1
—Pues claro que me dejarán mis padres. ¡SegurÃsimo! —Emocionada y supercontenta, Sarah abrazó a Jackpot. Y estuvo a punto de rodear con sus brazos también a la propietaria del caballo castrado, Eva Betge—. Me voy corriendo a casa a preguntarlo. Y luego la llamo, ¿vale?
Eva Betge, una mujer menuda y ya no demasiado joven, con el cabello corto y teñido de rojo, sonrió.
—Tómatelo con calma —la tranquilizó—. No corre prisa que me lo confirmes. Seguro que no se lo pido a ningún otro auxiliar. No hay nadie que se entienda tan bien con Jackpot como tú.
—Gracias, señora Betge. ¡Puede confiar en mÃ!
Sarah apenas si podÃa contener su alegrÃa. Un par de dÃas antes ni siquiera se le habrÃa pasado por la cabeza la idea de llegar a montar a Jackpot. Ya se sentÃa afortunada por el simple hecho de que Eva Betge le permitiera cepillar cada dÃa al gran alazán de lucero ancho y crines claras y llevarlo a pastar. Pero la dueña del caballo la habÃa sorprendido con una noticia increÃble: habÃa contratado para Sarah y Jackpot una hora de clase de equitación para alumnos avanzados y ella correrÃa con los gastos, y ¡encima también le ofrecÃa la oportunidad de compartir caballo! Solo por ciento veinte euros al mes. Por un poco más de lo que pagaba por sus horas de equitación, podrÃa montar dos veces a la semana al castrado, una en clase y la otra en el exterior. Casi sentÃa vértigo ante la perspectiva de salir a galopar por el bosque. No podÃa permitirse alquilar un caballo para pasear más de una o dos veces al año y, hasta la fecha, esos eran los escasos grandes momentos de su vida de amazona. ¡Pero a partir de ahora saldrÃa de paseo cada semana! ¡Con Jackpot, el caballo más maravilloso que habÃa conocido jamás!
Eva Betge asintió.
—Cuando hables con tus padres, diles que me gustarÃa reunirme un dÃa con ellos. Hay que aclarar un par de cuestiones técnicas sobre el seguro. Pero ya lo solucionaremos.
Sarah le dio las gracias, sin duda por enésima vez, estampó un último beso en la blanda nariz de Jackpot y se despidió. Subió eufórica en la bicicleta y emprendió el camino de regreso a su casa. La hÃpica se encontraba en las afueras de la ciudad y necesitarÃa veinte minutos largos para llegar al edificio de pisos de alquiler del distrito de Wandsbeck, en Hamburgo, donde vivÃa con sus padres. Un lugar bastante aburrido. Sarah habrÃa preferido una casa con jardÃn como la que tenÃan sus abuelos, con los que pasaba mucho tiempo. De hecho, estaba más con la abuela Inge y el abuelo Bill que con sus padres. Estos últimos andaban continuamente atareados, mientras que los abuelos siempre tenÃan tiempo para ella. Seguro que colaboraban si sus padres no podÃan o no querÃan reunir el dinero para que ella compartiese el caballo. Pero a Sarah le resultaba desagradable pedÃrselo directamente, porque la abuela Inge y el abuelo Bill ya pagaban la mayor parte de sus clases semanales de equitación. Sus padres no podÃan permitirse financiar ese pasatiempo tan caro, o al menos eso era lo que decÃan.
Sarah no podÃa evitar pensar en lo que costarÃan los cursos de esoterismo a los que asistÃa su madre regularmente ni los repuestos para las motos que tanto le gustaba armar y desarmar a su padre. Nunca habÃa hablado de ello, pero ese dÃa estaba dispuesta a luchar. Ya tenÃa trece años y era bastante buena en matemáticas. Si sus padres se negaban, le echarÃa en cara a su madre lo que se habÃa gastado ella en el curso de telepatÃa y a su padre la factura del tatuaje que se habÃa hecho la semana pasada.
