El último viaje del Fenicios

Alejandra Rey
Horacio Massacesi

Fragmento

El último viaje del Fenicios

Anane Den’g se sentía cansado esa mañana del mes de julio en el campo de refugiados de Níger donde había llegado doce meses antes. Había engordado veinte kilos y ya no tosía, aunque de vez en vez la malaria volvía a su cuerpo para sacudirlo de dolor.

Y de miedo.

Magdalena, la médica del campamento de ese pobrísimo país de África, se había hecho cargo de su vida cuando lo vio gatear en la tierra reseca seguido por sus tres hermanos, tan famélicos y enfermos como él, tratando de llegar al hospital de campaña.

Parecían una alucinación.

Eran una alucinación.

Ni los perros hacían eso, los animales simplemente se escondían en algún lugar y esperaban paciente y discretamente la muerte.

En cambio, esto...

Magda o Male, como le decían los pacientes de esa enorme Babel, se había quedado paralizada ante la aparición pero, sin embargo, no pudo dejar de notar en Anane una mirada distinta, curtida, acostumbrada, interpelante, rebelde y desafiante, aun en la tristeza profunda que trasuntaba.

Los muchachos tenían las caras embarradas de lágrimas y lodo y se fueron acercando como pudieron hasta caer y yacer.

Se habían desplomado.

Cadáveres, eso parecían.

Y ella no los había podido salvar a todos, pese a los cuidados que les dedicó día y noche durante varios días: la tuberculosis y los gusanos que se criaban libremente en sus vientres les arrebataron a tres y solo Anane, cuyo nombre en el dialecto de su aldea sudanesa significa “cuarto hijo”, sobrevivió con porfía.

Fue más duro que todos.

No morir estaba en su naturaleza.

No morir...

Ahora, el muchacho de quince años sobreviviente y triste—que más se asemejaba a un niño por no dar la talla—miraba a lo lejos como esperando una respuesta que no llegaba, como sintiendo que todo era malo y que la orfandad no se iría nunca de sus huesos.

Y recordaba su derrotero.

Apenas se sintió mejor pidió inscribirse en la lista de refugiados políticos por haber sido reclutado a los nueve años por el ejército demoledor y pseudo revolucionario de su país, pero no se lo permitieron: ni esa suerte tuvo.

Es un terrorista, dijeron las autoridades, un desplazado, un Sin Nombre... No merece la acogida de países amigos—como si los hubiera en el África, la mayoría, patrias manejadas por blancos detrás de dictadores nativos, crueles y corruptos—, no merece nada, “es irrecuperable” juraron, y se olvidaron de él, se lo olvidaron en el campamento.

No existía.

En vano fue que contara su vida, que describiera con asombrosa precisión detalles de los 2616 kilómetros recorridos a pie y durante varios meses con sus hermanos desde la capital sudanesa hasta Níger; el peligro de la Sabana, el hambre, la sed, la tos constante, los animales, los cientos de días caminados...

Anane Den’g había empezado a desaparecer para todos y su biografía escrita por un reportero norteamericano premiado estaba en la portada de una revista de esas que quedan bien en un living de Kansas City, pero jamás en una alfombra polvorienta y asquerosamente manchada de un campamento en Níger.

El muchacho pensaba en eso cuando Magdalena se le acercó caminando bajo el sol del mediodía que caía como un hachazo sobre las cabezas de todos los refugiados y el hedor a heces y orín se volvía insoportable.

—¿Qué hacés acá? —preguntó la médica argentina—. Tendrías que estar caminando un poco para ponerte en forma. Y comiendo. Vamos, vamos, caminemos.

—No quiere —dijo en un mal español.

—Hablemos en inglés —invitó ella—. Si querés prepararte para ir a Europa, tenés que dominar el inglés. Esas palabras que te enseñé en mi idioma te van a servir de poco allá.

—Hablo bien inglés. Tú lo sabes.

—Lo hablás como hace cuarenta años. Tenés que aprender palabras nuevas.

—No, yo quiere español como tú. En España hablan como usted, Magggda.

—Jajajaja, ya te dije que es Magda, con una sola G. O Male, como me llaman todos.

—No sale bien Malle.

—No importa, llamame como quieras.

—¿Doctora? Me sale mejor.

—Dale. En cuanto al español, tenés que saber lo básico y ya lo dominás. Pero el inglés... ¡Acordate de que te vas a ir a Inglaterra vía Madrid cuando la ACNUR revise tu caso y te dé el estatus de refugiado!

—No sé, ya no sé nada. Hay miedo. Quiere irme ya, pero mis muertos están acá.

Magdalena, la pelirroja bajita y flaca como un fideo, se sentó cerca de Anane y le tomó la mano. Y, como si el corazón le dictara las palabras, empezó un discurso que el niño escuchó en silencio.

“Vos tenés que pensar en cosas posibles, no en quimeras. Me contaron por ahí que estuviste preguntando cómo llegar a Marruecos a pie para cruzar a Europa. No lo hagas, pequeño, ni lo sueñes, te tenés que quedar con nosotros hasta que alguna organización del exterior te reclame y así poder ir como refugiado. Vos pasaste muchas cosas con solo quince años y te merecés una vida mejor. ¡No hagas tonterías por favor! Yo misma me comuniqué con gente de mi país para ver qué posibilidades de adoptarte hay allá. Ahora vayamos al hospital que necesito que me des una mano con los enfermos. Y de paso aprendés el oficio. ¡Ah! —dijo levantándose—Y no dejés la escuela. El padre Efraín dijo que estás yendo poco”.

Anane, el cuarto hijo y único sobreviviente de la masacrada familia Den’g la vio irse y sonrió: amaba a esa mujer, pero ya tenía decidido su destino.

Y no quedaba en África.

***

La sangre le bajaba por la nariz desde la ceja y se perdía en la boca.

Y ella no hacía nada.

Había quedado paralizada luego de los golpes con que su padre la había recibido en la casa esa tarde inusualmente fresca de agosto.

Pero así era la montaña.

La montaña de Dragash, en Kosovo o Albania, nadie sabía decirle dónde quedaba exactamente su casa, ni su Patria: el límite era tan difuso y lábil en la altura que a nadie le importaba.

Y todos se las apañaban para darle órdenes y golpes.

Ramiza Bojda, de catorce años, se miraba en el espejo y maldecía en su lengua enrevesada, mezcla de dialectos del norte, románicos y otros modismos adquiridos en el mercado de verduras y frutas. Descendía de un linaje único, el Goramís, esa república ficticia de musulmanes eslavos que habitaban las montañas albanokosovares y se vestían con trajes tan antiguos como su historia.

“Me va a vender —pensaba Ramiza frente al espejo, mientras intentaba parar la sangre—. Mi padre me va a vender y yo no quiero casarme”.

Su vida era una tremenda pesadilla: ordeñaba la única vaca propiedad de la familia al amanecer, había tenido que dejar de estudiar porque en su comunidad las niñas apenas si terminaban la escuela primaria y dedicaba las tardes a

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