La sombra de la serpiente (Las crónicas de los Kane 3)

Rick Riordan

Fragmento

O2. Le canto las cuarenta al caos

S A D

I

E s sorprendería si os digo que las cosas fueron de mal en peor a partir de entonces?

Ya pensaba que no.

Nuestras primeras bajas fueron los pingüinos de Felix. Las crioesfinges arrojaron llamaradas a las desafortunadas aves, que se fundieron hasta dejar solo unos charcos de agua.

—¡No! —exclamó Felix.

La sala retumbó, esta vez con mucha más intensidad.

Keops dio un chillido y saltó sobre la cabeza de Carter, con lo que lo derribó. En otras circunstancias habría sido gracioso, pero comprendí que Keops acababa de salvarle la vida a mi hermano.

Donde Carter había estado un segundo antes, el suelo se hizo pedazos. Las baldosas de mármol se desmenuzaron como si las hubiera destrozado un martillo neumático invisible. La grieta serpenteó por toda la sala, destruyendo todo lo que encontraba en su camino y tragándose artefactos que quedaron destrozados. Sí, «serpenteó» es la palabra adecuada. La destrucción reptaba exactamente igual que una serpiente, deslizándose en dirección a la pared del fondo y al Libro de derrotar a Apofi s.

—¡El rollo! —grité.

Por lo visto, no me oyó nadie. Carter seguía en el suelo, intentando quitarse a Keops de la cabeza. Felix estaba de rodillas, mirando aturdido los charcos que habían sido sus pingüinos, mientras que Walt y Alyssa intentaban apartarlo a rastras de las crioesfinges flamígeras.

Yo saqué mi varita del cinturón y pronuncié a viva voz la primera palabra de poder que se me ocurrió:

Drowah!

Unos jeroglíficos dorados, que componían la orden «limitar», refulgieron en el aire. Con un destello, apareció una muralla de luz entre la vitrina y la línea de destrucción.

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A veces utilizaba ese hechizo para separar una riña entre aprendices o para proteger el estante de los aperitivos de incursiones zamponas nocturnas, pero jamás lo había probado en un momento tan crucial.

Cuando el martillo neumático invisible llegó a mi escudo, el hechizo empezó a desmoronarse. La perturbación escaló el muro de luz, destrozándolo a su paso. Intenté concentrarme, pero una fuerza mucho más poderosa, el propio caos, trabajaba en mi contra, invadiéndome la mente y dispersando mi magia.

Presa del pánico, comprendí que no podía liberarme. Estaba atrapada en un combate que no podía ganar. Apofis estaba haciendo trizas mis pensamientos con la misma facilidad con la que había destruido el suelo.

Walt me hizo soltar la varita con un manotazo.

La oscuridad me inundó. Me derrumbé en los brazos de Walt. Cuando se me aclaró la vista, tenía las manos quemadas y humeantes. Estaba demasiado conmocionada para sentir el dolor. El Libro de derrotar a Apofi s ya no estaba. No quedaba nada excepto un montón de escombros y un agujero enorme en la pared, como si la hubiese atravesado un tanque.

La desesperación estuvo a punto de obstruirme la garganta, pero enseguida me rodearon mis amigos. Walt me sostuvo en pie. Carter desenfundó su espada. Keops enseñó los colmillos y rugió a las crioesfinges. Alyssa abrazó a Felix y le dejó sollozar contra su manga. Cuando cayeron sus pingüinos, había perdido toda la valentía.

—Y ahora, ¿qué? —grité a las crioesfinges—. ¿Quemas el papiro y sales por piernas, como siempre? ¿Tanto miedo te da aparecer en persona?

Una nueva risotada inundó la sala. Las crioesfinges se quedaron inmóviles junto a la entrada, pero en las vitrinas empezaron a temblar todas las figuritas y las joyas. Con un crujido que hacía daño al oído, la estatua de la babuina dorada con la que había intentado ligar Keops giró la cabeza de repente.