Ella misma se consideraba sumamente ahorradora. Se gastaba sus ahorros sobre todo en los caballos, les compraba golosinas como zanahorias o manzanas, y el resto se lo guardaba para salir alguna vez de excursión a cabalgar. Dentro de poco, a lo mejor le compraba a Jackpot una nueva cabezada o unas gomas de colores para las crines. Seguro que Eva Betge no se opondrÃa porque malcriara un poco al caballo compartido.
Sarah pedaleaba con más energÃa que nunca. Estaba impaciente por llegar a casa. Azul cielo... SÃ, equiparÃa a Jackpot en azul cielo, asà formarÃan una auténtica pareja de equitación, ya que ella también tenÃa una melena rubia y llevaba un casco azul. Luego le pedirÃa a Eva Betge o a una de las chicas que los fotografiase.
Sarah llegó a su casa en un tiempo récord y dejó la bicicleta en el pasillo. Las seis y media, sus padres ya deberÃan de estar en el apartamento. ¿Cuál serÃa la forma más hábil de contarles lo de compartir el caballo? En un principio no les mencionarÃa que tenÃan que quedar con Eva Betge para hablar con ella. Seguro que Gesa y Ben no tenÃan el menor interés en conocer a la propietaria de Jackpot y hablar con ella sobre el papeleo. Los asuntos burocráticos les parecÃan una lata a los dos y siempre que podÃan procuraban escaquearse.
Cerró la puerta y avanzó por el pasillo, similar a un tubo, que estaba lleno de pequeños armarios y piezas de decoración del Lejano Oriente. Un par de meses antes, su madre habÃa reformado el apartamento siguiendo los principios del feng shui. Por lo visto, la entrada no facilitaba suficientemente el flujo del qi, y todos esos objetos redirigirÃan esa importante energÃa vital. Sarah no acababa de entenderlo del todo, pero por lo menos ahora tenÃan mucho espacio para guardar cosas.
Colgó la chaqueta en el armario y guardó las botas de montar. Impaciente, prestó atención a los ruidos que se oÃan en la casa. De la sala de estar salÃa el sonido del televisor y también unas voces. Sus padres estaban conversando, pero no discutÃan. Bien. Últimamente se peleaban con frecuencia y Sarah sabÃa que no habrÃa sido muy eficaz estratégicamente comunicarles lo que querÃa cuando el ambiente estaba cargado.
—¿Sarah?
Gesa... Su madre debÃa de haberla oÃdo, y por su voz se dirÃa que, afortunadamente, no estaba de mal humor. Sarah se armó de valor. Ese era su dÃa de suerte, seguro que todo saldrÃa bien. Entró en la sala donde sus padres estaban sentados a la mesa mirando unos folletos; tal vez estaban planeando unas vacaciones. Muy bien, si de todos modos iban a gastar dinero, no podÃan decirle que no. Ambos tenÃan aspecto de estar contentos y animados.
—¡Hola, ma... ay... Gesa!
Sarah recordó a tiempo que su madre preferÃa que se dirigiese a ella por su nombre de pila. Lo explicaba diciendo que cuando la llamaba «mamá» le hacÃa sentirse vieja. Pero a Sarah le costaba acostumbrarse. Sobre todo porque Gesa no tenÃa aspecto de ser una mujer muy mayor, y además era muy guapa. Como su hija, era rubia y tenÃa los ojos azules, aunque era algo más baja y más bien llenita. Sarah debÃa su altura, su figura estilizada y sus rizos a su padre.
—¡Hola, papá! —saludó—. ¡Tengo... tengo que contaros algo! ¡No... no os imagináis lo que me ha pasado hoy! —Tal vez habrÃa sido mejor hacer una breve introducción, pero era incapaz de contenerse. Sin tomarse tiempo ni para respirar, les habló de Eva Betge y de la oferta que le habÃa hecho—. ¡Tenéis que darme permiso! —acabó diciendo—. Solo son veinte euros más al mes. ¡Y yo... y yo no quiero que me aumentéis la paga hasta que cumpla dieciocho años! —Esto se le habÃa ocurrido en ese mismo momento y encontró que el trato que les proponÃa era francamente bueno.
Su madre sonrió.
—Es una magnÃ