La entrega

Dennis Lehane

Fragmento

9788415630722-4

1

PROTECTORA DE ANIMALES

Bob encontró el perro dos días después de Navidad; el barrio sumido en el silencio por el frío, resacoso y flatulento. Salía de su turno habitual de cuatro a dos en el Cousin Marv’s, en la zona de los Bloques, donde llevaba casi dos décadas trabajando detrás de la barra. Había sido una noche tranquila. Millie había ocupado su taburete de siempre en el rincón con un Tom Collins entre las manos, murmurando de vez en cuando y fingiendo ver la tele, cualquier cosa con tal de no volver al asilo de Edison Green. El primo Marv en persona había aparecido por allí y se había quedado un rato. Según él, quería cuadrar las cuentas, aunque había estado casi todo el tiempo en una mesa del fondo, leyendo el boletín del hipódromo y enviando mensajes a su hermana, Dottie.

Habrían cerrado temprano de no ser porque los amigos de Richie Whelan se habían apropiado del extremo opuesto al de Millie para pasarse la noche brindando por su amigo, desaparecido tiempo atrás y al que todos daban por muerto.

Diez años antes, Richie Whelan había salido del Cousin Marv’s para pillar algo de maría o metacualona (sus colegas tenían alguna discusión al respecto) y nadie había vuelto a verlo. Dejó una novia, una cría que vivía con su madre en New Hampshire, y a la que no había llegado a conocer, y un coche en el taller, a la espera de un alerón nuevo. Por eso sabían todos que estaba muerto: Richie nunca se habría largado sin el coche; Richie adoraba aquel puto coche.

Casi nadie llamaba a Richie Whelan por su nombre; todos lo conocían como Días de Gloria porque no paraba de hablar del año en que jugó de quarterback en el instituto de East Buckingham. Gracias a él terminaron con siete victorias y seis derrotas, un resultado que no parecía digno de mención hasta que se comparaba con los de las temporadas previas, o con las posteriores.

Así que Días de Gloria había desaparecido tiempo atrás y todo el mundo lo daba por muerto, y aquella noche sus colegas —Sully, Donnie, Paul, Stevie, Sean y Jimmy— estaban en la barra viendo cómo los Heat arrastraban a los Celtics de un lado a otro de la cancha. Mientras Bob les servía, a cuenta de la casa, una quinta ronda que no habían pedido, alzaron todos las manos y se pusieron a protestar y a gritar por algún lance del partido.

—¡Sois demasiado viejos, joder! —le gritó Sean a la pantalla.

—Tan viejos no son —dijo Paul.

—¡Rondo acaba de hacerle un tapón a LeBron con su puto andador! —dijo Sean—. ¿Y cómo coño se llama ése? ¿Bogans? ¡A ése lo patrocina una marca de pañales para adultos!

Bob dejó las copas delante de Jimmy, el conductor del autobús escolar.

—¿Y tú qué opinas? —le preguntó Jimmy.

Bob notó que se ruborizaba, como solía pasarle cuando alguien lo miraba directamente, de tal modo que se veía obligado a sostenerle la mirada.

—No me interesa el baloncesto.

Sully, que trabajaba en un peaje de la autopista, dijo:

—Me parece que no te interesa nada, Bob. ¿Te gusta leer? ¿Ver concursos de la tele? ¿Acosar a los mendigos?

Se echaron todos a reír y Bob les dedicó una sonrisa contrita.

—A ésta invita la casa.

Se alejó, desconectando de la charla que dejaba a sus espaldas.

—He visto a tías que no estaban nada mal intentando darle conversación a ese tipo para ligar con él, y nada —dijo Paul.

—A lo mejor le van los tíos —dijo Sully.

—A ése no le va nada.

Sean, sin olvidar los modales, levantó el vaso hacia Bob y luego hacia el primo Marv.

—Gracias, chicos.

Marv, ahora detrás de la barra con el periódico abierto, sonrió, respondió levantando su vaso y volvió a sumirse en la lectura.

El resto de los chicos alzaron también sus vasos al aire.

—¿Alguien va a pronunciar unas palabras por el muchacho? —preguntó Sean.

Sully dijo:

—Por Richie Whelan, Días de Gloria, promoción del 92 del East Buckingham y un capullo genial. Descanse en paz.

Los demás lo aprobaron con un murmullo y bebieron. Marv se acercó a Bob mientras éste dejaba los vasos sucios en el fregadero, dobló el periódico y se quedó mirando a los tipos del otro extremo de la barra.

—¿Los has invitado a una ronda?

—Están brindando por un amigo muerto.

—¿Cuánto lleva muerto ese chico? ¿Diez años? —Marv se embutió el chaquetón de cuero que siempre llevaba, de esos que se habían puesto de moda cuando los aviones chocaron con las torres de Nueva York, pero ya estaban anticuados cuando se desplomaron—. En algún momento hay que mirar adelante y dejar de sacarle copas gratis al muerto.

Bob enjuagó un vaso antes de meterlo en el lavavajillas; no dijo nada.

El primo Marv se puso los guantes y la bufanda y dio un vistazo al otro extremo de la barra, donde estaba Millie.

—Y, hablando del tema, ésa no puede pasarse toda la noche ocupando un taburete y encima no pagar las copas.

Bob metió otro vaso en la bandeja superior.

—No bebe mucho.

Marv insistió.

—Sí, ya, pero ¿cuándo fue la última vez que le cobraste una copa? Y después de medianoche la dejas fumar aquí dentro... No creas que no lo sé. Esto no es un comedor de beneficencia, es un bar. Que liquide esta noche todo lo que debe. Y si no, que no vuelva a entrar hasta que haya pagado.

Bob lo miró y habló en voz baja:

—Es que debe unos cien pavos.

—Ciento cuarenta, para ser exactos.

Marv maniobró para salir de la barra y anduvo hasta la puerta. Señaló los adornos de las ventanas y de encima de la barra.

—Ah, y... ¿Bob? Quita esa mierda de adornos navideños. Ya estamos a día veintisiete.

—¿Y la Pequeña Navidad?1

Marv se quedó mirándolo un buen rato.

—Ya no sé ni qué decirte.

Cuando el partido de los Celtics emitió sus últimos gemidos, como la muerte inducida de un pariente lejano, los colegas de Richie Whelan se largaron, dejando solos a Bob y la vieja Millie.

Millie tuvo un ataque de tos de fumadora, de flema y duración ilimitadas, mientras Bob le daba a la escoba. Tosía sin parar. Sólo se detuvo cuando ya parecía a punto de morir asfixiada.

Bob se acercó con la escoba.

—¿Te encuentras bien?

Millie le quitó importancia con un gesto:

—De fábula. Ponme una más.

Bob pasó al otro lado de la barra. Como no podía mirarla a los ojos, los fijó en el revestimiento del suelo, de goma negra.

—Tengo que cobrártela. Lo siento. Y... ¿Mill? —En aquel preciso instante a Bob le daba tanta vergüenza formar parte de la especie humana que hubiera querido pegarse un tiro en la puta cabeza—. Y tendrás que liquidar la cuenta atrasada.

—Oh.

Bob evitó mirarla a los ojos de inmediato.

—Sí.

Millie empezó a rebuscar en la bolsa de deporte que cargaba todas las noches.

—Claro, claro, tienes un negocio que llevar. Claro.

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