Las huellas del mal

Federico Andahazi

Fragmento

Las huellas del mal

1

Necochea, julio de 1892

Tendidos sobre un barro hecho con la sangre y la tierra apisonada, los hermanos Ponciano y Felisa Carballo, de seis y cuatro años, parecían más pequeños de lo que eran. Las cabezas dislocadas, la piel pálida, tersa y fría como la porcelana les conferían la apariencia de un par de muñecos rotos y desechados. Costaba reconocer en esos cuerpitos yertos a los niños que solían corretear descalzos en la orilla del río, mientras la madre lavaba la ropa en un fuentón.

Luego de que el médico confirmara lo evidente —“muerte por degüello”, así lo asentó en el informe— los policías envolvieron los cuerpos con un par de sábanas, los alzaron en brazos y por fin los depositaron en el piso de la carreta que esperaba afuera. Los acostaron uno junto al otro sobre el crupón de un cuero crudo, del lado del pelo, para que la sangre no se escurriera entre los tablones.

El olor de la muerte sacó al matungo de la modorra. El animal dio un respingo entre las varas del carro y echó vapor por los ollares con un relincho sordo. Uno de los policías golpeó las tablas laterales de la caja con la palma de la mano para indicarle al cochero que la carga estaba acomodada. Sin mirar hacia atrás, el hombre sacudió las riendas, hizo un chasquido entre la lengua y el paladar y la carreta avanzó lenta entre la escarcha, camino al cuartel.

El carro sin flejes copiaba los accidentes del camino irregular. Los cuerpos se sacudían de manera ultrajante, como si alguien se hubiese propuesto no dejarlos descansar en paz.

Igual que sus dos hijos, Francisca Rojas tenía un tajo en la garganta. Permanecía boca arriba en la misma cama en la que se había desatado el ataque. La madre mantenía las manos crispadas y las uñas verticales, como una hembra que aún quisiera defender a sus crías. Tenía los ojos abiertos y la mirada perdida en un punto impreciso entre las pajas del techo. Estaba viva, pero ausente. La herida, al menos la de la carne, no era tan profunda.

La policía local había recibido órdenes del Departamento Central de La Plata. El ministro del Interior de la Nación hizo llegar un cable telegráfico con una instrucción inapelable: “Que nadie toque nada hasta que llegue el personal enviado por esta cartera”. El comisario Blanco, jefe de la regional Necochea, les ordenó a sus hombres que se abstuvieran de poner un dedo en la escena del crimen. Solo debían retirar los restos de los niños y manipular lo imprescindible. “Siempre con guantes”, enfatizaba la directiva.

Formados en una línea tortuosa, los agentes se miraban de reojo, extrañados, mientras recibían las insólitas instrucciones del jefe. El comisario Blanco era un hombre corpulento, de bigote grueso, gestos aparatosos y modales despectivos, altaneros. Los policías, cubiertos con ponchos de lana cruda sobre el uniforme raído, mostraban las manos callosas: nunca nadie los había provisto con guantes, ni siquiera para el frío. Decir que usaban uniforme era poco menos que una convención; con que se pusieran una casaca azul era suficiente.

El comisario abrió una bolsa de arpillera y repartió guantes usados e impares que iba sacando al azar. Había de cuero vaqueta, de vellón rústico y manoplas de descarne como para fundición de metales. Cuando el jefe les explicó que eran para que no dejaran las marcas de los dedos, se sintieron agraviados. No los tenían tan pringosos, se quejaron; al menos no al punto de que no pudiera quitarse con agua y jabón. Hicieron oír la protesta con un coro aguardentoso, destemplado, que solo se acalló con un grito seco del comisario y una frase final para dejar conforme al personal:

—Caprichos de la capital —rezongó entre dientes.

El jefe de la policía local estaba inquieto con la inminente visita. Se lo notaba alterado y más irritable que de costumbre.

Por otra parte, ni el jefe ni los agentes se explicaban por qué tanto interés del ministerio. Las víctimas no tenían el abolengo de Felicitas Guerrero, cuyo asesinato había sacudido al país veinte años antes. Este era un crimen horroroso, cruel y repudiable, tal vez el más estremecedor en la historia de la ciudad. Pero se trataba de una familia ignota, apenas conocida en el pueblo; habitantes humildes de un arrabal del fin del mundo. ¿Era necesario enviar agentes del Departamento Central de la Provincia de Buenos Aires y el Ministerio del Interior de la Nación? Las autoridades políticas locales se sentían menoscabadas y bajo observación. Esperaban que el jefe de la policía regional tuviese alguna hipótesis firme antes de que llegara la comitiva.

Y, por cierto, el comisario tenía una teoría. No importaba si era verdadera; bastaba con que fuera verosímil. Al menos lo suficiente como para dar el caso por cerrado y pasar la página funesta.

No había despuntado el alba cuando dos jinetes aparecieron entre la niebla densa, se apearon frente a la casa y caminaron hacia la puerta.

—Vucetic, Iván Vucetic —se presentó el inspector recién llegado de La Plata ante los agentes de consigna.

A pesar de que en el documento figuraba como Juan Vucetich, y así era conocido en el Departamento Central, el hombre pronunció el apellido según la grafía croata, tal como se pronuncia la “c” en castellano. A veces se presentaba como Iván, otras como Giovanni y casi siempre como Juan. Era la manera de preservar la identidad sin mentir. Su nombre empezaba a hacerse conocido y no tenía ningún interés en que se supiera en aquel pueblo quién era y para qué había viajado.

Los dos policías de consigna soportaban el viento helado de junio que soplaba desde el mar apoyados en el marco de la puerta. El visitante hablaba con un marcado acento extranjero que sorprendió a los agentes locales. Esperaban al típico investigador citadino con aires de superioridad y mirada despectiva. Juan Vucetich, al contrario, guardaba una actitud reservada y a la vez asertiva. Tenía la austera elegancia de los europeos que habían llegado al país sin pergaminos bajo el brazo. Llevaba puesto un sobrio terno gris cortado a la italiana. Usaba una corbata ancha, cuello alzado y un bombín estoico que resistía las embestidas del viento sureño. La frente alta, los ojos inquisitivos y el maletín cuadrado le daban una apariencia más cercana a la de un científico que a la de un policía.

Un paso atrás del inspector Vucetich estaba su asistente, Marcos Diamant. Vestía una chaqueta tweed de Norfolk, ajustada con un cinto de la misma tela que le ceñía el talle espigado. Llevaba unas botas altas, lustradas, por fuera del pantalón de montar. Lucía como quien fuera de cacería de zorros a las colinas de Cotswolds; en aquellos cenagales en el borde del mundo nadie saldría vestido de ese modo. Menos aún, para ir detrás de un asesino.

A pesar del largo viaje, ambos conservaban el aspecto atildado. En contraste con los agentes locales, los recién llegados se veían como si hubieran salido de la sastrería. Nadie habría dicho que acababan de llegar de una travesía de más de diez horas en un tren rural. Ni siquiera el último tramo a cabal

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