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Al echar la vista atrás, el de 1939 era el último verano «normal» que Alexandra Wickham recordaba. Habían pasado ya cinco años desde que, tras cumplir los dieciocho, celebrara su puesta de largo en Londres, un evento que sus padres habían esperado emocionados y expectantes desde que no era más que una niña. Ella también había anhelado que llegara esa experiencia que marcaría su vida, el momento en que sería presentada ante la corte junto con el resto de las hijas de familias aristocráticas. Aquella había sido su presentación oficial en sociedad.
Desde 1780, fecha en que el rey Jorge III celebró el primer Baile de la reina Carlota en honor a su esposa, el propósito de «debutar» en sociedad era que las damiselas aristocráticas atrajeran la atención de posibles pretendientes y futuros maridos. La finalidad de aquellos bailes de debutantes era conseguir que las jóvenes contrajeran matrimonio en un plazo relativamente corto de tiempo. Y aunque en la década de 1930 los padres ya no eran tan estrictos al respecto, el objetivo de casar bien a sus hijas apenas había cambiado con el tiempo.
Alex había sido presentada ante la corte del rey Jorge V y la reina María. El Baile de la reina Carlota inauguraba la temporada social en Londres, y la joven había lucido un vestido blanco de satén y encaje que su madre había encargado en París al diseñador de alta costura Jean Patou. Alex estaba deslumbrante y, gracias a su esbelta figura y a su delicada belleza rubia, no le habían faltado pretendientes.
Sus hermanos mayores, William y Geoffrey, se burlaban sin piedad de ella, y no solo por ver a su hermanita en su papel de debutante, sino también por su fracaso al no lograr encontrar marido en sus primeros meses alternando socialmente en Londres.
Desde su más tierna infancia, Alex había sido, como el resto de su familia, una fanática de la equitación. Además, en muchas ocasiones se había visto obligada a comportarse casi como un chico para poder sobrevivir a las cariñosas bromas y provocaciones de sus hermanos. Asistir a fiestas, bailes y eventos sociales había supuesto un enorme cambio para ella. Por eso, lucir elegantes vestidos cada noche y ataviarse apropiadamente para los almuerzos casi diarios en Londres había resultado tedioso y en ocasiones agotador.
Había hecho muchas amigas entre las otras debutantes, la mayoría de las cuales ya se habían comprometido al finalizar la temporada social londinense y habían contraído matrimonio poco después. Pero Alex no podía imaginarse a sí misma casada con solo dieciocho años. Ella quería ir a la universidad, algo que su padre consideraba innecesario y su madre, inapropiado. Era una ávida lectora y le gustaba mucho la historia. Las diligentes institutrices que la habían educado habían despertado en ella una gran sed de conocimientos y la pasión por la literatura, y habían perfeccionado sus aptitudes en la pintura con acuarelas y en la elaboración de intrincados bordados y tapices.
Su don innato para los idiomas le había servido para aprender francés, alemán e italiano casi a la perfección, un hecho que, sin embargo, nadie consideraba destacable. Hablaba los dos primeros con la misma fluidez que el inglés, y el italiano casi igual de bien. Además, le encantaba leer en francés y alemán. Aparte de eso, era una excelente bailarina, lo cual la convertía en una pareja muy codiciada en los bailes a los que asistía con su familia.
No obstante, había mucho más en Alex aparte de su gracilidad para el baile de la cuadrilla, su amor por la literatura y su facilidad para los idiomas. Ella era lo que los hombres que la conocían definían como una joven «con carácter». No tenía miedo de expresar sus opiniones y poseía un malicioso sentido del humor. Los amigos de sus hermanos la veían como una estupenda amiga, pero, a pesar de su gran belleza, pocos de ellos podían imaginarse casándose con ella. Y aquellos que aceptaban el desafío, le resultaban a Alex mortalmente aburridos. No le apetecía en absoluto encerrarse en la gran mansión de sus padres en Hampshire, bordando por las noches junto a la chimenea como su madre o criando a un montón de niños revoltosos como lo habían sido sus hermanos. Tal vez más adelante, pero de ninguna manera a los dieciocho años.
