El club de los mejores

Arthur Gunn

Fragmento

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Entonces

Los cuatro chicos pedaleaban con todas sus fuerzas sin darse cuenta de que huían de sí mismos.

Era un día agradable y soleado donde el calor se mitigaba por la cercanía del lago escondido tras la espesura del bosque. El recuerdo del aire puro y de la ropa primaveral recién sacada del armario se convertiría, años después, en la constatación de sus pesadillas.

La bicicleta de Walter iba por delante y el resto la seguía. En un momento dado, frenó en seco y su rueda trasera derrapó sobre la gravilla. Los demás tuvieron que aminorar la marcha para no chocar contra él.

–¿Qué ocurre? –preguntó Cormac.

Walter se sentía exhausto. Su cuerpo estaba allí, pero su mente se encontraba a varias millas de distancia.

–No podemos contar nada –dijo–. Este debe ser nuestro secreto.

Peter quiso responder, pero al momento cerró la boca de nuevo. Trevor miró hacia atrás en busca del terror del que escapaban, pero allí solo estaban ellos. Entonces colocó un pie de nuevo sobre el pedal y continuó con la marcha. Peter negó con la cabeza y lo siguió. Solo Cormac se quedó al lado de Walter, pero ninguno de los dos dijo nada. Después montó de nuevo sobre la bici y persiguió la estela de sus compañeros.

Walter, por primera vez en su vida, se sintió muy solo.

–No es culpa mía –repitió para sí mismo–. No es culpa mía.

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PRIMERA PARTE

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1

Había alguien fuera y golpeaba la puerta con desesperación. Que te despierten así a medianoche no suele presagiar nada bueno.

Martha, mi esposa, fue la primera en percatarse. Puede que estuviera en duermevela, con un ojo abierto, o que se hubiera levantado para ir al aseo. Dormíamos separados desde hacía unos meses, por eso me asustó tanto encontrarla en mi cuarto. No hizo falta que dijera nada, pues el estruendo en la puerta de entrada era continuo.

Minneapolis no era una ciudad conflictiva. La influencia del cercano Canadá, las nevadas invernales, las tranquilas aguas del Misisipi o simplemente que aquí nunca pasaba nada, hacían de ella un lugar pacífico. Puede que tuviera parte de culpa que en muchas casas hubiera una pistola. A mí nunca me gustaron las armas y por eso guardaba un bate de béisbol bajo la cama.

No encendí las luces. Le pedí a Martha que esperase cerca del teléfono preparada para marcar el número de emergencias y bajé descalzo las escaleras hasta la planta baja. A través de los cristales laterales de la puerta vi una silueta que se agitaba de un lado a otro. Me dije a mí mismo que si fuera un yonqui ya habría roto las ventanas en lugar de llamar con tanta insistencia. Iluso de mí, en lugar de relajarme, aquel pensamiento me puso aún más nervioso.

Mis dedos acariciaban el pomo de la puerta cuando un grito desgarró la noche.

–¡Por Dios, Walter! –escuché–. Abre de una vez.

Al momento reconocí esa voz, pese a los nervios y la desesperación que la teñían de un matiz gris. Aun así, primero me asomé por el ventanuco vertical que enmarcaba la puerta y pude ver a Cormac, mi viejo amigo de la infancia, de rodillas en el suelo y con las manos en la cara.

Abrí con el bate oficial de los Minnesota Twins preparado para golpear. Observé a Cormac bañado por la luz de las farolas en actitud penitente. A su lado descansaba una bolsa de deporte de lona negra. Entonces Cormac levantó la cabeza y me miró.

–Tienes que ayudarme, Walter –dijo con lágrimas en los ojos–. Estoy desesperado.

–¿Sabes la hora que es? –contesté, pero me arrepentí un segundo después–. ¿Qué ocurre, Cormac?

En ese instante Cormac se levantó de un salto, como si una corriente de mil amperios le cruzase el espinazo. Me empujó dentro de mi propia casa y cerró de un portazo. Después se asomó por la ventana, vigilando la calle en las dos direcciones.

–¿Se puede saber qué sucede? –pregunté de nuevo.

Cormac me mandó callar con un gesto. No me sentía cómodo. Estaba en pijama, descalzo sobre el frío suelo de madera, con un bate de béisbol en la mano mientras mi mejor amigo se comportaba como un demente. Un coche cruzó por delante y Cormac se tiró al suelo. Las luces del vehículo se perdieron al tiempo que se alejaba el sonido del motor. Me acerqué a Cormac y lo agarré del brazo.

–Ya basta, Cormac –ordené–. ¿Quieres dejar de comportarte como un loco?

No solo su actitud era la de un desequilibrado, sino también su aspecto. Tenía el pelo revuelto, la ropa arrugada y olía a sudor. Busqué un atisbo de lucidez en su mirada, y para mi sorpresa lo encontré. Era nerviosismo, más que locura. También me fijé en que Cormac ocultab­a algo bajo el abrigo. Era pequeño, un poco más grand­e que una cajetilla de tabaco, y lo sujetaba con fuerza contr­a el pecho.

La luz de la escalera se encendió a mi espalda. Me giré y vi a Martha envuelta en una bata, con el teléfono inalámbrico en la mano y el pulgar sobre el botón de llamada.

–¿Qué es todo este escándalo, Walter? –dijo–. ¿Y qué hace Cormac aquí?

–No sabía a quién más acudir –contestó Cormac, abrazándose a la bolsa de deporte–. Yo... oh, Dios...

–Deja de balbucear y explícate, Cormac.

–No seas tan brusco –me riñó Martha, siempre dando órdenes–. ¿No ves que está muy nervioso?

–Yo soy quien se está poniendo nervioso.

–Os prepararé una infusión –dijo mientras se iba hacia la cocina.

Observé la situación con otra perspectiva. Estaba claro que había sucedido algo que había alterado a Cormac hasta el punto de venir a mi casa a medianoche y casi tirar la puerta abajo. Solo tenía que dirigir la conversación para que me lo contará.

–Cormac, levanta. Vamos a la cocina. Martha está calentando agua para una infusión. –Estiré el brazo para tratar de izarlo, pero él no se movió–. Ven, te sentará bien, ya verás.

–Natalie... &ndash

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