Afrontar el fuego

Nora Roberts

Fragmento

cap-1

Prólogo

ISLA DE LAS TRES HERMANAS
SEPTIEMBRE DE 1720

Tenía roto el corazón y sus astillas afiladas se le clavaban en lo más profundo del alma hasta hacerla desdichada cada instante de su vida. Ni siquiera sus hijos eran un consuelo; los hijos que había llevado en su vientre, los que había llevado para sus hermanas perdidas.

Ella, con gran dolor de su corazón, tampoco era un consuelo para ellos.

Los había abandonado, como lo había hecho su padre.

Su marido, su amor, su vida, había vuelto al mar y con él se fueron lo que ella tenía de esperanza, amor y magia.

En ese momento, él no recordaría los años que pasaron juntos; la felicidad que compartieron. No la recordaría a ella, ni a sus hijos, ni a sus hijas, ni a la vida en la isla.

Él era así. Ése era el destino de ella.

Y el de sus hermanas, se dijo mientras miraba los embates del mar desde el acantilado que tanto amaba. Ellas también habían amado y habían perdido.

La llamada Aire se había quedado prendada de un rostro hermoso y unas palabras amables que se tornaron en un monstruo. Un monstruo que la desangró. La mató por ser lo que era y ella no utilizó sus poderes para impedirlo.

La llamada Tierra había sufrido y se había encolerizado hasta levantar un muro piedra a piedra, un odio imposible de derribar. Usó sus poderes para vengarse, abandonó la Hermandad y se refugió en la oscuridad.

Ahora la oscuridad se había cerrado y ella, Fuego, se encontraba sola con su dolor.

La oscuridad le susurraba por las noches con una voz maligna llena de mentiras. Aunque las conocía bien se veía tentada por ellas.

Su círculo se había roto y no podría resistir sola.

Lo notaba, notaba que se le acercaba sinuosamente como si fuera una neblina hedionda que avanzaba pegada al suelo. Era insaciable. Su muerte la nutriría y, aun así, no podía afrontar la vida.

Levantó los brazos y la melena llameante onduló al viento que había conjurado con el aliento. Todavía le quedaban esos poderes. El mar aulló como respuesta y el suelo tembló bajo sus pies.

Aire, Tierra y Fuego, y Agua, que le había dado su gran amor para llevárselo de nuevo.

Era la última vez que podría conjurarlos.

Sus hijos estarían a salvo, se había ocupado de ello. La niñera los cuidaría, les enseñaría y el don: la sabiduría, tendría continuidad.

La oscuridad la lamía con un beso gélido.

Vacilaba en el borde del acantilado. Los deseos se debatían como bramaban la tormenta que sentía en su interior y la tempestad que había conjurado.

Pensó que se perdería la isla que sus hermanas y ella habían creado para protegerse de quienes querían capturarlas y matarlas. Se perdería todo.

«Estás sola», le murmuró la oscuridad. «Sufres. Acaba con la soledad. Acaba con el sufrimiento.»

Lo haría, pero no abandonaría a sus hijos ni a los hijos de sus hijos. Todavía tenía poderes y la fuerza y la sabiduría necesarias para emplearlos.

—Durante trescientos años, la isla de las hermanas será un refugio seguro. —La luz brotó de los dedos extendidos y dibujó un círculo dentro de otro círculo—. Tu mano no alcanzará a mis hijos. Vivirán, aprenderán y enseñarán y cuando mi sortilegio pierda su fuerza, surgirán otras tres para hacerse una. Un círculo de hermanas que resistirán y se enfrentarán a la hora más oscura. Valor y confianza, justicia y compasión, y amor sin ataduras, ésas son las lecciones de ellas tres. Por voluntad propia, se unirán para hacer frente a sus destinos. Si una u otra no lo hicieran la isla se hundirá en el mar, pero si ahuyentaran a la oscuridad, este lugar nunca llevará tu sello. Éste es mi último sortilegio. Que se haga mi voluntad.

La oscuridad intentó atraparla cuando saltó, pero no lo consiguió. Mientras se acercaba al agua, como una red de plata irradió su poder alrededor de la isla donde dormían sus hijos.

cap-2

Uno

ISLA DE LAS TRES HERMANAS
MAYO DE 2002

Hacía más de diez años que no iba por la isla. Más de diez años sin ver, salvo en sus pensamientos, los penachos del bosque, las casas dispersas, la curva de la playa y la ensenada, los imponentes acantilados donde estaban la casa de piedra y el faro blanco que se erguía junto a ella.

No debería haberle extrañado el sentimiento de atracción ni la sensación de placer puro y sencillo que lo embargó. A Sam Logan no se le sorprendía con facilidad, pero el deleite de contemplar lo que había cambiado y lo que no lo cogió desprevenido por su intensidad.

Había vuelto a casa, hasta que estuvo allí no se había dado cuenta del todo de lo que eso significaba para él.

Aparcó el coche cerca del muelle del transbordador porque quería caminar, oler el aire salado de la primavera, oír las voces que llegaban de los barcos, ver cómo fluía la vida en ese pedazo de tierra desgajado de la costa de Massachusetts.

Quizá también lo hiciera, reconoció, porque quería tener un poco de tiempo para prepararse antes de ver a la mujer que le había hecho volver allí.

No esperaba una acogida cálida. En realidad, no sabía qué esperar de Mia.

Hubo un tiempo en que sí lo sabía. Había llegado a conocer cada expresión de su rostro y cada matiz de su voz. Ella lo habría esperado en el muelle con la maravillosa melena roja al viento y los ojos grises como el humo resplandecientes por el gozo y el anhelo.

Habría oído su risa y ella se habría arrojado en sus brazos.

Esos días formaban parte del pasado, se dijo mientras subía la cuesta en dirección a la calle principal flanqueada por preciosas tiendas y oficinas. Él había acabado con ellos y se había alejado, voluntariamente, de la isla y de Mia.

Y en ese momento, voluntariamente también, volvía de aquel exilio.

Entretanto, la chica que había dejado en la isla se había convertido en una mujer; en una mujer de negocios, pensó con una sonrisa. No le sorprendía. A Mia siempre se le habían dado bien los negocios y tenía buen ojo para conseguir beneficios. Si fuera necesario, pensaba aprovecharse de eso para recuperar sus favores más fácilmente.

A Sam no le importaba engatusar a quien fuera si con eso salía victorioso.

Entró en la calle principal y se quedó un rato mirando La Posada Mágica. El edificio gótico de piedra era el único hotel de la isla y le pertenecía. Tenía algunas ideas que pensaba poner en práctica dado que su padre ya había dejado las riendas del establecimiento.

Sin embargo, los negocios podían esperar por una vez hasta que resolviera los asuntos personales.

Siguió caminando y le complació comprobar que el tráfico, si bien ligero, era constante. Se dijo que la actividad en la isla era tanta como le habían comentado.

Avanzó por la acera con su zancada amplia. Era alto, medía casi dos metros, con un cuerpo ágil y en forma que durante los últimos años había estado más acostumbrado a los trajes que a los vaqueros negros que llevab

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