El lustro transcurrido desde su presentación en sociedad en 1934 había pasado volando. En ese tiempo, Alex se había dedicado a viajar por el extranjero con sus padres, montar en cacerías, visitar a amigas que ya se habían casado e incluso habían tenido hijos, asistir a reuniones sociales y ayudar a su padre en el cuidado de la finca, por la que mostraba gran interés. Sus dos hermanos ya se habían marchado a Londres. William, el mayor, tenía veintisiete años. Llevaba la vida propia de un caballero y era un gran apasionado de la aviación. Además de ser un excelente piloto, participaba en carreras y exhibiciones aéreas en Inglaterra y Francia siempre que podía. Geoffrey tenía veinticinco años y trabajaba en un banco. Le gustaba salir de fiesta por la noche y era un auténtico casanova. Ninguno de los dos tenía prisa por casarse.
Alex pensaba que sus hermanos disfrutaban de la vida mucho más que ella. En cierto sentido, se sentía prisionera de las normas impuestas por la sociedad y de lo que se consideraba que era lo apropiado para una mujer. Era la amazona más rápida del condado, lo que irritaba a sus hermanos y a los amigos de estos, y su talento para los idiomas había resultado de mucha utilidad durante los viajes que había realizado con su familia. A sus veintitrés años ya había estado varias veces en Nueva York con sus padres, y estaba convencida de que los estadounidenses tenían ideas más liberales y eran más divertidos que los ingleses que había conocido hasta la fecha. Le gustaba hablar de política con su padre y sus hermanos, aunque estos insistían en que no lo hiciera en las fiestas y reuniones sociales para no asustar a sus posibles pretendientes. Cuando sus hermanos le hacían este tipo de comentarios, ella respondía de forma tajante:
—No quiero un hombre que no respete mis opiniones o al que no pueda decirle lo que pienso.
—Si no moderas tu lengua y tu pasión por los caballos, acabarás convertida en una solterona —la advertía Geoffrey. Sin embargo, en el fondo sus dos hermanos estaban orgullosos de su valentía y audacia, y de su manera de pensar tan lúcida e inteligente.
Sus padres fingían no darle excesiva importancia, pero lo cierto era que les preocupaba que aún no hubiese encontrado marido y que tampoco pareciera querer tenerlo.
Alex escuchaba los discursos de Hitler en alemán por la radio, y también había leído varios libros sobre él. Mucho antes de los acontecimientos del verano de 1939, la joven ya había vaticinado que la guerra sería inevitable. Y a medida que el estallido del conflicto se iba acercando, su padre y sus hermanos tuvieron que darle la razón. Así pues, no se mostraron sorprendidos, aunque sí terriblemente consternados, cuando el 3 de septiembre se declaró la guerra. Todos se reunieron en torno a la radio para escuchar el discurso del rey Jorge, en el que urgía a sus compatriotas británicos a ser fuertes y valerosos en la defensa de su país. La respuesta de los Wickham, como la de la gran mayoría de la población, fue inmediata. Los hermanos de Alex se alistaron en la Real Fuerza Aérea, la RAF: William, como experto piloto, en el Mando de Caza, y Geoffrey en el Mando de Bombardeo. No lo dudaron ni un momento. Poco después, al igual que muchos de sus amigos, ambos se presentaron en sus puestos para empezar su adiestramiento. Era lo que se esperaba de ellos y lo hicieron de buen grado.
Alex no comentó nada durante varias semanas, hasta que finalmente sorprendió a sus padres anunciándoles que, al poco de que sus hermanos se marcharan para iniciar su adiestramiento, se había presentado como voluntaria al Cuerpo Yeomanry de Enfermeras de Primeros Auxilios.
Por su parte, los padres de Alex también habían tomado una decisión sobre cómo contribuir al esfuerzo bélico. El señor Wickham era demasiado mayor para alistarse, pero él y su esposa se habían ofrecido para acoger en su hogar a veinte niños procedentes de Londres. Las autoridades pedían que se evacuara a los pequeños de las ciudades y muchos padres estaban deseosos de encontrar un hogar seguro en el campo para sus hijos.