—Pero si estoy en todas partes —dijo la Serpiente por medio de la boca de la estatua—. Puedo destruir todo lo que aprecias… y a todo el que aprecias.

Keops bramó, indignado. Se arrojó contra la babuina y la tiró de la balanza. La estatua se derritió en un neblinoso charco de oro.

Una nueva estatua cobró vida, un faraón de madera bañada en oro que empuñaba una lanza de cazador. Su boca tallada se curvó en una sonrisa torcida.

—Tu magia es débil, Sadie Kane. ¡Qué vieja y podrida se ha vuelto la civilización humana! Me tragaré al dios solar y sumiré vuestro mundo en la oscuridad. El mar del caos os consumirá a todos.

Como si no pudiera soportar toda la energía que contenía, la estatua del faraón estalló. Su pedestal quedó desintegrado, y una nueva línea de magia malvada de martillo neumático serpenteó por la sala, levantando las baldosas del suelo. Se dirigía a la pared oriental, donde había un expositor con un armarito dorado.

Sálvalo, dijo una voz de mi interior; tal vez mi subconsciente o tal vez la voz de Isis, mi diosa patrona. Habíamos compartido nuestros pensamientos tantas veces que me costaba distinguirlos.

Recordé lo que me había dicho la cara de la pared: «Quédate con la caja dorada. Os dará una pista de lo que os hace falta».

—¡La caja! —aullé—. ¡Detenedlo!

Mis amigos me miraron sin entender. Una explosión procedente de algún punto del exterior sacudió el edificio. Llovieron trozos de yeso del techo.

—¿Estos niños son lo mejor que has podido reunir contra mí? —dijo Apofis desde un shabti de marfil de la vitrina más cercana, un marinero en miniatura en su barco de juguete—. Walt Stone, tú eres el más afortunado. Aunque sobrevivas esta noche, tu enfermedad te matará antes de mi gran victoria. No tendrás que contemplar cómo destruyo tu mundo.

Walt se tambaleó. De pronto, era yo quien le sostenía a él. Me dolían tanto las manos quemadas que tuve que reprimir una náusea.

La línea de destrucción seguía recorriendo el suelo, todavía en la dirección del armarito dorado. Alyssa extendió su báculo y gruñó una orden.

Por un momento, el suelo se estabilizó, transformado en una lámina continua de piedra gris. Entonces aparecieron más grietas y la fuerza del caos quebró la lámina en su avance.

—Valiente Alyssa —dijo la Serpiente—, la tierra que tanto amas se disolverá en el caos. ¡No te quedará un solo lugar que hollar!

El báculo de Alyssa estalló en llamas. Ella chilló y lo arrojó a un lado.

—¡Basta! —gritó Felix. Hizo añicos la vitrina con su báculo y destruyó el marinero en miniatura junto con otra docena de shabtis.

La voz de Apofis se limitó a trasladarse a un amuleto de jade con el símbolo de Isis que llevaba al cuello un maniquí cercano.

—Ah, pequeño Felix, qué divertido me resultas. Tal vez me sirvas de mascota, como esos ridículos pájaros que tanto te gustan. Me pregunto cuánto aguantarás hasta perder toda tu cordura.

Felix lanzó su varita y derribó el maniquí.

La estela de suelo despedazado que dejaba el caos ya estaba a medio camino del expositor.

—¡Va a por esa caja! —logré decir—. ¡Salvad la caja!

Vale, admitido, no era precisamente un grito de batalla inspirador, pero Carter pareció entenderme. Saltó frente al caos que avanzaba y clavó su espada en el suelo. El filo cortó la baldosa de mármol como si fuese helado. A sus dos lados se expandió una línea de magia azul, la versión de campo de fuerza que invocaba Carter.

La grieta de destrucción dio contra la barrera y se detuvo. —Pobre Carter Kane. —Ahora la voz de la serpiente nos rodeab

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