Duelo en Chinatown (Reportero Samuel Hamilton 1)

William C. Gordon

Fragmento

1

REGINAlD ROCkWOOD III

Reginald Rockwood III ha fallecido hoy a los treinta y cinco años. Era el heredero de una de las familias más ricas del estado. Nació en San Francisco en 1925 y estudió en el centro privado Cate de enseñanza secundaria. Posteriormente, cursó estudios en la Universidad de Berkeley, donde se licenció con matrícula de honor. Se destacó en el servicio de las fuerzas armadas y fue condecorado con la medalla al valor durante la guerra de Corea. Sus padres y su hermana, la señora Eugene Haskell, de Palo Alto, lloran su muerte. El funeral se celebrará en la catedral de Grace el martes próximo.

Era un día fresco del otoño de 1960 en San Francisco. John F. kennedy acababa de ser elegido presidente. Sa muel Hamilton estaba sentado a la Tabla Redonda del bar Camelot, una mesa que había compartido con Reginald casi todas las noches durante mucho tiempo. Mal podían imaginar los propietarios del bar que un día los eruditos elegirían ese nombre para referirse al corto mandato de kennedy.

Samuel era originario de Nebraska, de ascendencia medio escocesa medio alemana, y había abandonado sus estudios en la Universidad de Stanford hacia el final del segundo curso, cuando unos asaltantes desconocidos atracaron y asesinaron a sus padres. El duelo lo llevó a beber más de la cuenta y un día, borracho, se estrelló de frente contra otro coche, hiriendo de gravedad a una joven. Habría ido a la cárcel, pero lo salvó un abogado de San Francisco. El incidente le costó la licencia de conducir, suspendida por tres años, y lo sumió aún más en una oscuridad de la que no había salido.
leyó con tristeza el texto de la esquela necrológica publicada en el periódico donde trabajaba vendiendo anuncios clasificados. la muerte de Rockwood no contribuía a mejorar su estado de ánimo. Incapaz de superar la pérdida de sus padres, llevaba seis años dando tumbos sin una meta fija, arrastrando una depresión que parecía decidida a eternizarse y que le servía como excusa para su falta de ambición. ¡Y ahora esto! Había perdido a la persona con la que compartía copas y penas casi a diario. Durante un par de años había escuchado con admiración y una cierta dosis de envidia las historias de Reginald sobre viajes por el mundo y conquistas de mujeres exóticas en cada rincón del planeta. Incluso habían hablado de la posibilidad de hacer juntos uno de esos aventureros viajes. Para alguien en el estado en que se encontraba Samuel, Reginald era como un salvavidas.

Perplejo, se rascaba la cabeza, donde el pelo rojo era cada vez más escaso, mientras chupaba con fruición de un cigarrillo sin filtro. De los hombros le colgaba, flácida, una americana ancha, con las mangas plagadas de quemaduras y espolvoreada de caspa. Todo en él contrastaba con el pulcro Rockwood, que había sido un hombre apuesto, a pesar de la sonrisa desdeñosa que a menudo le torcía la expresión. Samuel recordó las marcadas arrugas que su amigo tenía en las comisuras de la boca y los ojos, que seguramente podían atribuirse a la vida fascinante que llevaba. No le restaban atractivo a su apariencia: delgado, de huesos largos, abundante pelo liso y negro, aplastado hacia atrás con gomina, ojos de párpados pesados, cejas bien dibujadas, como un actor italiano. Era — según Samuel — impecable en el vestir. De hecho, nunca lo había visto con otra cosa que no fuera un esmoquin. En más de una ocasión Samuel se había preguntado si el atuendo de Reginald no estaba un poco fuera de lugar, pero nunca se había atrevido a mencionarlo. ¿Quién era él para opinar sobre moda? Su amigo era de hábitos nocturnos y se movía en la alta sociedad, donde tal vez el esmoquin era de rigor. Sacudió la ceniza del cigarrillo apuntando hacia el cenicero, pero falló y una parte fue a parar a la mesa, mientras el resto flotaba ligero hacia el suelo.

