Pobres corazones

Melina Torres

Fragmento

LUNES

Dos pescadores empujaban la ansiedad con un mate amargo demasiado lavado. Atrás, el río escondía un deseo, una angustia y una deuda.

Más allá, unos hermanitos apuraban la mañana con un desayuno escaso mientras miraban, impávidos, las dos torres de enfrente incrustadas sin pudor en el paisaje y que desentonaban como implante nuevo en una dentadura gastada.

Frente al río, una vista robada y de postal: barrio Nuevo Rosario. Llamémosle “barrio” por poner un nombre a ese lugar donde duermen los edificios más fastuosos de la ciudad.

La cuestión es que ahí estaba Silvana Aguirre, con cara de perro malo, tratando de entender la lógica de un portero eléctrico sin timbres: tan solo un teclado con letras y números, mientras un sereno la escrutaba desde una casilla de seguridad. Aguirre tecleó lo que Gambartes le había dicho: “Pietro Castillo 4”. Supuso que el doble apellido pertenecía al dueño de la casa y el 4 al cuarto piso, que sin duda ocupaba toda la planta. Todo eso pensó en el ascensor —vidriado y mirando al Paraná— y cuando se abrió la puerta confirmó que estaba en lo cierto. Sin saludar, dijo:

—¿Gambartes, por qué mierda me mandaste a llamar si esto es un robo?

—Esperá, Aguirre, no te adelantes —le respondió el uniformado, haciendo un gesto con la mano derecha.

Como si no lo hubiera escuchado, Aguirre continuó:

—¿No sabés que estoy en el Departamento de Criminología? Tiene que haber unas gotas de sangre para que los que trabajan conmigo muevan un poco el culo.

Esa era Aguirre en acción, mal hablada, malhumorada e intransigente, salvo que le prometieran un asado a la estaca. Hacía ocho años que trabajaba para la Dirección Provincial de Análisis Criminal de Santa Fe. Había llegado al puesto por un concurso abierto que ganó con una tesis dedicada a la intervención policial ante el delito de trata de personas, que sentó precedente dentro del Ministerio de Seguridad de la provincia.

—Mirá, Aguirre: te llamé porque la sirvienta pidió por vos.

Escuchar sirvienta no hizo sino aumentar la cólera de Aguirre.

—A ver, Manco pelotudo —subió el tono de voz—, tampoco te enteraste de que estamos en el siglo veintiuno y que esa palabra quedó exactamente donde quedó tu reputación.

Era cierto, Gambartes se había ganado el apodo a fuerza de manotear favores pero nadie, excepto Aguirre, se lo decía abiertamente.

A regañadientes, Gambartes le explicó que allí vivía un matrimonio. La mucama había robado joyas y dinero en efectivo y fue descubierta por el dueño de la propiedad, quien rápidamente llamó a la policía para hacer la denuncia:

—Las alhajas y el dinero se encontraban en el bolso de la doméstica —explicó Gambartes—. Pero dijo que solo iba a asumir su culpa si vos le tomabas declaración y que no habla con nadie más.

—Aaah, bueno —cruzó los brazos—, y como a esta mujer se le ocurre esa genialidad vos no tenés otra opción que llamarme. ¡Dejame de joder, Gambartes!

—Esperá que siga —intervino—. Si tuvieras buenos modales te iría mejor, Aguirre.

—¡Esto es lo último, Gambartes! Vos —lo apuntó con el dedo medio— me llamaste por un robo del orto y encima me estás dando clases de educación. Me voy a la mierda.

Giró en dirección a la puerta del ascensor.

—Aguirre, pará un poco, la sirvienta quiere denunciar “un caso de violencia de género” —dijo Gambartes dibujando un par de comillas en el aire—, por eso quería que te llamaran.

—Goool, Gambartes —Aguirre aplaudió—, aprendiste a decir violencia de género, capaz hasta te aprendiste la tabla del dos. No me la digas, dejá. Me puede dar un infarto.

—Te juro que la vieja es una desquiciada y se calmó solo cuando le aseguré que venías. ¡Cómo te gusta tocarme los huevos, Aguirre! —dijo Gambartes y señaló con ambas manos en dirección a sus testículos.

—Mirá, es vox pópuli que a mí lo que menos me gusta es tocar los huevos y, si me imagino los tuyos, me dan arcadas —contestó Aguirre en tono amistoso.

Gambartes hizo una mueca de risa.

—Dale, Aguirre, vamos, con vos es siempre lo mismo —agregó mientras la llevaba hasta la cocina, donde se encontraba la presunta ladrona.