Victoria, la madre de Alex, estaba muy ocupada preparando el edificio donde se alojaría parte del servicio y los mozos de las caballerizas. El número de empleados varones se había visto forzosamente reducido por el reclutamiento, y en la mansión disponían de cuartos suficientes para el personal femenino. Estaban colocando literas en los dormitorios que acogerían a los niños. Tres doncellas y dos muchachas del pueblo se encargarían de cuidar de los pequeños, y dos maestras de la escuela local vendrían para impartirles formación académica. Victoria también les daría clases. Confiaba en que Alex la ayudara con todo aquello, pero entonces su hija soltó la bomba y anunció que se iba a Londres para conducir camiones y ambulancias, trabajar como voluntaria en hospitales y cumplir cualquier tarea que le encomendaran. Sus padres se mostraron orgullosos de ella, pero también muy preocupados. Se esperaba que pronto hubiera bombardeos en la capital, y Alex estaría mucho más segura en la campiña ayudando a cuidar de los niños. Eran muchos los hogares de todo el país que se habían ofrecido para acoger a aquellos pequeños desamparados, procedentes de familias pobres y de clase media.
Alex había estudiado sus opciones cuidadosamente antes de decidirse por el Cuerpo Yeomanry de Enfermeras. Podría haberse unido a los Servicios Voluntarios de Mujeres para hacer tareas administrativas, pero eso no le interesaba. Del mismo modo, podría haberse incorporado a las unidades de Precauciones Antiaéreas, o trabajar en alguna cuadrilla del cuerpo de bomberos. Los Servicios Voluntarios de Mujeres también organizaban refugios, cantinas móviles y suministros de ropa. O podría haberse unido al Ejército Femenino de la Tierra para recibir formación en tareas agrícolas, algo de lo que ya sabía mucho por su trabajo en la finca familiar, pero Alex no quería quedarse en Hampshire, prefería marcharse a Londres.
El Servicio Territorial Auxiliar ofrecía algo más parecido a lo que ella buscaba, como labores de conducción y misiones de carácter más general, pero cuando contactó con ellos le propusieron realizar tareas administrativas, lo que la mantendría encerrada en una oficina. Alex quería un trabajo más físico. También habló con la Fuerza Aérea Auxiliar Femenina, donde podría participar en labores como el despliegue de globos de barrera, pero finalmente el Cuerpo Yeomanry de Enfermeras le pareció lo que más encajaba con sus aptitudes. Además le dijeron que, una vez que se hubiera incorporado, podrían surgir otras oportunidades de colaboración.
Cuando Alex escribió a sus hermanos para contárselo, estos se burlaron con cariño de ella, como de costumbre, y le aseguraron que la vigilarían muy de cerca mientras estuviera en Londres. Su madre lloró desconsolada cuando se marchó y la obligó a prometer que tendría mucho cuidado. Para entonces, Victoria se encontraba ya muy atareada con los niños que les habían asignado. El más pequeño tenía cinco años y el mayor once, y Alex estaba convencida de que el trabajo que tendrían en Hampshire sería mucho más duro que cualquier tarea que le encomendaran en Londres.
Llegó a la capital en octubre, un mes después de que se hubiera declarado la guerra. El rey había vuelto a dirigirse a la nación para agradecer a sus compatriotas la rápida respuesta para contribuir al esfuerzo bélico. Alex sentía que por fin estaba haciendo algo importante y disfrutó enormemente del mes de formación que compartió con mujeres de todas las edades y extracciones sociales procedentes de todo el país. Tenía la sensación de que se habían abierto de par en par las puertas y las ventanas de su vida, dándole acceso a un mundo mucho más amplio. Eso era lo que había esperado encontrar en la universidad y lo que llevaba tanto tiempo ansiando. Por supuesto, siempre que tenía ocasión enviaba cartas a sus padres y sus hermanos explicándoles todo lo que estaba haciendo y aprendiendo.
Geoff fue a Londres durante un descanso en su período de adiestramiento y la llevó a cenar al Rules, uno de sus restaurantes favoritos. La gente sonreía con gesto de aprobación al verlos de uniforme. Alex le contó muy emocionada a su hermano lo que ya sabía sobre las primeras tareas que le asignarían: se encargaría de conducir camiones de suministros, a fin de liberar de trabajo a los hombres y que pudieran realizar misiones de mayor envergadura.
—Es lo que siempre había soñado: tener una hermana camionera —respondió Geoff bromeando—. Además, te pega mucho, Alex. Menos mal que nunca te vas a casar...
—Oh, cállate —replicó ella, sonriéndole con ojos traviesos—. Y yo no he dicho que no vaya a casarme «nunca». Todavía no me he casado, pero probablemente lo haré algún día.
—O puede que, después de la guerra, sigas conduciendo camiones. Tal vez hayas encontrado tu verdadera vocación.
—¿Y tú qué? ¿Cuándo empezarás a volar? —preguntó Alex con una expresión preocupada, algo que trataban de ocultar tras las constantes bromas entre ellos.