Eran las once de una mañana de sábado. Desde el bar se podía contemplar la bahía de San Francisco y los tranvías que alertaban a campanazos antes de girar y descender desde Nob Hill. En días fríos y con ventisca, como ese, los conductores les facilitaban mantas a los pasajeros para cubrirse las piernas durante el trayecto. A esa hora Samuel era el único cliente sentado a la mesa. llamó a Melba, copropietaria del Camelot, una mujer que debía de tener unos cincuenta años, pero parecía mayor porque el tabaco, el alcohol y el trabajo la habían curtido. Tenía voz ronca de marinero y su única frivolidad consistía en pintarse las canas con visos azulados. En la luz del bar su pelo parecía una peluca.

—¿Te has enterado de que Reginald Rockwood ha muerto?

—leí la esquela en el periódico. ¿Qué le pasó?
—No sé.
—Era un gilipollas cuando estaba vivo y sigue siéndolo ahora que ha muerto.

—¿Cómo? — exclamó Samuel — . Yo creía que por aquí caía bien y era respetado. lo que está claro es que tenía pinta de triunfador.

—¡Y una mierda! El tío siempre iba por ahí con su puto esmoquin como si estuviera de camino a una puesta de largo, pero hay que afrontarlo: si de verdad hubiese sido un triunfador, no habría venido aquí a pasar el rato.

Samuel dejó pasar el comentario que, en buenas cuentas, podía tomarse casi como un insulto personal.

—lo que a ti te pasa es que estás cabreada porque te debía doscientos dólares y lo más probable es que no los recuperes. ¿O es que sabes algo de él que yo ignoro?

—Es solo una impresión — contestó Melba — . Solo una impresión.

—¿Y en qué te basas?
—En que era un gilipollas y apretado como culo de mula. Aunque venía todas las noches, nunca invitó a una copa a nadie y ni siquiera pagaba las suyas.

—Siempre te cayó mal porque no te dejaba propina. —Es más que eso. ¿A que nunca lo viste comer nada, excepto lo que hay en la mesa de aperitivos del fondo?

—Eso es cierto. Pero siempre iba de camino a alguna fiesta importante. llevaba la invitación en el bolsillo de la chaqueta y solo pasaba por aquí para picar algo y tomarse una copa antes.

—Vale, hagamos una apuesta — dijo Melba — . Diez pavos a que no encuentras una sola persona por la que ese tío se haya gastado ni un centavo.

—Pero ¿qué dices? ¡Si iba a llevarme a Marruecos! Ya había comprado los billetes, o por lo menos eso es lo que me dijo en más de una ocasión.

—Ya, claro, enséñamelos. — Melba se rió.
—Vale, acepto la apuesta — dijo Samuel, desarmándola con la sonrisa que lo iluminaba cuando estaba contento o creía que había dado un golpe maestro, como en el caso de aquella apuesta. Sin embargo, no tenía ni idea de cómo demostrar que Reginald realmente tenía los billetes de avión.

Se quedó absorto, fumando, bebiendo a sorbitos su whisky con hielo y reflexionando. Había pasado mucho tiempo hablando con Reginald y pensaba que lo conocía. lo creía una persona sensible y culta, que comprendía los complejos problemas del mundo. Desde luego, no lo consideraba un agarrado ni un gilipollas, como insinuaba Melba, aunque incluso ella debía haber confiado en él, ya que le había prestado una suma muy considerable. Samuel se habría quedado con esa idea de su amigo y continuado con su mediocre existencia de no haber ido al anunciado funeral de Reginald en la catedral de Grace, el martes siguiente.

llegó pronto, pensando que iba a haber mucha gente. Pero se encontró con la iglesia desierta. Esperó hasta la hora señalada, pero ni empezó el funeral ni tampoco parecía que hubiese nadie interesado en asistir a ningún servicio. Se acercó a la entrada de la iglesia y miró el tablón con las actividades programadas para el día, pero en ninguna se mencionaba a Reginald Rockwood. Pensando que se había equivocado de fecha, se acer

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