Las espías en Buenos Ayres

Mariana Guarinoni

Fragmento

Prólogo

Quinta de la familia O’Gorman en las afueras de Buenos Ayres,

noviembre de 1847

—¡Abuela, abuela!

—No haga ruido, niña, no grite, que la misia está descansando.

—Pero ya terminó su hora de la siesta, voy a despertarla, Celestina —insistió la muchacha recién bajada del carruaje, frente a la mujer rolliza de piel renegrida que le sugería silencio con un gesto sobre la boca. Ignoró el pedido, apoyó la mano en la puerta de caoba y entró sin pedir permiso. Las visitas frecuentes a su abuela le permitían esa confianza. Avanzó dentro del dormitorio y llegó junto al lecho donde descansaba una figura pequeña, casi perdida entre las almohadas. Corrió las cortinas del dosel y se sentó en el borde del colchón para acomodar un mechón de cabellos grisáceos que caía sobre la frente de la anciana. Dos ojos oscuros y vivaces se abrieron de inmediato.

—¿Por qué tanto alboroto, Camila?

—El camino está florecido, abuela. Hay como un cielo de pétalos lilas, casi celestes, mezclados con las ramas, todo a lo largo de la entrada, ¡es maravilloso! Tiene que levantarse y salir a ver el paisaje conmigo.

—Lo imagino, ma petite. Puedo verlo desde aquí si cierro los ojos. Está en mi memoria. Es mi paseo favorito, mi paseo del jacarandá. Todos los años florece en esta época, pero no tengo ganas de levantarme, estoy cansada.

—Debo insistir: yo también lo vi muchas veces, pero siempre vuelve a maravillarme. ¡Con recordarlo no alcanza, abuela! Venga, vamos a disfrutarlo, demos una caminata juntas, que es una tarde preciosa.

—Te he dicho que estoy cansada, Camila. Hoy no quiero salir, quizás mañana. ¿Te quedarás a dormir?

—Sí, Tatita me ha dado permiso.

—Te disfrutaré varios días, entonces —sonrió complacida y cerró los ojos.

—Abuela, ¿va a seguir durmiendo?

—No, apenas quiero descansar, ma petite.

—¿Se siente mal? —preguntó preocupada—. Usted nunca prefiere descansar antes que pasear o divertirnos.

—Estoy bien, el doctor Argerich vino a verme ayer y dijo que no tengo nada grave. Lo mío es apenas una gran acumulación de años, un exceso de ellos, pero eso pronto se acabará, Dios me está reclamando en otro lado —volvió a sonreír con suavidad.

—No diga eso, abuela.

—Es la verdad. Mi final se acerca, pero eso no me entristece. Viví al máximo cada momento de mi vida, y fui feliz en muchos de ellos. En otros no, y esos prefiero olvidarlos. Lo bueno de la vejez es que algunas cosas se olvidan y yo aprendí a elegir mis recuerdos. Desde hace mucho me aferro a cada momento que quiero revivir. Y eso me ha permitido soportar la soledad de mis últimos días.

—No está sola, abuela, yo vengo cada vez que puedo —murmuró compungida—. Aunque reconozco que mis hermanas podrían viajar hasta aquí más seguido, se los voy a decir.

—A Clara y a Carmen no les gusta mi compañía, no me comprenden.

—No son malas, es que ellas no saben sentir. Sólo se dejan llevar por la vida sobre la base de las normas de los demás. Nada las inspira, nada las emociona ni las sacude por dentro.

—¿Crees que no llevan la pasión en la sangre?

—¡Eso mismo! No son como nosotras.

La complicidad en las palabras de la joven hizo brillar los ojos de la abuela.

—Lo sé, eres la única de mis nietas que se parece a mí, la que disfruta de lo bueno que la vida tiene para ofrecer. Espero que seas tan feliz como lo fui yo, aunque por eso mismo quizás también estés destinada a sufrir como yo.

—No diga eso, ¡usted fue la mujer más bella de Buenos Ayres! La más admirada, ¡la más amada!

—Y la más odiada también.

—No le creo, abuela.

—Es la verdad. A muchos les molestaba mi belleza, aunque sabían que eso era pasajero; en el fondo me envidiaban por algo más profundo: porque me animé a hacer lo que quise. Y no me lo perdonaron. El precio de mis elecciones fue el exilio, pero no me arrepiento. Todo lo vivido valió la pena. Ahora cuéntame, ¿cómo va tu relación con ese hombre prohibido? ¿Me vas a decir si ha avanzado algo, o apenas te toma una mano entre las suyas sin decidirse a más?

—Le cuento todo lo que quiera del padre Ladislao y yo, abuela —respondió con las mejillas encendidas y sin bajar la mirada—, pero primero usted me tiene que revelar más detalles de su pasado. Las cosas que nunca ha dicho a nadie. Tatita ha prohibido hablar sobre su historia personal en casa, mi madre no se atreve a contradecirlo y yo no quiero quedarme con los rumores que corren en la ciudad, no creo que usted haya sido una espía francesa que trabajó para Napoleón. ¿Fue verdad o no?

—No los escuches, chérie. Nunca me simpatizó el imperio del general Bonaparte —respondió con una sonrisa que se torció en una mueca—. Y tienes razón, tienes derecho a saber la verdad sobre mí, te contaré todo lo que está en mi memoria. Desde que crecí y descubrí que amaba la música tanto como odiaba las normas. Entonces ya nada fue como antes —suspiró—. Pide a esa negra que siempre me ronda que prepare una limonada con tortitas de azúcar y acerca esa silla porque será un largo relato.

1

Saint Denis, isla Borbón, colonia francesa

frente a las costas africanas, enero de 1792

—¡Annette! ¡Annette! ¿Dónde estás? Deja de esconderte, ya no eres una niña y debes cumplir tus obligaciones. ¡Annette!

La voz de su madre hizo que la muchacha se pegara a la pared exterior para ocultarse detrás de la frondosa planta que nacía junto a la puerta ventana de su habitación. Iba a esperar que los pasos se alejaran para correr por el jardín en sentido opuesto. A los diecisiete años Marie Anne Périchon de Vandeuil detestaba verse obligada a cumplir sus obligaciones. Así llamaba su madre a sentarse a bordar en una sala en semipenumbra, al amparo del calor, y en silencio, cada tarde. Ella prefería divertirse en el exterior de la casa, amaba el ardor que provocaban los rayos del sol sobre su piel, aunque después la retaran por el enrojecimiento. Las damas deben lucir una piel diáfana, casi cristalina, le recordaba Jeanne Madeleine Abeille de Périchon a su hija menor, pero la chica ignoraba los consejos maternos. Annette disfrutaba cuando el viento la despeinaba mientras montaba su caballo por la playa; era feliz al caminar descalza en la orilla del mar

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos