Derramarás lágrimas de sangre

Andrea Milano

Fragmento

PRÓLOGO

Estaba vivo.

Con el poco aliento que le restaba, logró arrastrarse hasta el patio. Se volteó lentamente y observó, impotente, cómo las precarias paredes del rancho, abrasadas por las llamas del infierno, se caían a pedazos como naipes en una mesa.

Ya no había nada que hacer. Se habían ensañado con él de la peor manera, sin siquiera darle la oportunidad de pelear. Se mordió los labios para no llorar de rabia y de dolor. Intentó ponerse de pie, pero el ardor en la espalda le impidió moverse. Quedarse allí era arriesgarse a una muerte segura. Debía alejarse antes de que alguien descubriera que había conseguido librarse del incendio. Estiró el brazo hasta alcanzar la pared del aljibe. Se dio cuenta en ese momento de lo mucho que temblaba. Se impulsó hacia arriba y logró incorporarse. Tomó el barreño de madera y se echó el agua encima para refrescarse. La quemadura en su espalda escoció como el mismísimo demonio. Ahogó un grito mientras se deshacía de los jirones de tela de su camisa que se le habían pegado a la herida. Uno de los caballos, nervioso por la cercanía del fuego, empezó a rasguñar el suelo con sus pesadas herraduras mientras abría y cerraba los ollares para intentar respirar. Volvió a caer al suelo. La densidad del humo se hacía cada vez más espesa y le provocaba un picor en la garganta. Le hizo señas de que se aproximara. Sería más sencillo montarse encima del animal que ir a su encuentro. El potro se resistía a obedecer, estaba tan asustado como él. Puso el cubo en el suelo, y aunque ya no había ni una gota de agua en su interior, fue todo lo que necesitó para atraer nuevamente su atención. Cuando lo tuvo cerca, se sujetó con ambas manos del estribo y consiguió erguirse. Hizo un esfuerzo sobrehumano para llegar hasta la silla de montar, y comprendió de inmediato que encaramarse encima del caballo, en su calamitosa condición, sería toda una odisea. Debía intentarlo. No tenía otra opción si quería salir de allí. Puso el pie derecho en el estribo y, tomando aire, saltó sobre el animal, quedando con medio cuerpo colgando. Cuando buscó acomodarse mejor, vio por el rabillo del ojo que un jinete se aproximaba. Era una silueta fantasmagórica que se dibujaba más allá del humo que se alzaba por encima de los muros del rancho y se perdía en la espesura del valle. Su primera reacción fue pedir ayuda; sin embargo, a medida que el desconocido se iba acercando, descubrió que se trataba de uno de los hombres que lo habían atacado. El miedo y el instinto de supervivencia le dieron la fuerza suficiente para tomar las riendas del animal y echarse a andar. No llegó muy lejos. Un vozarrón lo intimidó a detenerse. Ni siquiera miró hacia atrás. Azuzó al caballo, golpeándolo en la parte trasera con vehemencia, pero cuando la bala que le estaba destinada entró por su espalda, cayó pesadamente hacia delante y terminó en el suelo, con un agujero en el cuerpo. Aturdido y débil escuchó a su agresor apearse de su caballo y avanzar hacia él. Debía huir. Si permanecía un segundo más allí, todo lo que había luchado para sobrevivir habría sido en vano. Y él no estaba listo para morir todavía.

Se arrodilló con las manos abiertas apoyadas en la hierba. La sangre que manaba de la herida chorreaba por su pecho y caía en gruesas gotas sobre la tela sucia de sus pantalones. La bala había atravesado su cuerpo, dejándole un agujero a escasos centímetros del corazón. Llegar hasta el río era su única escapatoria. Y lo sabía. Unos cuantos metros lo separaban del cauce que corría por esas tierras. Aunque la distancia no era mucha, el desconocido venía pisándole los talones. Se arrastró por el suelo hasta que consiguió incorporarse. Se cubrió la herida para detener el sangrado. Con la visión borrosa y el cuerpo maltrecho por causa del disparo y la quemadura, tardó una eternidad en alcanzar la orilla del Jaguarí. Cuando miró por encima de su hombro, vislumbró esa silueta oscura y amenazadora acercándose a pasos agigantados. Contempló el río. En su largo recorrido que terminaba desembocando en el Uruguay, esas aguas tumultuosas que se estrellaban contra las rocas infundían un gran temor. Sin embargo, en ese momento, arrojarse en ellas era su única oportunidad para salvarse. Cuando faltaban pocos metros para que su atacante llegara hasta él, se entregó a esas aguas y encomendó su alma al Señor. Su cuerpo, gravemente herido, fue devorado sin piedad por el Jaguarí mientras una gran mancha de sangre iba tiñendo su cauce.

PRIMERA PARTE
1866-1872

UNO

Ciudad de Campinas, São Paulo, Brasil, 1866

Esa calurosa mañana de abril, Maria Graça, la hija menor del coronel Esteves, saltó de su cama y corrió hacia la ventana apenas oyó el cántico de los esclavos. Descalza y con el cabello alborotado, se asomó detrás de la cortina solo para verlo. Con Dimas no hacía falta pactar un encuentro. Él sabía que solo bastaba con levantar la cabeza y espiar hacia la planta alta de la casa grande para que sus ojos color azabache se cruzaran con la mirada celestial de la amita Maria Graça cada vez que abandonaba las barracas para dirigirse al cafetal. Como un ritual que repetían casi a diario, ella le sonrió y él asintió, devolviéndole la sonrisa. Ese simple gesto que compartían desde hacía casi un año, pasaba desapercibido para los demás esclavos de la hacienda. Una sola persona conocía el secreto que tan celosamente custodiaban la niña Maria Graça y el esclavo Dimas. Edileusa, la nodriza de la muchacha, era la única que sabía de ese amor clandestino que había nacido entre su amita y una de las piezas más apreciadas del coronel. La negra procuraba siempre solapar sus escapadas y, aun

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