1
En el hoyo
El despertador de LucÃa invadió la habitación con unos pitidos horriblemente desagradables en intervalos de cuatro, como cada mañana. Yo ya estaba despierto. Los ojos se me habÃan abierto hacÃa un par de horas y habÃa sido imposible volver a cerrarlos. HabÃa soñado que habÃa macetas de lavanda alrededor de la cama pero, al contrario de lo esperado, la habitación olÃa a café. A madera lustrada. A libros polvorientos. Los recuerdos se colaban por todas las grietas y despertaban los sentidos si se trataba de ella. No de LucÃa, claro. De ella.
Durante esas dos horas de insomnio habÃa observado en silencio cómo a través de la ventana la noche iba clareando, pero aún no era de dÃa.
LucÃa se revolvió y suspiró al tiempo que apagaba el despertador. Era pronto, el dÃa anterior llegó tarde a casa y estaba cansada. Como yo pero de otra forma. Lo mÃo no sé si era cansancio o vejez prematura. La cantidad de años que no vivirÃa junto a SofÃa me hizo envejecer de repente.
LucÃa se levantó de la cama, se echó encima una bata, caminó de puntillas por la habitación y mientras, yo fingÃa estar durmiendo para no tener que contestar a las mismas tediosas preguntas de todas las mañanas: «¿Has dormido?», «¿Cómo te encuentras?», «¿Qué planes tienes para hoy?».
Desapareció caminando despacio hacia el baño y yo suspiré de alivio cuando cerró la puerta. Diez minutos más tarde regresó enrollada en una toalla y con el pelo húmedo. Se vistió con el siseo de la tela sobre la piel como único sonido y yo, aprovechando que estaba de espaldas, miraba cómo la claridad iba avanzando. Pronto los gritos de los niños llenarÃan el éter y sentirÃa un poco de alivio. Los niños me hacÃan sentir esperanzado porque, por más que doliera, el mundo seguÃa girando. HabÃa más vida aparte de la mÃa. Esa que habÃa jodido por elección propia.
LucÃa se metió de nuevo en el baño para maquillarse y peinarse para regresar enseguida perfumada y lista, haciendo repicar los tacones sobre el parqué.
—Héctor… —Se sentó en mi lado de la cama y me acarició el pelo—. Cariño, me voy.
—Vale —respondÃ.
—¿Has dormido?
—SÃ.
—Te has movido mucho. —No contesté nada, solo me froté los ojos—. Bueno, no pasa nada. Coméntaselo al médico, ¿vale? No te olvides. A las diez.
—Vale.
Si no me lo hubiera recordado hubiese fingido olvidarme pero ahora… tenÃa que ir. Porque ella misma habÃa llamado para pedir la cita, porque se habÃa tomado muchas molestias y porque… estaba preocupada. Y porque yo querÃa una solución para lo mal que me encontraba, aunque fuese en forma de pastilla. Yo sabÃa perfectamente lo que me pasaba. Me estaba muriendo de pena a la antigua. Como las damiselas de las novelas de amor de otros siglos. Asà era yo. Un mierda.
El médico anotó todo lo que le fui contando a regañadientes. Sueño ligero e insuficiente. Épocas de hambre voraz seguidas de pérdida total de apetito. Migraña. Falta de energÃa. Nula concentración.
—¿Algo más? —preguntó sin mirarme.
Me froté las sienes muerto de vergüenza. PodrÃa no decÃrselo, pero eso significarÃa de alguna manera que no asumÃa lo que me estaba pasando y… no era la realidad. Lo asumÃa y me resignaba a aceptarlo porque, ¿qué menos? HabÃa echado mi vida a perder. Suspiré hondo y dije:
—SÃ. He perdido el apetito sexual.
—¿Ha perdido el interés hacia las relaciones sexuales o sufre episodios de disfunción eréctil?
«Me quiero morir», pensé, pero sonreà débilmente y negué como si la situación en el fondo me diera risa.
—Un poco de todo —admitÃ.
Y me dolÃa en el alma decirlo porque me sentÃa culpable y ridÃculo a la vez…, menos hombre. Pero, joder, necesitaba darme tregua o un dÃa terminarÃa tirándome por la ventana.
El doctor despegó la vista de su ordenador, me miró y sonrió con bonanza; querÃa suavizar el discurso.
—Sabe usted lo que le ocurre, ¿verdad?
—Perfectamente —le respondÃ. Me hizo un gesto para que siguiera hablando y yo terminé el diagnóstico—. Estoy deprimido.
—Bien. Aceptarlo es el primer paso. Un psicólogo puede ayudarlo a ver las causas de este proceso y…
—Sé la causa —le corté—. Tomé decisiones equivocadas que no puedo borrar. Recéteme algo. Unas pastillas que me atonten. Algo suave que lo haga más llevadero.
—Es usted muy joven para estar tan resignado.
Debà contestarle que de no estar tan resignado tendrÃa la constante tentación de volver atrás y desbaratar tres vidas, pero no lo conocÃa de nada y estaba seguro de que no le interesarÃa lo más mÃnimo. Al ver que no respondÃa…, asintió y firmó un papel.
De camino a casa compré las pastillas y me tomé dos junto con un café en la cafeterÃa del antiguo cine de Carouge. TendrÃa que haber comido algo pero aquella semana era de las de sobrevivir a base de café. La semana siguiente comerÃa por cinco, pero no me preocupaba demasiado. Lo único que querÃa era llegar a casa y meterme en la cama, que hicieran efecto los malditos ansiolÃticos y dormir sin sueños a poder ser durante dÃas.
Te diste la bienvenida a tu vida de mierda, Héctor, pero nunca te acostumbraste a vivir en ella.
2
La soledad del aroma de la almohada propia
Octubre.
Siete meses de silencio.
Cuando descubres lo que significa vivir con magia y te la quitan es como si hubieran bajado la intensidad de la luz en todas partes. Siempre creà que ese melodrama no iba conmigo, pero es la jodida realidad. Hasta la luz del dÃa brilla menos. Y tú te vas apagando cada vez un poquito más hasta que te parece que eres de papel. Un dibujo en blanco y negro. Sin matices. Sin colores. Sin planes.
No quiero hacer hincapié en lo que sentà cuando me di cuenta de que no volverÃa, solo te diré lo que ya imaginas: me quedé hecha una auténtica mierda. Me encerré mucho en mà misma, no porque no soportara la compañÃa o ver la compasión en los ojos de los que me miraban, que también, sino porque me morÃa de vergüenza. Llegué a pensar que me lo merecÃa.
Me enamoré de un tÃo con novia, ese fue el principio del fin, la piedra con la que me resbalé y que provocó que todo lo demás cayera en picado. Engañamos a otra persona, nos creÃmos protagonistas de una historia de amor y corazones, y terminamos en un estrepitoso fracaso. Uno de esos que te rompen y en los que pierdes piezas. Por mÃ