Atravesaron un hall de entrada que tenía el tamaño de un monoambiente y que estaba apenas iluminado por una hilera de leds que apuntaban directamente a un cuadro de Milo Lockett de cuatro metros por tres. Los ventanales de la cocina tenían una vista privilegiada a las islas entrerrianas del otro lado del río Paraná y las alacenas, superficies y paredes mostraban una blancura de revista de decoración. Sentada en una silla de diseño escandinavo esperaba una señora de unos setenta años, con cara de cansancio y preocupación. Tenía las manos arrugadas y pecosas y las uñas pintadas de rojo carmín. Alrededor, custodiándola, dos jóvenes policías chequeaban sus teléfonos celulares. Al llegar Aguirre, levantaron la vista y los guardaron, pero a uno de ellos el pitido de la recepción de mensajes le seguía sonando y, mientras intentaba apagarlo, se le puso roja toda la cara. Aguirre dio una mirada rápida a su alrededor, la cocina combinaba la clásica versión con hornallas a gas y una placa de vidrio con hornallas eléctricas. Sobre el mármol blanco descansaba una cafetera idéntica a las de los bares, pero de menor tamaño, con una botonera que decía, cappuccino, espresso, latte. En la pared había un imán horizontal desde donde colgaban distintos tipos de cuchillos ubicados obsesivamente por tamaño, de mayor a menor. Pero fue la heladera color gris plomo, sin un solo imán de rotiserías o pedidos a domicilio, lo que más le llamó la atención. Casi tan grande como el baño de su oficina, en la parte inferior el freezer se abría como un cajón y en la de arriba tenía un dispenser de agua con una botonera que marcaba los grados. Seguro esa heladera tendría la alarma sensor de puerta abierta como había visto en una propaganda y podía hacer distintos tipos de hielo: en cubitos o para tragos.

—Decime que esta señora es el cerebro de una banda de narcocriminales. ¿Gambartes, estás seguro de lo que estás haciendo? —dijo mientras achinaba la mirada.

De algún lugar del lujoso departamento se escuchaba a un hombre, a los gritos, hablando por teléfono.

—Ah, ya entiendo. Le tocaron el culo a un pez gordo, y vos te querés ganar la medalla de honor —dijo Aguirre.

Los policías a cargo de Gambartes no podían creer el modo de manejarse de Aguirre, en cambio la mucama daba señales de satisfacción y aprobación con la cara mientras hacía tamborilear los dedos sobre la mesa.

Cuando Gambartes se decidía a explicarle los detalles del llamado a la seccional, apareció en la cocina un hombre de un poco más de cuarenta años, con una impecable camisa blanca, pantalón de vestir color caqui y una huella de perfume importado de esos que aún no tienen imitación en el mercado negro. Casi como en un acto reflejo, Aguirre miró sus manos. Las uñas prolijamente limadas, los padrastros recortados, sin callosidad alguna. Ese hombre no fumaba. Seguramente se levantaba y tomaba un jugo de naranjas recién exprimido y mantenía una rigurosa dieta con base proteica y la mínima ingesta de carbohidratos. Esas manos se las conservaba una esteticista. Sin dudas, pensó Aguirre, su botiquín estaba repleto de cremas compradas en el freeshop, geles aftershaves, lociones y espuma para baño.

—Esta ladrona tiene que ir ya mismo presa —fue lo primero que el hombre dijo a los gritos—. Desagradecida. —Señaló con el dedo índice a la mucama que seguía sentada e inmutable—. Se te van a ir las ganas de robar.

—Momentito —lo interrumpió Aguirre—, primero se sienta y segundo baja la voz.

—¿Y usted quién es?

—En todo caso, las preguntas acá las hago yo.

—No me diga, no tiene idea con quién está tratando. Primero le aclaro que soy abogado, segundo que este es mi departamento y tercero que…

—Usted a mí no me aclara nada —lo cortó en seco Aguirre—. Yo estoy haciendo mi trabajo y actúo con todos los ciudadanos de la misma manera, así sean abogados o domadores de leones.

Con el rostro desencajado, el dueño de casa buscó la mirada de Gambartes.

—Doctor, mientras usted hablaba por teléfono, decidimos llamar a la inspectora, porque la presente —dijo Gambartes con voz temblorosa y señalando a la mucama— no está dispuesta a hablar si no le toma declaración una mujer.

Enseguida Aguirre salió a secundar a Gambartes que, pese a no ser santo de su devoción, había actuado bien al llamarla. De esa jugada Gambartes no podría manotear ni un centavo.

—Demasiadas explicaciones, Gambartes. Vamos al procedimiento formal. Primero le voy a tomar testimonio a la presunta acusada y luego a usted. —Miró al abogado—. Les pido que me esperen allá —agregó Aguirre, señalando en dirección a un espacioso living con una inigualable vista al río.

—Esto es inadmisible —dijo el abogado.

—Cómo se nota que usted no tiene idea lo que es algo inadmisible. Mire, no me haga perder el tiempo. Si quiere, cuando yo me retire, usted me abre un sumario y punto. Le voy a dejar mis datos en un papelito colgado en la heladera así le ahorro tiempo. En cambio, ahora, se deja de romper las pelotas y se sienta hasta que yo termine con mi trabajo.

El lenguaje de Aguirre, el tono severo de su voz y la mirada inquisidora lograron que los cuatro varones se dirigieran al sector indicado por ella. Sabía moverse en un mundo masculino, eso estaba claro. Una vez a solas con la mucama, cerró la puerta corrediza que comunicaba el espacio del living con la cocina para lograr privacidad.

—Voy a ser breve. Le voy a tomar testimonio, pero no sé si sabe que tiene derecho a un abogado y también tiene derecho a no declarar ahora. Aunque como siempre digo “es bueno colaborar”, sobre todo si se lo pedimos por las buenas. ¿Usted se declaró culpable del robo de las joyas del que se la acusa y habló sobre violencia de género?

—Sí y no —contestó la mucama.

—Señora, si me quiere buena, puedo ser la virgencita de San Nicolás. Pero si me hizo venir al pedo le aclaro que no la va a sacar barata. Empecemos por lo primero. Dígame su nombre completo.

