Los deseos de Laura

Corina Mangino

Fragmento

Los deseos de Laura

Capítulo 2
Leandro

Desistí varios meses de ir a la peluquería, estaba desilusionada, así que dejé crecer mis canas. Cuando ya no pude más y me hallé muy desprolija, junté fuerzas y le escribí a Leandro.

“Hola, soy Laura, clienta de Gaby. Él me derivó con vos. Me gustaría reservar un turno”.

“Hola, ¿qué tal? Decime qué horario te viene bien y de paso te cuento que con mis socios nos separamos. Así que ahora estoy en otra pelu a unas cuadras de la que vos conocés, con otros dos de los chicos”.

No lo podía creer, no solo Gaby se había ido, sino que ese lugar que supo conquistarme con su encanto había cerrado sus puertas. Reservé turno para el miércoles a las dos de la tarde, horario en que los chicos van al colegio y puedo permitirme esos ratos en soledad. El nuevo local tenía una puerta de vidrio que daba a la calle con una forma muy bonita, como de casita de ensueños. Toqué timbre y me abrió el Zurdo; según me había contado Gaby, le decían así porque hacía maravillas con su mano izquierda, yo solo lo conocía de vista. Me atendió muy cordial, me ofreció un café y me presentó a Leandro, quien me saludó con una inmensa sonrisa blanca; estaba por terminar con un cliente, así que me dijo:

—Hola, hermosa, en unos minutos estoy con vos.

Entonces tuve el tiempo suficiente para observarlo. Era muy alto y flaco y cuando cortaba el pelo se le marcaban los músculos de los brazos. Nariz aguileña, cara angulosa, boca grande y carnosa, con sus dientes perfectos y blancos, ojos color miel. Estaba rapado y adelante se había dejado un pequeño jopo, ¿de qué color habría tenido el pelo de joven? Porque la tarde en que nos conocimos solo observé sus canas. Y eso le daba una cuota de madurez muy interesante. Tenía manos grandes y un porte canchero y seductor. Era mucho más lindo; bueno, a decir verdad, Gaby no me había parecido bonito. En cambio Leandro sí. Era risueño, hablaba fuerte, hacía caras mientras cortaba el pelo. ¡Qué raro era tener un peluquero que está bueno! “Ojalá que también trabaje bien”, pensé. Terminó de cortarle el pelo a su cliente y lo despidió como si fuesen amigos. Me paré para ver unas cremas que estaban sobre una vitrina. Pasó por detrás de mí, rozó con su mano mi cintura y me dijo:

—Las vende Malena, la manicura, por si estás interesada. ¿Te molesta si me fumo un cigarrillo y arrancamos, o estás muy apurada?

No sé por qué, pero me intimidó, quizás fue su cercanía, su mano en mi cintura o sus palabras resonando en mi oído como si me estuviese diciendo un secreto. Había algo en él que me incomodaba y ponía nerviosa.

—Está bien, no hay problema.

Salió a la calle con el Zurdo y, apoyados en una moto, que más tarde me enteré era suya, se fumaron un cigarrillo. Mientras lo miraba de reojo pensé que parecía un modelo de esos de las publicidades de tabaco de cuando yo era chica. Él fumaba, charlaba con el Zurdo y me miraba sin disimulo. Luego entraron y Leandro, acercándose hacia mí, dijo:

—Su turno, señorita. ¿Qué hacemos?

Sentí sus manos desordenando mi cabello, como hacía mucho nadie se atrevía a hacerlo. ¡Un placer infinito! Me hubiera gustado cerrar los ojos y dejarme llevar. Pero su voz me interrumpió.

—Creo que un buen corte y color te hacen mucha falta, ¿qué opinás vos?

—Sí. Pero estoy un poco perdida, ¿se te ocurre algo?

Nos pusimos de acuerdo y comenzó a trabajar. Me hizo un castaño claro, me cortó un poco las puntas, lo que permitió que mi pelo cayera suave por encima de los hombros y brillara como nunca. Me cortó un pequeño flequillo que corría hacia el costado. Me sentía otra mujer al salir.

—¡Gracias, me encanta! —le dije sorprendida—. Voy a volver.

Llegué a casa. Solo uno de mis hijos se dio cuenta del cambio, el del medio, Martín, es el más detallista.

—¿Te hiciste algo en el pelo, mamá?

—Sí, ¿te gusta?

—¡Te queda re lindo!

Y siguió jugando con sus legos a las batallas, que tanto le divertían. Alejo, el más grande, Lucas, el más pequeño, y Santiago, mi esposo, no se dieron cuenta del cambio. Alejo estaba en su cuarto, escuchando música con los auriculares. Luqui dibujaba muy concentrado. Y Santiago estaba abstraído respondiendo mails del trabajo. Si bien ya era tarde, los dejaba preparados y al día siguiente los enviaba a primera hora. Casi ni me miró.

Eso sí, preguntó qué íbamos a cenar. Por momentos tenía la sensación de que yo era algo más de la casa; por supuesto, algo que no podía faltar ni fallar, ya que hago que todo funcione. Los días transcurrieron y mi pelo seguía divino. No como el día que salgo de la pelu, ese nunca se iguala. Pero se mantuvo muy bien hasta que pasó un mes y necesité volver. Así fue como le escribí a Leandro y reservé mi turno. Me hubiera gustado ir por la mañana, de esa forma aprovechaba más la jornada. Pero ahí fue cuando me enteré de que Leandro comenzaba a trabajar al mediodía. Ya que él era su propio dueño, había acomodado las cosas a su gusto y costumbre. Nosotras, las clientas, nos adaptábamos a él. Esta vez fui más relajada y contenta. Me producía un gran placer ir a la peluquería, ese rato para mí era muy desestresante, siempre y cuando no me llamaran de la escuela de los chicos. Mientras me cortaba el pelo, charlamos sobre nuestras vidas. Supe que estaba divorciado y tenía dos hijos pequeños que vivían con su madre en Olavarría, por lo cual los veía poco. En pareja desde entonces con la que había sido su amante, pero no convivían, solo dormían juntos cuando tenían ganas. Le conté de mi familia y trabajo. Comencé a ir una vez al mes y siempre me atendía con Leandro. En una oportunidad pasaron dos meses, no porque no necesitara ir, sino porque se me fue complicando. Estaba con mucho trabajo preparando las clases, y con mi compañía armando un nuevo espectáculo que íbamos a estrenar en el Centro Cultural San Martín, y ensayábamos cuatro veces por semana tres horas por día. Entre tantas actividades y mis hijos era imposible hacerme tiempo para ir a la peluquería. Antes de estrenar tenía que ir, quería verme linda para ese día. Entonces elegí un sábado que Santiago decidió llevarse a los chicos a la cancha. Reservé mi turno y me dirigí hacia allí. Al llegar, cuando Leandro me vio, me dio un abrazo interminable, profundo, mi cabeza quedó apoyada en su pecho, sentí su perfume y la suavidad de sus manos acariciando mi espalda. Cerré los ojos y me dejé llevar, cuando los abrí alejé su cuerpo del mío y lo miré; sonrió de una manera dulce, me saqué el abrigo, apoyé la cartera y entonces lo volví a mirar con un dejo de timidez y picardía. Así nos habremos quedado unos segundos hasta que él dijo:

—¡Qué lindo verte, preciosa! ¿Qué hacemos?

Por mi cabeza se cruzaron un millón de posibilidades, pero las dejé pasar y traté de concentrarme en mi pelo. Estaba confundida, ¿que había sido ese abrazo? ¿Por qué? Mientras él trabajaba en mi

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos