La noche del ocho

Sebastian Fitzek

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Un mes después

—Hay una llamada para usted.

El doctor Martin Roth, el psiquiatra de cara inesperadamente tersa que provocaba un efecto demasiado juvenil para tratarse de un médico jefe, quiso tenderle el auricular, pero de repente a ella le entró el miedo.

Por supuesto que se alegraría de oír una voz diferente a la de sus terapeutas y compañeros de prisión, pese a que al doctor Roth no le gustaba que ella llamara así a los pacientes. Pero de pronto le sobrevino la pesadillesca idea de que, con la primera palabra de su interlocutor, el teléfono podría disolverse en llamas y calcinar su cráneo lleno de cicatrices. Temió que una de aquellas llamas punzantes penetrara por su tímpano y se le introdujera en el cerebro. Todo aquello era un disparate, por supuesto, pero en su opinión no era una bobada tan zafia como una mera superstición tradicional. Era evidente que una podía romper un espejo, por ejemplo, y sin embargo ganar la lotería. Y no era ni de lejos algo tan abstruso como el hada del sueño que había considerado como real durante muchos años de su infancia. Una invención fabulosa que su madre se sacaba siempre de la manga cuando no tenía la menor gana de contarle un cuento para dormir. «Si apagas ahora mismo la luz, el hada del sueño te dejará algo tempranito por la mañana delante de la puerta. ¡Puedes pedirle un deseo!»

«Chocolate.»

En ocasiones pedía un vestido de princesa o una casa de muñecas, pero la mayoría de las veces quería golosinas, ya que muy pronto averiguó que los pequeños deseos a veces se cumplían. En cuanto a los grandes, los remordimientos de conciencia de su madre solo en muy contadas ocasiones eran lo bastante fuertes para que se hicieran realidad.

Si hoy su madre estuviera junto a su cama de enferma en la unidad aislada de la planta 17, le diera un beso con la nariz y le formulara la pregunta del hada del sueño, entonces ella, como alguien que está ahogándose, se aferraría a la mano salvadora de su mamá y, con los ojos completamente abiertos por el miedo, gritaría: «¡Me pido echar marcha atrás y deshacer lo hecho!

»¡Por Dios, me lo pido con toda mi alma!».

Y entonces se echaría a llorar porque hacía ya muchísimo tiempo que había dejado de tener cinco años y, por consiguiente, era ya demasiado mayor para creer en milagros y en seres que cumplían tus deseos. Aunque precisamente era eso lo que ella necesitaba ahora.

Un milagro: anular todo lo que había hecho y que al final había conducido a tanto derramamiento de sangre, horror y desgracia.

«Pero solo la muerte pone el contador a cero.»

Eso era lo que Oz solía decirle machaconamente, y la verdad es que para alcanzar ese conocimiento no se requería demasiada experiencia en la vida. Todo estaba hecho para estropearse: la nevera, el amor, la mente.

En la actualidad ya no era capaz de decir cuándo perdió la cabeza por culpa del miedo.

O sí. Probablemente fue aquel día en que contactaron por última vez.

Poco antes de la medianoche. Cuando Oz, de quien ella no sabía apenas nada más que ese estúpido pseudónimo, le mostró por teléfono su verdadera cara, sin desenmascarar no obstante su identidad.

—¿Por qué no lo paramos de nuevo? —le había preguntado ella, a punto de llorar, porque de repente comprendió que Oz no había pretendido en ningún momento llevar el experimento a una conclusión pacífica. Él la había utilizado de una manera más brutal y terrible que cualquier otra persona anteriormente.

—¿Por qué deberíamos hacerlo? —replicó él.

—¡Porque nunca planeamos que sucediera esto!

—La vida no puede planearse, pequeña mía. Es un proceso de aprendizaje y de conocimiento. Toma su curso y nosotros lo contemplamos.

—Pero nosotros no somos observadores, sino quienes lo hemos creado.

Oz se rio y ella creyó ver cómo negaba su cabeza sin rostro.

—Nosotros tuvimos la idea. Y como ya dijo Dürrenmatt en Los físicos: una idea que se ha pensado una vez ya no puede anularse. Si nosotros abandonamos ahora, otra persona culminará nuestra obra.

—Pero en ese caso no tendremos ninguna culpa.

—¡Oh, ya lo creo que sí! Somos culpables desde el momento en que pusimos en marcha el experimento. Si ahora muere alguien, y eso es lo que va a suceder, entonces habrá sido porque les hemos entregado en bandeja esa idea a los asesinos. Somos la inspiración del mal.

—¡Pero yo nunca quise ser eso!

A ella le entró un temblor tan intenso que el mundo a su alrededor le pareció una instantánea movida.

—No puedo vivir con ello.

—Me temo que tendrás que hacerlo.

—Te lo suplico.

—¿El qué?

—Acaba con esta situación.

Él se echó a reír.

—Estamos a las puertas del éxito. No puedo detener nuestro experimento ahora. Sería como si tiráramos a la basura una vacuna que funciona sin antes probarla. Sería un coitus interruptus científico.

«Vacuna.»

Esa palabra le suscitó una idea.

—Entonces hagamos como Salk.

—¿Como quién?

—Jonas Salk. La persona que venció la poliomielitis. La vacuna que desarrolló la probó primero en él mismo.

Silencio.

Era evidente que lo había dejado desconcertado con esa idea. Parecía que, en efecto, Oz estaba reflexionando.

—Haz como Salk —repitió ella en mitad de su silencio—. Úsanos como conejillos de Indias.

Cuando por fin respondió, no pudo creerse al principio que él estuviera realmente de acuerdo con ella.

—No es una mala idea, para nada. Me la apunto.

Ella asintió con la cabeza. Se sintió aliviada y, sin embargo, por completo presa del miedo. Un temor que se intensificó aún más cuando él añadió:

—Tu nombre figuraba ya en la lista.

El corazón le dio un vuelco.

—¿Y tú? ¿Qué pasa contigo?

—Yo no puedo tomar parte.

—¿Por qué no?

«¡Cobarde! ¡Cobarde de mierda!»

—Soy diferente a ti.

—¿Qué nos diferencia? —le preguntó ella—. ¡Anda, dime!

«¿Dejando aparte la sinceridad, la calidez y el hecho de tener corazón?»

—Que yo no tengo ningunas ganas de morir —dijo él y colgó.

Después no volvió a ponerse en contacto con ella.

Ignoraba sus llamadas.

Y también sus gritos: cuando se le puso delante aquel tipo con el aerosol de gas pimienta; cuando estalló el cristal justo al lado de su cabeza, o cuando se puso a gritar auxilio mientras el hombre con la cabeza cubierta con una bolsa de basura pretendía clavarle una navaja en el ojo.

Y eso que Oz había estado todo el tiempo a su lado. La observaba. Al acecho. La espiaba. De eso estaba segura.

Tan segura como que sabía que no existía n

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