—Yo la hice venir porque esto no es lo que parece.

—Usted responde a lo que yo le pregunto y punto.

—Bueno, me llamo Rita Adelfa Ambrosino.

—¿Edad?

—Los que parecen y más.

—Ya le dije…

—Está bien, sesenta y cinco años.

—¿Nacionalidad?

—Chaqueña.

Aguirre hizo una breve mueca con la boca y anotó diciendo en voz alta: nacionalidad argentina.

—Ahora, me explica lo del robo.

—No es un robo, es un simulacro de robo.

—Ajá, ¿y eso cómo sería?

—Que yo no robé nada. Que solo puse los gemelos del señor y las joyas de la señora en mi bolso.

—Bueno, usted sabe que poner lo que no nos pertenece en nuestro bolso es algo así como robar. Es un delito, no sé si me comprende.

—Sí, doña, no soy paspada. Pero lo que le quiero decir desde hoy es que yo no lo robé. Lo puse en mi bolso porque me lo dio la señora.

—Rita —dijo Aguirre con cara seria—, yo no sé hasta dónde quiere llegar usted.

—Mire, todo esto es idea de la señora Angélica, que ya se tiene que estar despertando si no le dio una dosis muy alta —dijo la mucama y miró ansiosa en dirección a una puerta.

Aguirre respiró profundo.

—A las adivinanzas conmigo no. ¿Quién cuernos es Angélica?

—Yo soy Angélica —dijo una mujer rubia acodada sobre el marco de la puerta.

Angélica Laudo tenía el pelo rubio, pero de ese rubio no mentiroso. La mirada verde, de selva recién llovida, un camisón de seda que la tapaba poco y nada y la vestía con un glamur de estrella de cine de los años cincuenta. El pelo revuelto, de horas de descanso, y el cutis blanco sin sospecha de maquillaje. Angélica combinaba con su nombre porque ese rostro inocente no hubiera soportado otro nombre que no fuera ese. Aguirre pensó enseguida que esa era la mujer más bella sobre la faz de la tierra. Por un momento se olvidó de su trabajo, de su oficina, de la inmundicia de la muerte, y se imaginó manejando con ella a su lado sin un destino fijo escuchando “A fuego lento” de Rosana a todo volumen. Por un momento se sintió feliz.

—¿Le pasa algo, oficial? —preguntó asombrada la mucama.

—Perdón, tuve un lapsus —respondió Aguirre al segundo—. ¿Usted quién es y dónde estaba? —agregó mirando sorprendida en dirección a Angélica.

—Lo que dice Rita es todo cierto —dijo la rubia mientras se acercaba hacia ambas mujeres—. Yo tuve la idea del simulacro de robo —hablaba balbuceando, como si le costara cada palabra que salía de su boca—. Hace dos años que mi vida es un infierno. No siempre fue así. Estoy mareada porque los sedantes todavía me están haciendo efecto.

Aguirre pudo corroborar que la blonda apenas podía mantenerse en pie, lo que le daba un aire de fragilidad y la volvía aún más atractiva. Enseguida se paró y fue en su ayuda ofreciéndole una silla.

—La noto muy pálida, ¿está segura de que quiere seguir?

—Sí, no se preocupe, siempre es así al principio, cuando me levanto.

—Parece endrogada —acotó la mucama—. Pero es normal. Siempre se levanta así como medio… —movió la mano de un lado a otro.

—Es normal, ya se me va a pasar —aseveró la rubia.

—Parece como borracha pero es siempre así…

—Ya está, Rita —murmuró Angélica mirándola fijo—, la oficial ya entendió.

—Bueno, empecemos por lo primero: dígame por favor su nombre completo, cuántos años tiene y de dónde es.

—Claro, me llamo Angélica Gladis Laudo, tengo 28 años y nací en Charata, Chaco. ¿Conoce?

Angélica tenía el hablar pastoso, y la cantidad de luz que entraba por el ventanal la cegaba, obligándola a entrecerrar los ojos. Aguirre interrumpió la conversación y, aunque no veía cortinas, le pidió a la empleada si era posible tapar de algún modo las ventanas. Rita se paró y apretó el botón de un control remoto que estaba encima de la mesada. De pronto los vidrios se empezaron a opacar de tal modo que quedaron polarizados, dejando la cocina casi a oscuras.

—Me decía… —le dijo Aguirre a Angélica.

—Que si conoce Charata, oficial.

—Sí, pasé en una ocasión, por un trabajo. No parece chaqueña.

—¿Por qué lo dice, oficial?, ¿por mi pelo rubio? Soy descendiente de ucranianos. Mi abuelo vino al país con una miseria bárbara y se instaló en esa parte de Argentina porque ya tenía parientes ahí.

—No, no lo decía por su color de pelo, lo decía por su tonada —mintió Aguirre sonrojándose—. Pero por favor continúe con lo que me contaba. Cómo es que llegó hasta aquí y qué vínculo mantiene con el dueño de la casa.

—Es mi marido, no soy una prostituta, no se equivoque.

—No. Yo no estoy pensando eso.

—Perdón, es que estoy susceptible. Imagínese quién me va a creer que hace un mes que estoy secuestrada en mi propio hogar.

—¿Pero no dijo dos años? —preguntó confundida Aguirre.

