Suspiros robados

Ann Rodd

Fragmento

suspiros_robados-2

Prefacio

El frío en el pecho

Tenía los ojos abiertos, la ropa corrida y una expresión de horror. El cuchillo ya no estaba en mi pecho, pero, curiosamente, lo único que podía sentir era eso, como si todavía lo tuviese clavado en el esternón.

No podía moverme, ni siquiera cerrar los ojos. Estaba allí, paralizada, mientras las estrellas reemplazaban al sol. Cuando salió la luna, supe que estaba muerta, pero de un modo inexplicable seguía dentro de mi cuerpo, sin poder abandonarlo.

De pronto, unas cuencas vacías y oscuras se cernieron sobre mí. Me miraba, a la espera. El rostro de la Muerte, la gris calavera, parecía curioso. Quise hablar, mover los labios, preguntarle qué pasaba. Pero fue imposible.

—No puedes abandonar este mundo, Serena. No puedo llevarte conmigo.

Sentí su mirada en la herida de mi pecho, en la sangre seca. Me hubiese gustado rogarle que me ayudara.

—Esto es lo único que puedo hacer por ti —dijo, estirando un dedo huesudo hacia mi esternón. En el momento en que me tocó, solté una exhalación y mis labios azules temblaron—. Pero no es para siempre. Podrás moverte, pero solo tomando energía de otros. Si no lo haces, tu cuerpo morirá otra vez, se descompondrá, y ya no podré ayudarte. Cuando no quede nada de él, aún estarás atrapada aquí. Para siempre.

Lo observé, jadeando como podía. Volví a sentir dolor en la herida, tenía frío, tenía miedo.

—Para ti, la única arma mortal será el cuchillo. Es una segunda oportunidad, sí. Debes aprovecharla.

“¿Por qué?”, pensé. Y la Muerte pareció leerme el pensamiento.

—Debes resolver tu prueba. Solo así podremos encontrarnos otra vez.

“No entiendo”.

La Muerte ladeó la cabeza.

—Recuerda la regla: solo podrás vivir si robas energía de los demás.

Se alejó de mí. La perdí de vista mientras mi cuerpo temblaba. Intenté abrir la boca y lo único que salió de ella fue un sonido ronco. Empecé a toser. Me senté en el césped crecido y seco del descampado, estremecida de dolor. Escupí sangre.

Me miré. La camisa blanca desabotonada, el sostén roto, mis brazos llenos de moretones. Me toqué, sollozando por lo bajo. No podía recordar casi nada, solo el modo en que mi asesino me había arrastrado hasta allí, mientras la tierra se tragaba mis gritos, y había enterrado la daga negra donde se unían mis costillas. Me levanté, arrastrándome como una zombi, tapándome la herida abierta con la camisa. Caminé fuera del descampado, lento.

Llegué a una calle desolada. El farol que alumbraba la carretera junto al descampado estaba roto. Si alguien me hubiese visto, llena de sangre, tambaleante y jadeante, habría pensado que se trataba de una película de terror.

Avancé, siguiendo las líneas borradas del asfalto reseco. La cuadra era larga, parecía la parte trasera de una fábrica. No sabía exactamente qué distancia había hasta la próxima intersección, pero tenía que caminar rápido, acercarme a alguien, a quien fuera.

Escuché un auto a lo lejos, aunque los oídos me zumbaban. No me di cuenta de que el auto venía por la misma carretera hasta que llegué a la mitad de la fábrica. Se detuvo cerca, a unos metros. Por un breve momento pensé que querían ayudarme.

Del auto se bajaron dos hombres. Giré mi cabeza hacia ellos, temblando. Me faltaba una bota, tenía la pollera arrugada, el maquillaje corrido. Me miraron con sonrisas burlonas.

—¿Qué te pasó, linda? —dijo el de cabello rubio y decolorado. Tenía puesta la gorra de algún equipo de fútbol.

No podía reconocer el escudo. Sus gestos eran lascivos. Yo sabía que podían ver la sangre acumulada en mi camisa, a pesar de que aferraba con la mano el lugar de la herida.

—A que la violaron —dijo el otro.

El que manejaba se quedó sentado frente al volante. Otro más bajó del asiento de atrás. Un instinto mucho más fuerte que el de supervivencia se apoderó de mí cuando los vi acercarse. No lo sabían, pero el peligro era yo, no ellos.

—Todavía puede moverse, podemos usarla.

El de gorra me agarró del brazo y perdí toda inestabilidad. En cuanto su piel entró en contacto con la mía noté su pulso, el calor de su cuerpo, la adrenalina que le corría por las venas. La energía que lo mantenía con vida.

Giré y le aferré la muñeca con la mano derecha llena de sangre. Sentí con cada partícula de mi ser, con cada célula, que él tenía todo lo que me faltaba. Mis sentidos se agudizaron. El sonido volvió a ser claro, no sentí más frío. El dolor en el pecho cesó. Él empezó a gritar:

—¡Me está rompiendo la mano! —exclamó, liberándome el brazo.

No lo solté. No sabía cómo lo estaba haciendo, pero funcionaba.

Los demás se acercaron y me vi obligada a prestarles atención. Solté al rubio, que se desplomó en el suelo, pálido y ojeroso. En un segundo, mis manos atraparon a los otros dos y los inmovilicé con la misma fuerza. Sus gritos hicieron que el que estaba al volante bajara del auto. Vi que tenía un arma.

Sin dudarlo me disparó en el pecho, en medio de los gritos, pero apenas me moví. La bala me dio en un hombro y no dolió. Liberé a sus compañeros, que cayeron al suelo, vivos pero débiles. Retrocedí llevándome una mano al lugar donde había dado el disparo y saqué la bala entera alojada entre los pliegues de mi camisa. Corrí la tela y descubrí que no había orificio de entrada. Cuando levanté la vista hacia el conductor del vehículo, dejé caer la munición al suelo.

—Demonios —murmuró, retrocediendo hasta la puerta del auto. Se tiró adentro, sin preocuparse tanto por sus amigos.

Solo uno de ellos atinó a arrastrarse y logró colarse por una de las puertas, todavía abiertas, antes de que arrancara. Desaparecieron en la intersección, con una acelerada en zigzag. Los otros dos quedaron en el suelo, como si estuviesen tan drogados que apenas podían moverse.

Me quedé allí, parada en medio de ellos, estirando los dedos, los brazos, mirándome las piernas desnudas, la bota que me quedaba y la ropa arrugada. Miré mi pecho. En el lugar de la puñalada no había siquiera una cicatriz, se veía un claro e intrincado tatuaje negro. Crecía desde la línea que había dejado el cuchillo en mi carne, abriéndose hacia arriba y abajo en un misterioso símbolo que no conocía. Parecía una flecha adornada con una media luna. Pasé los dedos por la piel sana, notando los latidos de mi corazón, mi respiración. Estaba viva, tenía otra oportunidad. La energía de otros humanos me había devuelto a la vida.

No sabía en qué me había convertido. Pero tenía una prueba que cumplir. Y eso era todo lo que importaba ahora.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos