The firm

John Grisham

Fragmento

1

El decano del bufete estudió el informe por enésima vez, y una vez más —por lo menos sobre el papel— no encontró nada que le desagradara acerca de Mitchell Y. McDeere. Era inteligente, ambicioso y bien parecido. Además, estaba hambriento; con sus antecedentes tenía que estarlo. Era un hombre casado, condición indispensable en la empresa, que nunca había contratado a ningún abogado soltero y que censuraba severamente el divorcio, así como la bebida y el puterío. Someterse a una prueba de consumo de drogas formaba parte del contrato. Era especialista en contabilidad, había aprobado al primer intento y deseaba convertirse en abogado tributario, condición evidentemente indispensable en un bufete especializado en asuntos tributarios. Era blanco; la empresa jamás había contratado a ningún negro. Lo lograban actuando con suma discreción, en círculos cerrados y sin pedir jamás solicitudes de empleo. Otros bufetes lo hacían y contrataban negros, pero este se mantenía escrupulosamente blanco. Además, estaba situado curiosamente en Memphis y a los negros de altos vuelos les apetecía Nueva York, Washington o Chicago. McDeere era varón y no había mujeres en la empresa. Habían cometido ese error a mitad de los setenta, al contratar al número uno de la promoción de Harvard, que había resultado ser una mujer genial en asuntos tributarios. Después de  cuatro turbulentos años, había fallecido en un accidente de tráfico.

Sus referencias eran impecables; constituía su mejor elección. A decir verdad, aquel año era su única perspectiva. La lista era muy corta. Se trataba de McDeere o nadie.

El gerente del bufete, Royce McKnight, examinaba un informe titulado «Mitchell Y. McDeere, Harvard». El documento, de un par de centímetros de grosor, impreso en letra pequeña y con algunas fotografías, había sido redactado por ex agentes de la CIA, en una agencia privada de Bethesda. Eran clientes del bufete y cada año se ocupaban gratuitamente de la investigación. Según ellos era cosa fácil investigar a confiados estudiantes de derecho. Averiguaron, por ejemplo, que prefería vivir en el nordeste, que tenía tres ofertas de empleo, dos en Nueva York y una en Chicago, y que la mejor oferta era de setenta y seis mil dólares, mientras que la peor era de sesenta y ocho mil. Estaba muy solicitado. En el segundo curso se le había brindado la oportunidad de copiar, en un examen sobre valores y obligaciones, pero la había rechazado y había obtenido la mejor nota de la clase. Hacía dos meses, en una fiesta de la facultad de derecho, se le había ofrecido cocaína. No quiso probarla y abandonó la fiesta cuando todo el mundo empezó a esnifar. De vez en cuando tomaba una cerveza, pero la bebida era cara y no disponía de dinero. Debía cerca de veintitrés mil dólares en préstamos estudiantiles. Tenía hambre.

Royce McKnight hojeó el informe y sonrió. McDeere era su hombre.

Lamar Quin tenía treinta y dos años y no era todavía socio de la empresa. Le habían contratado a fin de aparentar, desempeñar y proyectar una imagen juvenil en Bendini, Lambert & Locke, que en realidad era una empresa joven, ya que la mayoría de los socios se retiraban alrededor de los cincuenta años, forrados de dinero. Llegaría a convertirse en socio de la empresa. Con unos ingresos de seis cifras garantizados para el resto de su vida, 

Lamar podía disfrutar de los trajes a medida de mil doscientos dólares, que con tanta elegancia colgaban de su atlético cuerpo. Cruzó impasible la sala de mil dólares diarios de alquiler y se sirvió otra taza de descafeinado. Consultó el reloj. Echó una ojeada a los dos decanos sentados junto a la pequeña mesa de conferencias, cerca de la ventana.

A las dos y media en punto, alguien llamó a la puerta. Lamar miró a los decanos, que guardaron el informe en una cartera abierta. Se pusieron todos sus respectivas chaquetas. Lamar se abrochó el botón superior y abrió la puerta.

—¿Mitchell McDeere? —preguntó con una radiante sonrisa, al tiempo que le tendía la mano.

—Sí —respondió, estrechándosela vigorosamente. —Encantado de conocerte, Mitchell. Me llamo Lamar Quin.

—El gusto es mío. Llámame Mitch, te lo ruego.

Entró y examinó rápidamente la amplia sala.
—Por supuesto, Mitch —dijo Lamar, al tiempo que le colocaba la mano sobre el hombro y lo conducía al otro extremo de la sala, donde los decanos se presentaron a su vez.

El recibimiento fue sumamente cordial y efusivo. Le ofrecieron café y luego agua. Sentados alrededor de una reluciente mesa de caoba, intercambiaron galanterías. McDeere se desabrochó la chaqueta y cruzó las piernas. Era ya un veterano en la búsqueda de empleo y sabía que deseaban contratarle. Se relajó. Con tres ofertas de los bufetes más prestigiosos del país, podía prescindir de aquella entrevista y de aquella empresa. Ahora podía permitirse estar muy seguro de sí mismo. Había venido por curiosidad. Aunque también anhelaba un clima más caluroso.

Oliver Lambert, el socio decano, se inclinó con los codos sobre la mesa y dirigió la charla preliminar. Hablaba con simpatía, en un tono suave y locuaz, casi de barítono profesional. A sus sesenta y un años, era el abuelo de la empresa y dedicaba la mayor parte de su tiempo a equilibrar y cuidar de los  desmesurados egos de algunos de los abogados más ricos del país. Era el consejero al que acudían sus colegas de menor edad cuando tenían problemas. El señor Lambert se ocupaba también del reclutamiento y era su misión contratar a Mitchell Y. McDeere.

—¿Estás harto de entrevistas? —preguntó Oliver Lambert. —A decir verdad, no. Forma parte del proceso.

Claro, claro, coincidieron todos. Parecía que era ayer cuando ellos mismos eran entrevistados y presentaban informes, muertos de miedo ante la perspectiva de no encontrar ningún trabajo, con lo que los tres años de sudor y tortura habrían sido inútiles. Sabían exactamente lo que se sentía.

—¿Puedo formular una pregunta? —dijo Mitch.
—Por supuesto.
—Claro.
—Adelante.
—¿Por qué estamos reunidos en esta habitación de hotel? Las demás empresas realizan sus entrevistas en la universidad, a través de la oficina de empleo.

—Buena pregunta —asintieron todos, mirándose entre sí. —Tal vez yo pueda responderte, Mitch —dijo Royce McKnight, el gerente de la empresa—. Debes comprender nuestra empresa. Somos diferentes y nos enorgullecemos de ello. Tenemos cuarenta y un abogados, y por consiguiente la empresa es pequeña comparada con otras. No contratamos a demasiada gente; aproximadamente uno cada dos años. Ofrecemos los mejores sueldos y beneficios del país, sin exageración alguna. Por consiguiente, somos muy selectivos. Te hemos seleccionado a ti. La carta que recibiste el mes pasado se mandó después de una criba entre más de dos mil estudiantes de último curso, en las mejores facultades de derecho. Solo se mandó una carta. No anunciamos vacantes, ni admitimos solicitudes. Actuamos con suma discreción y de un modo distinto a los demás. He ahí nuestra explicación.

 —Parece razonable. ¿De qué tipo de bufete se trata? —Impuestos. Algunas obligaciones, propiedad inmobiliaria e inversiones, pero el ochenta por ciento del trabajo está relacionado con los impuestos. Esta es la razón por la que deseábamos conocerte, Mitch. Tienes una formación increíblemente sólida en el campo tributario.

—¿Qué te impulsó a ir a Western Kentucky? —preguntó Oliver Lambert.

—Es muy sencillo, me ofrecieron una beca para jugar al fútbol. De no haber sido así, no habría podido asistir a la universidad.

—Háblanos de tu familia.
—¿Qué importancia puede tener eso?
—Para noso

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