—Sí, dos años de un infierno horrible —dijo Angélica con lágrimas en los ojos—. Primero empezó a revisarme el celular y a esperarme a la salida de todos los lugares, luego las redes sociales, hasta que un día llegó el primer insulto. Yo pensé va a ser una vez, se pasó de la raya, está muy estresado. Pero no. Cada vez fue peor. Empezó a prohibirme que visite a las dos amigas que tengo, que vaya a la facultad, imagínese que me prohibió que salga a hacer las compras al supermercado.

—Ah, ¿usted está estudiando?

—Sí, casi terminando la carrera de Administración de Empresas. Vine por eso, para poder estudiar y porque realmente lo amaba. Es decir, al otro, al que era cuando lo conocí. O a lo mejor siempre fue así y yo no me di cuenta. Lo último que hizo fue directamente encerrarme porque sabía que ya me había cansado.

—¿Un mes?

—Sí, un mes. Le dije que nadie me creería.

—No, disculpe —agregó sonrojada—. No me malinterprete, es que…

—No se preocupe, oficial, ya sé que esto no va a ser fácil. Pero imagínese la vergüenza que siento de ser tan estúpida. Es que las cosas no suceden de la noche a la mañana, es de a poco, una gota y después otra y otra. Y el maltrato psicológico: que soy una ignorante, que soy pobre, que soy frágil, que nadie me va a creer, que estoy sola.

—Usted fue muy valiente y muy inteligente en planear esto —dijo Aguirre intentando no sonar condescendiente.

—No se preocupe, en serio. Lo cierto es que al principio no me daba cuenta, pensé que el sueño que tenía se debía probablemente a que quería escapar de la situación aunque sea durmiendo. Y después entendí que me dopaba sin que yo lo notara.

—¿Pero la obligan a tomar estos somníferos o se los pone en alguna comida? Vi todo tipo de maltratos, créame, pero esto es de una inventiva tremenda.

—Vio lo que le digo, parece de película, nadie me va a creer —dijo agarrándose la cabeza con las dos manos.

—No me refiero a eso. Yo sí le creo. Por favor, continúe.

Angélica miró fijo a Aguirre como si no pudiera decir lo que le pasaba en la cabeza. Empezó a morderse los labios y los ojos se le hincharon, casi a punto de estallar.

—Si quiere hacemos una pausa, pero necesito que me informe algo para saber cómo proceder.

La rubia seguía callada mordiéndose los labios y, con una mirada de desesperación, soltó:

—Al principio no me daba cuenta, a lo mejor me lo ponía en mis infusiones, pero ahora me obliga a tomar la pastilla y paso el día entero durmiendo y no sé qué sucede cuando esto ocurre…

Mientras escuchaba a la testigo, a Aguirre se le empezó a endurecer la mandíbula y, sin darse cuenta, cerró los puños. Sabía que, si se descontrolaba, si actuaba impulsivamente, iba a ir hasta el living y le rompería la cara de una piña al abogado. Empezó a tomar aire, a hacer los ejercicios de visualización que había aprendido para estas ocasiones y habló lo más serena que pudo:

—Mire, confíe en mí, no voy a hacer más preguntas porque entiendo que la tienen secuestrada en una modalidad muy compleja… ¿la señora es pariente suya? —dijo Aguirre señalando a Rita, que seguía sentada, imperturbable.

—No, Rita trabaja hace años con él —respondió secándose las lágrimas con una servilleta de papel—. Siempre supo de los maltratos psicológicos, pero qué iba a hacer si yo no lo denunciaba. Si no fuera por ella y su valentía, hoy no estaría acá.

—Ambas son muy valientes —acotó Aguirre.

—Imagínese que Rita —siguió Angélica— a partir de hoy no tiene más trabajo, con todo lo que ella y su familia necesitan este dinero. Ella sabe que yo no tengo un centavo ahora, pero que apenas pueda la voy a ayudar. ¿No es cierto, Rita?

La mucama bajó la mirada y asintió con la cabeza como si fuera lo único que pudiera hacer. De pronto entró a la cocina el abogado. Gambartes venía detrás, como si no hubiera podido retenerlo en el living.

—Amor, ¿qué hacés levantada? —dijo intempestivamente.

—Un momento —lo cortó Aguirre mirándolo fijo—, a usted nadie le dio autorización para venir hasta acá. Le dije que me esperara allá —señalando el living—. Se lo pedí de buenos modos, pero a usted parece que no le interesan los modales.

—En mi casa hago lo que quiero.

—No me diga. Bueno, le comento que tiene derecho a un abogado, que intuyo que puede pagar, si no hágamelo saber y yo le recomiendo alguno.

—Usted a mí no me va a enseñar cómo son las cosas.

—¿Ah, no? Y si le digo que el presunto robo del que se acusa a esta mujer —dijo señalando a Rita— tiene menos pena que la detención ilegal de una persona.

—¿De qué habla esta loca? —gritó Pietro Castillo mirando a Gambartes.

—De que esta señora —dijo Aguirre señalando a Angélica— tuvo que montarse toda la trama del robo porque está secuestrada hace un mes en su propio domicilio.

—Angélica, amor —dijo el abogado mirando a la rubia—, me explicás qué está pasando, que no entiendo nada.

Angélica sollozaba sin levantar la vista.

—Ya se lo expliqué yo, señor —lo paró en seco Aguirre—, pero se lo vuelvo a repetir: usted está acusado de privación ilegítima de la libertad.

—Amor, mirame. ¿Te volviste a drogar? Esto es muy extraño, por favor, es un mal sueño, mirame, Angélica, por Dios, mirame.

—Terminala, perverso de mierda —gritó Aguirre, a quien a estas alturas ya no le funcionaban los ejercicios de visualización—. Te vas a pudrir en la cárcel, yo misma me voy a encargar de eso.

—¿Qué está diciendo esta desquiciada? —dijo el abogado buscando la mirada de Gambartes—. Yo no se lo voy a permitir.

—Mire, Pietro Castillo, deje los permitidos para su dieta baja en calorías. Ahora mismo está detenido. Gambartes, procedé —ordenó Aguirre en dirección a Gambartes, que estaba blanco como una hoja de papel—. No es necesario que baje esposado, pero si se resiste no dudes en ponérselas.

Los dos hombres de Gambartes miraban la escena como si se tratara de esas series de Netflix que veían por la pantalla de sus celulares cada vez que les tocaban las interminables guardias. Habían estado pocas veces en un departamento como ese y frente a una mujer como Angélica. Gambartes tenía la espalda recta y los brazos le caían rígidos al costado del cuerpo. Quién sabe qué clase de pensamientos corrían por su cabeza, lo que sí se notaba es que Aguirre emanaba una autoridad como pocas veces había sentido en su vida. Esta sería otra de las anécdotas que iban a circular en la fuerza para agrandar o minimizar la figura de Aguirre.

—No sabe con quién está hablando —dijo Pietro Castillo señalando con el índice a Aguirre—. Soy abogado y esto le va a costar el puesto.

Aguirre se acercó hasta Pietro Castillo y, a centímetros de su cara, dijo:

—¿Sabés cómo me como yo a los abogados? “Ammm” —pasó la lengua por la boca en señal de placer—, bien condimentados, como te va a quedar el orto de tantos años en la cárcel.

La escena parecía irreal para Rosario, para la policía de Santa Fe y para ese departamento que de tan lujoso daba impresión estornudar. Gambartes tuvo que apretar los labios para no soltar una carcajada.

—Señoras —dijo Aguirre acercándose a las dos mujeres con voz serena—, esto vamos a tener que realizarlo en fiscalía de una manera más formal. Si usted está de acuerdo —dirigiéndose a Angélica—, se pone una ropa más conveniente y las llevo en mi auto. Las espero abajo.

La mucama seguía sentada observando, calma, la situación. En su vida, estaba claro, había visto más de una escena de violencia.

—¡Sí, oficial! —respondió la rubia. Pero mientras pronunciaba estas palabras empezó a tambalearse y, como si pesara menos que una mosca, se desplomó casi sin hacer ruido.

Aguirre se arrodilló a su lado mientras Gambartes, rápido de reflejos, llamaba a la ambulancia. Los otros dos policías seguían sin hacer nada, sobrepasados por la situación o a causa de la inoperancia habitual.

—Traele un vaso de agua —dijo Aguirre a uno de ellos.

—¿Quiere que intente una respiración boca a boca? —sugirió el más joven.

—No seas salame —dijo Aguirre —, no ves que está desmayada.

—Ustedes dos —dijo Gambartes señalando a sus hombres—, bajen con el detenido y esperen la llegada de la ambulancia.

—¡Esto no va a quedar así! —seguía gritando el abogado mientras lo sacaban de su departamento—. ¡Te voy a hundir, negra de mierda! —amenazó mirando a Aguirre.

Los médicos de urgencia llegaron en menos de quince minutos. Angélica ya había recuperado la conciencia, pero seguía tirada en el piso. Seguramente el desmayo había sido provocado por el estrés de lo que estaba viviendo y en parte por los sedantes. Mientras uno del equipo de emergencias le tomaba la presión y le revisaba los signos vitales, Aguirre apartó al otro, le explicó toda la situación y le pidió que la llevaran a un hospital. También hizo que Gambartes solicitara la activación del protocolo para víctimas de violencia de género que la provincia tenía a disposición. Aguirre miró su reloj pulsera y le dijo a la mucama que en una hora iba a pasar por el hospital. Que lo mejor era que ella la acompañara y no se moviera de su lado. Debía ir a la oficina para ver cómo estaban las cosas y dejar todo en manos de Ulises Herrera para poder dedicarse personalmente al caso y actuar rápido.

Mientras bajaba en el ascensor Aguirre sintió un leve cosquilleo en el bolsillo derecho de su pantalón. Se dio cuenta de que tenía el teléfono en vibrador, lo sacó y atendió:

—Silvana, dónde estás que me tenés preocupado.

—En un caso, Ulises. Desde cuándo te preocupa tanto que llegue un poco más tarde.

—Precisamente porque nunca llegás tarde. Te llamé pila de veces y nunca contestaste.

—Ah, puede ser, es que lo tenía en modo vibrador y no me di cuenta.

—Con que de vibradores viene la mano —dijo Herrera en tono jocoso.

—Dale, Ulises, dejate de boludeces —riéndose—. Qué te pasa que me llamás tanto.

—Es que acá hay una señora mayor que quiere hablar con vos.

—¿Qué? ¿Otra más? ¿Pero qué se creen que soy? ¿El gabinete psicológico del PAMI?

—¿Cómo que otra más? —dijo Herrera confundido—. No entiendo nada.

—Dejá, después te explico. Te lo mando al Manco Gambartes con un detenido. Un guitudo con demasiadas preguntas en el culo sin resolver. Tomale declaración que yo voy en camino y ahora en un audio te explico bien toda la situación. Prendé un samurái.

—Un sahumerio querrás decir.

—Si ya entendés lo que es para qué me explicás.

—¡Porque un día le vas a decir lo mismo a alguno de estos boludos que tenés a cargo y te tienen tanto miedo que van a ir a China, van a buscarte un gordo y te lo van a quemar vivo! Vos ya sabés lo que es una orden tuya.

Claro que sabía lo que significaba una orden suya, eso se lo había ganado a fuerza de trabajo y empecinamiento. Ulises Herrera era su único hombre de confianza.

Herrera la había llamado por uno de los sesenta y cinco asesinatos que, según las estadísticas, iban a tener ese invierno. Por suerte faltaba para Navidad y Fin de Año, fechas en las que la televisión y las redes sociales machacan con el reencuentro, los balances o la unión de la familia y que provoca un resultado completamente inverso: es la época donde se producen más asesinatos. No es poca cosa lidiar con la buena energía. El de esa tarde era un crimen que a simple vista parecía resuelto: un hombre encontrado muerto en su domicilio y una mujer que se autoinculpaba. Un caso cerrado si Aguirre no hubiera querido escuchar el relato desopilante de Alfonsa Godoy.

Cuando abrió la puerta de su oficina lo primero que encontró fue la mirada desviada de Alfonsa Godoy: un ojo enfocaba para un lado y el otro, que parecía ser de vidrio, miraba en el sentido exactamente contrario. La anciana estaba encorvada sobre el escritorio con un pañuelo de tela hecho un bollo en la mano. Se levantó al ver a la oficial en un gesto de respeto que Aguirre detuvo al instante.

—No es necesario, señora. Siéntese.

Aguirre sintió un aguijonazo que venía de la infancia. La señora le recordó a su abuela, casada demasiado joven con un gringo bruto que la quiso como pudo. Herrera entró a la oficina con una taza de té que le había preparado porque por esos días estaba haciendo un curso online sobre hierbas medicinales. Cuando Aguirre tomó el primer sorbo sintió un sabor amargo en el paladar y lo miró inquisitivamente:

—Silvana, cambiá esa cara —dijo Herrera—. Es un té depurativo, te va a venir bien para compensar el ácido úrico que te habrás metido el fin de semana.

Aguirre sonrió, era ilógico pensar que una taza de té cambiaría el ácido úrico de los riñoncitos del domingo, pero celebraba la nueva etapa de Herrera, el curso anterior había sido de automaquillaje y cuidado del rostro y ella no sabía qué hacer con la cantidad de cremas acumuladas en su baño que jamás iba a probar. Sin mediar palabra se dirigió a Alfonsa Godoy.

—Cuénteme qué sabe del crimen de Carlos Gauna y de la detenida Estela González.

—La Estela tendría que dejar de trabajar de puta, porque ella sabe que las carnes un día se caen y todos esos que ayer te bendecían y te decían que eras la más linda de todas las lindas hoy si te he visto ni me acuerdo —explicó Alfonsa sin importarle si respondía o no a la pregunta.

—Es la ley de la gravedad… a todos nos pasa —interrumpió Herrera.

—Ulises, esto no es una charla de peluquería —dijo enojada Aguirre—. Esperá afuera. Siga, Alfonsa.

—La Estela lo sabe, porque así le pasó a su madre, la pobre. Había que ver qué hermosura de chica. Era tan linda que los pájaros se le acercaban para mirarla bien de cerca. Por eso la envidiaban tanto y de tanto que la envidiaban la ojearon. Porque eso siempre te pasa. Y entonces ahí le empezó la mala suerte. Mirá que yo le dije: los granos de arroz se suben al instante cuando los pongo con agua y digo tu nombre, te hicieron un trabajo, pero de los fuertes porque mirá que me cuesta, y eso que a mí no me cuesta tanto. Lo más que me cuesta es cuando vienen los chicos con la mirada del perro. Eso porque van ahí abajo cerca del río donde duermen todos los perros y le sacan las lágrimas que tienen y se las ponen en los ojos y ahí empiezan a ver como perros. Eso me cuesta sacarlo porque cuando el animal lo tenés metido, lo tenés metido. Así le pasó a la madre de Estela.

—A ver, Alfonsa, vamos a ordenarnos —dijo Aguirre con un tono pausado—, usted me está hablando de la madre de Estela pero yo necesito que me hable específicamente de Estela González.

—Y encima se enamoró del patrón —siguió Alfonsa como si no la hubiera escuchado—. También cómo no se va a enamorar si él era tan lindo y viera que la traía hasta acá. Yo le decía qué no se deje hacer tanto, no te dejés hacer tanto... pero bueno, se quedó embarazada y a él se le fue todo el amor enseguida. Le dio unos billetes pero le alcanzaron apenas para los tres primeros meses. Y ella con una gurisita que le daba por llorar toda la noche y de día dormía. Así era la Estela, señora, mañosa desde chica. Yo me las traje para acá porque pobres ellas dos con tanta gente allá. Y la madre de la Estela no viera cómo se puso. De flaquita a gorda como una lechona a punto de parir. Si hasta se le volvió más rosada la piel. Yo le decía tenés que dejar de comer y salí a buscar trabajo que acá nos vamos a comer entre las tres y más vos que estás comiendo como una vaca hambrienta, pero difícil que el chancho chifle. Y mientras la Estela que lloraba, pero ay se puso tan linda la chinita. Era compradora, no sabe cómo se reía de todo, viera. Después pasó eso de que nos quedamos la dos solitas, porque cuando te hacen el mal, te hacen el mal.

