Hanka 753

Alejandro Parisi

Fragmento

La invitación

El sol entra tibio a través de las hendijas de la persiana, y resplandece en los portarretratos de metal que contienen las imágenes de un pasado construido con retazos. Desde muy pequeña, Hanka tuvo que aceptar que su historia tendría que ir enhebrándose con recuerdos que ella debía conservar, callada, a la sombra de esa destrucción que signó su vida.

Pero ahora Hanka no está mirando las fotos. Las sabe de memoria, y no necesita pararse frente a esos marcos plateados, ahora dorados por el sol de la mañana, para reconocer los rasgos de todos aquellos que la cuidaron, la protegieron y le permitieron sobrevivir a tanta locura y tanta ausencia. Hoy Hanka está en uno de los cuartos con la vista puesta en el diario, como cada mañana, tratando de leer las noticias del día para aprehender ese mundo incomprensible en el que le tocó vivir. Pero no puede concentrarse en lo que lee. Aunque lo intenta, no logra abstraerse de lo que va a venir. ¿Qué querrán esos hombres?

Entonces suena el timbre.

De lejos puede escuchar la voz de sus hijos, que dejaron su trabajo en la fábrica para asistir a esa reunión. Desde que murió León la tratan como si ella fuera una niña. La niña que no pudo ser. Escucha sus pasos y gira la cabeza en el momento exacto en que esos dos hombres que son sus hijos entran al cuarto. Con esfuerzo, se incorpora y se frota la espalda. El estruendo de aquella bomba se apagó hace más de setenta años, pero el dolor de la esquirla sigue molestándola, prueba concreta de un pasado que duele cada vez que hace frío.

Se deja abrazar por ambos. Los nota nerviosos, como a la defensiva. Parecen mucho más preocupados que ella ante la visita de esos dos hombres que ¿todavía no llegaron? ¿qué van a pedirte, mamá? Y ella los tranquiliza invitándolos a sentarse.

Cuando la empleada entra cargando una bandeja con tazas de café y el budín que la propia Hanka preparó el día anterior, vuelve a sonar el timbre. Son ellos. Los tres se miran. Alejandro se ofrece para ir a recibirlos a la puerta del edificio, al borde de la avenida Corrientes.

Adrián intenta desalentar cualquier exposición al dolor. Pero ella cambia de tema: le pregunta por el trabajo, por su mujer.

Al fin la puerta del cuarto se abre y entra Alejandro con dos hombres vestidos de traje que le dedican saludos y la miran con respeto, casi con devoción. Los invita a sentarse, y dice:

—Mis hijos insistieron en acompañarme, así que pueden hablar delante de ellos.

Le cuentan que son autoridades de la ORT, una institución educativa y social judía, y que como cada año están organizando un viaje con los alumnos de los últimos cursos de secundario para recorrer Polonia.

Al oír esa palabra Hanka baja la vista. Polonia. Su cuna, su cadalso. Por más que haya viajado varias veces a Europa, con León nunca aceptaron regresar a aquel sitio. Si hasta dejaron de hablar el idioma por la tristeza enfurecida que sentían hacia ese pueblo en el que ambos habían nacido pero que tanto los había perseguido y maltratado. Polonia. Y sin embargo, ¿qué culpa tiene la tierra por los horrores cometidos por los hombres?

Le explican que la Marcha por la Vida consiste en una caminata por los escenarios del horror, particularmente entre Auschwitz 1 y Birkenau. El objetivo, le dicen, es que los jóvenes conozcan el pasado y sepan lo que vivieron los judíos en los campos nazis. Siempre es mejor oír las historias por quienes las vivieron, le dicen.

—Y como usted es una sobreviviente de Auschwitz nos gustaría invitarla para que viaje con nosotros y les cuente a los alumnos qué pasó en ese lugar —dicen, y guardan silencio.

Cuando el hombre termina de hablar, Hanka puede sentir la inquietud de sus hijos, que se cruzan de piernas, mueven tazas y platos, miran celulares. Sólo les falta protestar. Ella, en cambio, está más confundida que asustada y sólo piensa en un largo número del que sólo recuerda las tres últimas cifras: 753. Entonces guarda un profundo y largo silencio.

—Perdón que me meta, pero no me parece que sea una buena idea —dice Adrián.

—Mi madre sufrió mucho en Polonia. ¿Para qué va a ir? ¿Para deprimirse? Además, todavía no se recuperó de la muerte de mi papá, que murió hace menos de un año… No sé, él estaba más acostumbrado a hablar de la guerra, pero mamá va a sufrir… ella nunca contó demasiado. Además, mamá tiene ochenta y cuatro años, y en esos lugares hay que caminar mucho. ¿Y si le pasa algo? ¿Y si se descompone? —protesta Alejandro.

Hanka los deja hablar. Después de todo sabía cómo iban a reaccionar. Lo que no sabía era que con sólo oír la palabra Polonia ella caería en semejante confusión: una confusión llena de imágenes atemporales que le muestran a su hermano Oskar jugando al fútbol, a Raquel patinando en el lago congelado, a Malka cantando en torno a la mesa, a Hela regresando de la universidad con los lentes destrozados, la cara ensangrentada de su padre, el hambre, el frío, una cola larga en medio de la noche bajo una lluvia de cenizas, y esa tristeza infinita de ver a las personas vacías de toda humanidad al otro lado de los paredones que rodeaban los ghettos y los alambrados electrificados de los campos.

—Mamá, ¿vos qué pensás? ¿No te parece que es arriesgado?

—Nunca volví… con mi marido nunca quisimos volver —dice Hanka, mirando un punto indefinido de una pared blanca, y con temor pregunta—: ¿Van a Lodz?

—No —se apura a aclarar uno de los hombres—, Varsovia, Lublín, Cracovia, Auschwitz…

—Es una locura —dice al fin Alejandro, dejando de lado cualquier explicación racional, buscando la complicidad de su madre—: ¿O no, mamá?

Como si despertara del sopor que la inmovilizaba, Hanka alza una mano para llamar la atención de esos cuatro hombres.

—Mis hijos me quieren y están preocupados. Yo tampoco tengo claro si quiero ir a ese lugar —dice, sin atreverse siquiera a pronunciar la palabra Polonia—. Pero soy adulta. La decisión la voy a tomar yo. Sólo les pido que me den unos días para pensar.

La frase despierta tanto rechazo en sus hijos como esperanza en los dos hombres de la ORT, que ahora le cuentan detalles del viaje, tratan de seducirla diciendo que podrá visitar a sus amigos de Israel, que la van a cuidar, que los alumnos están muy ilusionados con poder viajar junto a ella. Pero Hanka ya dejó de escucharlos, a ellos y a sus hijos, que bufan como niños caprichosos. Ahora, mientras vuelve a frotarse la espalda, Hanka descubre que son otras voces las que la reclaman, las que susurran en sus oídos y la obligan a cerrar los ojos buscando rostros, gestos, texturas que le permitan recordar su historia y enfrentar su dolor.

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