El Águila de Plata

Ben Kane

Fragmento

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Contenido

Mapa

1. El Mitreo

2. Scaevola

3. Vahram

4. Fabiola y Secundus

5. Descubrimiento

6. Reina el caos

7. Emboscada

8. Desesperación

9. Augurios

10. Derrota

11. El dios guerrero

12. Pacorus

13. Traición

14. Un nuevo aliado

15. Una nueva amenaza

16. El camino a la Galia

17. La batalla final

18. El general de Pompeya

19. Alesia

20. Barbaricum

21. El reencuentro

22. Noticias

23. El Rubicón

24. El mar de Eritrea

25. Farsalia

26. El bestiarius

27. Alejandría

Nota del autor

Glosario

Notas

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1

El Mitreo

Este de Margiana, invierno de 53-52 a.C.

Los partos se detuvieron por fin a unos dos kilómetros del fuerte. Cuando cesó el crujido continuo de las botas y las sandalias sobre el terreno helado, un silencio sobrecogedor se apoderó del lugar. Las toses amortiguadas y el tintineo de las cotas de malla se desvanecieron, absorbidos por el aire gélido. Aún no había oscurecido por completo, lo cual permitió a Romulus hacerse una idea de su destino: la pared anodina de un despeñadero de erosionadas rocas parduscas que conformaban el margen de una cordillera baja. Al escudriñar la oscuridad que iba cerniéndose sobre el lugar, el soldado joven y robusto intentaba discernir el motivo que había conducido a los guerreros hasta allí. No había edificios ni estructuras a la vista, y el sendero serpenteante que habían seguido parecía desembocar al pie del despeñadero. Enarcó una ceja y se volvió hacia Brennus, su amigo, que era como un padre para él.

—Por Júpiter, ¿qué estamos haciendo aquí?

—Tarquinius sabe algo —masculló Brennus, encogiendo sus enormes hombros bajo la gruesa capa militar—. Para variar.

—¡Pero no nos lo quiere decir! —Romulus ahuecó las manos y se sopló en ellas para intentar evitar que los dedos y la cara se le entumecieran por completo. La nariz aguileña ya ni la sentía.

—Todo se acaba descubriendo —repuso el galo con trenzas, riendo por lo bajo.

Romulus dejó de protestar. Su ansia no agilizaría el proceso. Paciencia, pensó.

Ambos hombres vestían jubones a ras de piel. Y encima de éstos, llevaban las habituales cotas de malla. Pese a protegerlos bien de las hojas de las espadas, los gruesos anillos de hierro les absorbían el calor corporal. Las capas y bufandas de lana y el forro de fieltro de los cascos de bronce con penacho ayudaban un poco, pero los pantalones rojizos hasta la pantorrilla y las cáligas de gruesos tachones dejaban al descubierto demasiada piel como para sentirse a gusto.

—Ve a preguntarle —instó Brennus con una sonrisa—. Antes de que se nos caigan los huevos.

Romulus sonrió.

Ambos habían pedido una explicación al arúspice etrusco cuando éste había aparecido hacía un rato en el cuarto del barracón, donde el ambiente estaba muy cargado. Como de costumbre, Tarquinius no soltó prenda, pero había musitado algo sobre una petición especial de Pacorus, su comandante. Y la posibilidad de ver si había manera de salir de Margiana. Como no querían dejar marchar solo a su amigo, también ellos decidieron aprovechar la oportunidad de obtener más información.

Los últimos meses habían supuesto un agradable descanso tras las luchas sin tregua de los dos años anteriores. Sin embargo, poco a poco, la vida en el fuerte romano se fue convirtiendo en una rutina entumecedora. El entrenamiento físico iba seguido de las guardias, mientras que la reparación de los pertrechos sustituía a las prácticas de desfile. Las rondas ocasionales tampoco ofrecían demasiada diversión. Ni siquiera las tribus que saqueaban Margiana se mantenían activas durante la temporada invernal. Así pues, el ofrecimiento de Tarquinius parecía un regalo de los dioses.

No obstante, lo que motivaba a Romulus aquella noche era algo más que la mera búsqueda de emociones. Estaba desesperado por oír ni que fuera la menor mención de Roma. Su ciudad natal estaba en el otro extremo del mundo, separada por miles de kilómetros de paisaje inhóspito y pueblos hostiles. ¿Existiría la posibilidad de regresar a ella algún día? Como casi todos sus compañeros, Romulus soñaba día y noche con esa posibilidad. Allá en los confines del mundo, no había ninguna otra cosa a la que aferrarse, y aquella misteriosa excursión quizás arrojara un rayo de esperanza.

—Esperaré —contestó al final—. Después de todo, nos ofrecimos voluntarios para venir. —Dio un zapatazo de resignación con cada pie. El escudo oval alargado, o scutum, que llevaba colgado de una cinta de cuero, se le balanceó en el hombro con el movimiento—. Y ya has visto de qué humor está Pacorus. Probablemente me cortaría los huevos por preguntar. Prefiero que se me hielen.

Brennus soltó una risotada atronadora.

Pacorus, bajito y moreno, iba en cabeza; vestía un jubón muy ornamentado, pantalones y botines, además de una gorra parta cónica y una larga capa de piel de oso para abrigarse. Bajo la piel, le ceñía la cintura un delicado cinturón de oro del que colgaban dos puñales curvos y una espada con la empuñadura llena de incrustaciones. Pacorus, un hombre valiente pero despiadado, lideraba la Legión Olvidada, los vestigios de un numerosísimo ejército romano que el general parto Surena había derrotado el verano anterior. Junto con Tarquinius, ahora los amigos no eran más que tres de sus soldados rasos.

Romulus volvía a ser prisionero.

Pensó en lo irónico que resultaba pasarse la vida cambiando de amo. El primero había sido

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