiler, esperar a que las cosas se aplacaran un poco, vivir apretados por un tiempo hasta conseguir un terreno, uno de esos sitios sin papeles, en algún asentamiento al otro lado del río. Estábamos tabicados, missing como decíamos por aquel tiempo, y entonces era también por eso que habíamos llegado hasta ahí; pero a poco de mudarnos quedé embarazada y las cosas se complicaron.

En la pieza que estaba al frente, en condiciones —para decirlo fácil— un poco mejores que la nuestra, vivía un hombre con tres gatos; el hombre trabajaba en el mercado, era estibador. No sé cómo le iría para acarrear las bolsas, porque estaba bastante flaco, pero sé que ése era su trabajo. El hombre tenía a los gatos y los gatos orinaban en la pieza, así que muy temprano, como a las cuatro o las cinco, antes de ir al trabajo, se ponía a baldear la pieza con agua con creolina.

El hombre de los gatos echaba cada mañana, en cantidad, ese líquido oleoso, oscuro, que volcaba de una lata marca Manchester roja y negra, bastante en uso por aquellos años. A veces el agua con creolina, brillante como una mancha de petróleo en el océano, llegaba hasta nuestra pieza y se escurría debajo de la puerta y yo tenía que andar con los trapos, secando pronto para no resbalar; de cualquier modo, él era muy correcto, siempre me pedía disculpas. Ahora mismo no sé por qué razón aquel hombre no pondría una caja con arena para que orinaran tranquilos sus gatos; trabajaba todo el día, se iba muy temprano y llegaba a media tarde, abría la puerta y las ventanas, la del otro lado, la que daba a la calle, y la ventana minúscula que daba casi sobre nuestras narices, todo para que se fuera un poco ese olor penetrante, que salía desde su habitación hacia la nuestra y la cocina, y después se ponía a tomar mate, a merendar en la terraza llena de trastos, entre las sábanas que lavaba Antonio.

A veces en aquellas tardes también estaba el hijo, llegaba a visitarlo y discutían, siempre discutían; por dinero, por los gatos más de todo, y a veces también por otras cosas. El hijo le reprochaba lo que el hombre le había hecho a su madre en otro tiempo y cuando yo pasaba por ahí o lavaba, con mi panza ya de varios meses, nuestra ropa en el piletón, si el hombre de los gatos me veía, decía en voz alta, como para nadie, ay los hijos, padece el que tiene hijos, siempre reprochan, por todo, pero la vida les va a enseñar, ¡ya les va a enseñar!

En otra de las piezas de la terraza vivía un hombre joven que trabajaba de mozo en un bar cercano. Se llamaba Omar Torres, lo recuerdo porque yo conocía de antes a otro Torres que también se llamaba Omar; a veces me traía un huevo duro y una papa hervida en un plato de loza blanca, Para el bebé, me decía. El bebé no había nacido todavía, estaba nomás en mi panza y yo no sabía que sería una nena, porque en ese tiempo esas cosas no se sabían de antemano, pero también porque, como estábamos así, en esas condiciones, no me controlaba ningún médico. Lo cierto es que Torres tenía la delicadeza de traerme alguna comida desde el bar, pensando tal vez que yo no estaba bien alimentada como para llevar adelante un embarazo. Compartía la pieza con otro y peleaban todo el tiempo, hasta que Juan vació un cobertizo lleno de tachos y latas vacías, cubrió la pared que faltaba con un cerramiento de plástico y se lo dio al que vivía con él para que estuvieran cada uno por su lado, sin hacer lío.

El que vivía con él se llamaba Zack, no recuerdo el nombre, pero ése era el apellido y se notaba que alguna vez había tenido otra vida. Un negocio propio había tenido, una ferretería grande cerca del Mercado, pero el juego y las mujeres lo habían liquidado. Después, con el derrumbamiento, también había llegado el alcohol, eso me contaba a veces por las tardes, cuando estaba fresco; había llegado y lo había destruido más que toda otra cosa. Por el alcohol o quizás por todo eso junto lo había dejado la mujer, había perdido a los amigos y los hijos —cuatro, todos varones— prácticamente no le hablaban, salvo uno de ellos, que le acercaba cada tanto algún dinero y le llevaba la ropa sucia para devolvérsela limpia en la visita siguiente.

El señor Zack tenía una novia, borracha como él, que se vestía de color morado porque, según me dijo, ése era su color de la suerte; llevaba siempre un turbante de streech en la cabeza y se reía con la boca muy abierta, desdentada. La mujer tiraba las cartas y leía las líneas de la mano, me las leyó en una ocasión y, creer o reventar, acertó en varias cosas del pasado y pronosticó otras tantas del futuro, un futuro que por entonces ni ella ni yo hubiéramos podido imaginar. Se llamaba Dora y en tiempos mejores había tenido, según me dijo alguna vez, un consultorio de tarot y quiromancia en el edificio del Molino, con chapa en la puerta y todo. Se jactaba de haber egresado de una escuela de videncias y magia blanca de Dubresnik, en la primera camada de estudiantes, con la matrícula número 18. Yo no le creía un pepino, sin embargo un día me dijo que había tenido una videncia, yo iba a tener una nena, una sola; aunque lo intentara, no iba a tener más hijos. Una nena, varones no, no se me daban, tampoco grandes amores, por más que buscara o quisiera, no aparecían en las cartas; y, aunque desde que se dejaron con el señor Zack no volví a verla, me hubiera gustado encontrármela alguna vez para decirle que así fue.

Dora visitaba al señor Zack por lo menos tres veces en la semana. Se escuchaban las carcajadas y las peleas en medio de la noche, bajo el cobertizo o, si se trataba de noches de verano, directamente en la terraza, cerca de las piletas de lavar y de la ventana de nuestra pieza, risas que terminaban en batallas campales cuando se emborrachaban, es decir casi todas las noches.

El señor Zack vivía, como dije, de unos pesos que le pasaba uno de los hijos, el único con el que no se había distanciado del todo. Era bajo, de contextura pequeña; tenía una miopía muy pronunciada y en las borracheras andaba siempre perdiendo los anteojos, sin los cuales tenía que llevar una vida de topo hasta que Juan los encontraba en alguna parte o, si habían desaparecido indefectiblemente, el hijo terminaba trayéndole un par nuevo. En algunas ocasiones, cuando estaba fresco y sin resaca, generalmente los martes y los miércoles, porque los jueves empezaba otra vez a tomar, ayudaba por algunas monedas en una librería y papelería que quedaba justo frente al Hotel o cuidaba por un rato el quiosco de diarios y revistas de nuestro amigo, que estaba a pocos metros. El resto de los d

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