—Espere, espere, espere —interrumpió Aguirre haciendo una señal con la mano y mirando los papeles en los que constaban los datos de Alfonsa—. Si usted no es la madre de Estela, por qué dijo entonces ser su madre cuando le preguntaron qué parentesco tenía con la detenida.

—Porque había sido que lo que la madre de la Estela tenía era una bola adentro. Que se la van a sacar dijeron, si cuando la abrieron tenía la bola por todo el cuerpo. Y yo qué le iba a hacer, señora, me quedé con la chinita que cada día más linda se me puso. Y así fue. Si se me hace ayer que era tan chiquita y ya más de veinte años pasaron. Ni cuenta es que me di, si hasta se me desacomodó el ojo en la crianza. Mire. Y buena la saqué. Pero me heredó el mismo humor de la madre, porque el Carlo’ no era un mal tipo; no. Era un atorrante nomá, pero no era malandra, acá está lleno de malandras y una vez que no te encontraste uno tenés que cuidarlo. Por eso la Estela lo quería; y por eso yo le digo, señora, que la Estela no fue. Claro que acá hay quien dice que ella está loca, pero qué va a ganar la Estela con eso. Nada, qué va a ganar. Pero la gente habla por hablar nomá, porque acá todos hablan.

—Alfonsa, no se vaya por las ramas —volvió a interrumpir Aguirre—, cuénteme bien cómo fue que usted encontró a Carlos Gauna.

—Todo sangrado estaba, no viera, señora, maula daba más impresión que mirarle la cara al diablo. Porque acá mucha gente le vio la cara al diablo, después vienen y me dicen Alfonsa, quíteme la cara, quíteme la cara. Yo tanto no puedo, lo más que puedo es sacarte la ojeada, pero si al diablo lo tenés metido, lo tenés metido. Yo le digo, señora, que casi se me sale el estómago cuando me la encontré. Estaba ahí mamita tirada perdida y el Carlo’ entero abierto. Mirá que la Estela le va a abrir tanto. Estela m’hija levántese que el señor le está diciendo que se levante. Y ella ahí quietita. Estela el señor policía le va a preguntar m’hija levántese, y ella como sorda con la mirada ida. Ida totalmente, ni sé si me escuchaba. Ahí nomás los tipos, que ni les tiembla la mano, la agarraron, la metieron en un auto y se la llevaron. Señora no toque.

—¿Que no toque el cadáver le decían? ¿Quiénes? —quiso saber Aguirre.

—Que me vieron cara de ganso que voy a tocar eso. Mirá si yo voy a tocar eso que era una cosa como que ni se imagina, yo no le puedo decir porque si le digo ni se imagina, tendría que haberlo visto señora.

—Pero... ¿alguien le avisó, Alfonsa? Cómo es que usted llegó a la casa de Estela y Carlos antes que la policía.

—La Norma fue la que llamó a la policía, dice que escuchó como unos ladridos fuertes y ahí fue que me buscó. Alfonsa, venite que hay lío donde la Estela. Ay mire si se me puso el corazón en la boca. Qué me iba imaginar eso. Este es el mal de la madre de la Estela. Está en la sangre. Y mirá que lo quiso, cómo lo quiso. Yo le digo, señora policía, mirá si le vas a matar a alguien con tanto que lo quisiste. Todos hablan, porque hablar es gratis. Nadie viene y te toca la puerta y doña deme cinco pesos porque habla del otro. No, ahí sí que se callarían bien la boca. Pero como hablar es gratis, hablan.

—¿De qué habla la gente, Alfonsa? —volvió a preguntar Aguirre tratando de poner orden al caos de palabras de la mujer.

—Dicen que la Estela lo mató porque encontró a la Graciela saliendo de la casa una vez que ella volvía. Mirá si la Graciela lo va a mirar al Carlo’. Que acá todo el mundo sabe que el Carlo’ es más muerto de hambre que el mayor muerto de hambre.

—¿Quién es Graciela?

—La mujer del gordo Tartani, el que tiene a todos prendidos. Él le da la droga y es patrón de las más lindas, hasta de la Estela. Mirá si el Carlo’ se va a meter justo con la esposa del patrón de la Estela. Pero así las cosas. Y ahí está mi pobre Estelita que embrujada está desde chinita. Ni bocado prueba, si hasta la llevaron al hospital a enchufarle del suero para que se alimente. Y la gente viene y me dicen.

—¿Qué le dicen, señora?

—Alfonsa sáqueme la cara del diablo, pero cuando tienen que hablar, hablan pobre Estelita. ¡Qué los tiró de las patas! Estela m’hija tenés que comer algo le digo pero ella ni caso. Y usted, señora, usted me tiene que creer porque le veo en la cara que sabe que la Estela no fue. Se me va a morir señora, se me va a morir de tristeza, con todo lo que yo hice por ella.

—No se preocupe, Alfonsa. Yo la voy a ayudar. Se lo prometo.

Aguirre levantó el conmutador y pidió que un patrullero llevara a Alfonsa a su casa. Cuando salió de la oficina sintió que el cuerpo le pesaba demasiado. En la puerta de calle se encontró a Herrera con un montón de expedientes en la mano. Cuando la vio se le puso la cara blanca.

—Decime, Ulises, ¿qué sabés realmente del caso Estela González?

—No te va a gustar.

—Decímelo ahora.

—Que está bajo vigilancia estricta en el hospital. Parece que está en un estado deplorable, cuando fui a verla intenté tomarle alguna declaración pero no me dejaron.

—Bueno, vamos a esperar que mejore hoy y hablamos con ella mañana.

—Eso no es todo, Silvana.

—Ay, Ulises, hablá. ¿Qué sos, la novela turca de la tarde? Escupí todo. ¿Tenés las fotos del cadáver?

—Sí, son estas —dijo Herrera y se quedó esperando la expresión de la cara de Aguirre.

Cuando Aguirre tuvo las fotos en sus manos se hizo una pausa en la conversación.

—¿Vos sabías algo? —preguntó mirando atónita las fotos.

—Lo mismo que vos, Aguirre, recién me las dieron. ¿Llamo a los de Delitos Especiales?

—No, esperá, Uli, dame un par de días.

Herrera sabía que cada vez que Aguirre lo llamaba “Uli”, el favor era importante, pero también temía por sus cargos, y no era para menos. La causa correspondía a Narcóticos. No era un crimen común. El asesinado tenía la boca tapada con un repasador y los ojos torcidos. Era una firma mafiosa. El tipo había hablado de más. Delitos Especiales era un departamento que se había creado para combatir la entrada del narcotráfico a la ciudad, pero meses atrás el mismo jefe del departamento había sido señalado como un eslabón importante de la venta de drogas en Rosario. Aguirre sabía que el departamento estaba sucio.

—Silvana, vos sabés que nos jugamos los puestos, ¿es tan importante el caso?

—Sí, Ulises, le quiero decir a esa mujer qué cuernos pasó con su hija adoptiva y yo sé que en Delitos Especiales la causa puede saltar o no, depende de la guita que pongan encima. Si llegaron hasta la payasada de que un kilo de cocaína se transformó por arte de magia en azúcar. Imaginate… Tenemos que ir al barrio, Ulises, y tenemos que actuar pronto.

—No te entiendo, Silvana. Vos escuchaste la sarta de boludeces que dice esa vieja.

—Sí, escuché y no son boludeces. Tenés que afinar el instinto —y con voz grave agregó—: el instinto es lo que nos hace pensar que puede suceder algo.

—Nena, sos la Joan Collins de Rosario —respondió Herrera con una voz aguda que no intentaba cambiar cuando hablaba a solas con Aguirre, su mentora. La agarró del brazo y, como si una cámara los estuviera filmando, dijo—: Justicia, allá vamos.

A eso de la una de la tarde, cuando llegaron al barrio, hicieron un pequeño recorrido tanteando la zona. La casa de Alfonsa, que quedaba a la vuelta de la de Estela y Gauna, era tan pequeña como ella, perdida en la inmensidad de casitas iguales, más o menos pobres, más o menos habitadas, que se fundían en la fiereza del entorno. Al bajar del auto una bocanada de viento húmedo y helado les sacudió la cara. Un perro macilento les pasó por al lado y les movió la cola. Llamaba la atención en ese barrio la canchita de fútbol con el césped bien cortado y unos tablones dispuestos como asiento. Atrás sobresalía un mural con la cara del narco que habían asesinado unos meses antes. Quedaba justo frente a la casa de Estela y Carlos.

—Acá no entra ni Dios —dijo Herrera subiéndose hasta arriba el cierre de la campera polar. Notaron cómo una vecina los espiaba detrás de la cortina de una ventana y cuando se supo descubierta cerró y no volvió a mover la tela.

—Quiero entrar a la casa de Estela, ¿tenés la llave? —preguntó Aguirre.

—Claro que la tengo, cuando vi las fotos enseguida me hice una copia. No entiendo por qué toquetearon el cuerpo sin llamarnos.

—Porque nos quieren abrir el culo, Herrera —y con una sonrisa continuó—, aunque con vos no van a tener que esmerarse tanto.

La casa de Estela y Carlos tenía dos habitaciones, un baño y una cocina comedor. Al lado de la cocina había una puerta que daba al patio, las paredes estaban bien pintadas, el juego de mesa se notaba que era relativamente nuevo y, sin ser lujosa, había detalles que desentonaban con la arquitectura del vecindario. Desde la ventana del comedor se podía ver perfectamente la canchita de fútbol. El piso aún tenía las manchas de sangre de Gauna, que ya estaban secas y parecían gotas de pintura.

—Qué chiquero —dijo Herrera—. Aunque vea sangre casi todos los días no es algo a lo que pueda acostumbrarme.

—Todo llega.

—Silvana, qué mística.

—No, nada que ver. Pero es cierto, tarde o temprano todo llega o te acostumbrás. Yo me acostumbré a la miseria, a la muerte, a la injusticia, a la soledad.

—Nena, no me asustes, que cuando empezás así después estás como una semana sin contestarme el teléfono.

—Que me acostumbre no quiere decir que lo acepte.

—¿Me parece a mí o Carlos Gauna andaba en algo raro? —dijo Herrera mirando a su alrededor.

—No, Herrera, no. Yo creo que la mano viene por Estela. Ella se prostituía y conseguí

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