—Pronto. Estoy deseando lanzar bombas contra esos malnacidos de los alemanes.
William ya estaba realizando misiones de vuelo. Los dos hermanos habían sido siempre muy competitivos, pero el mayor tenía mucha más experiencia como piloto.
Como de costumbre, el rato que pasaron juntos fue muy agradable. Después de cenar, Geoff la acompañó a su residencia. Ya se habían instaurado las leyes sobre el apagón y todas las ventanas estaban tapadas. También se estaban preparando refugios antiaéreos. Conforme se anunciaban las nuevas regulaciones y condiciones en tiempos de guerra, Londres bullía de actividad y sus calles se llenaban de jóvenes uniformados. El racionamiento no había empezado aún, pero el Ministerio de Alimentación ya avisaba de que a partir de enero habría escasez de productos como el azúcar, la mantequilla y el beicon. Todos eran conscientes de que sus vidas iban a cambiar de forma radical, pero todavía no era demasiado evidente, y las comidas de las fiestas navideñas se mantendrían más o menos igual.
En el camino de regreso a la residencia, Geoff advirtió a Alex de los peligros de los hombres avispados que intentarían aprovecharse de jóvenes inocentes como ella, así como del riesgo de embarazos no deseados y enfermedades venéreas. Alex se echó a reír.
—Mamá no me habló de eso cuando me marché de casa.
—Es demasiado pudorosa. Seguramente cree que no necesitas que te den la charla, que estás muy bien educada como para descarriarte —comentó él con una expresión severa de hermano mayor.
—¿Y tú crees que no lo estoy? —le preguntó ella enarcando una ceja.
—Sé cómo son los hombres. Y si te enamoras de algún canalla lujurioso, puede convencerte de que hagas algo de lo que más tarde te arrepentirás.
—No soy tan estúpida —repuso Alex, un tanto ofendida.
—No quiero que te pase nada malo. Nunca has vivido en la ciudad, ni has conocido a hombres como los que te encontrarás ahora. Pueden ser bastante osados —volvió a advertirla, decidido a proteger a su hermanita.
—Yo también —contestó ella con firmeza.
—En fin, solo recuerda esto: si te quedas embarazada, te mato, y eso sin contar con que les romperás el corazón a nuestros padres.
—No me va a pasar nada parecido —le aseguró Alex, sorprendida de que su hermano pudiera siquiera sugerir algo así—. He venido aquí a trabajar, no a buscarme un hombre, ni tampoco a ir a bares y emborracharme. —Sabía que algunas chicas de su residencia flirteaban con cualquiera que vistiera de uniforme, pero ese no era su estilo—. Quizá debería haberme enrolado en el ejército, o en la RAF, como Willie y tú. He estado dándole vueltas y al final tal vez lo haga.
—Ya estás haciendo bastante —le dijo él con expresión afectuosa—. La gente habla muy bien del Cuerpo Yeomanry de Enfermeras, y gran parte de su labor va más allá de lo puramente sanitario. Trabajan muy duro. —Entonces volvió a tomarle el pelo—: Tú solo consigue que no te echen por contestar a los instructores o a tus superiores. ¡Te conozco bien y sé que eres muy capaz!
—Pues tú ten mucho cuidado y asegúrate de cazar a los alemanes antes de que ellos te cacen a ti —le advirtió ella.
Al llegar a la puerta de la residencia se despidieron con un abrazo. Geoff tenía que tomar un autobús para llegar a la base antes de medianoche.
Alex se alegraba mucho de haberle visto. Echaba de menos a sus hermanos y a sus padres, pero se sentía feliz de encontrarse en Londres y estar recibiendo adiestramiento para poder ayudar. Deseaba ponerse manos a la obra cuanto antes. Ya casi había completado su proceso de formación y se enorgullecía de participar activamente en el esfuerzo bélico, aunque se preguntaba si podría hacer algo más.
Sus hermanos formaban parte de la Fuerza Avanzada de Ataque Aéreo de la RAF y realizarían vuelos de combate sobre territorio alemán. Las misiones de reconocimiento habían comenzado en cuanto se declaró la guerra, y Alex pensaba que conducir camiones y ambulancias parecía una empresa menor en comparación con las contribuciones más determinantes de sus hermanos. Pero al menos, se decía, no estaba en su mansión de Hampshire sin hacer nada.
Esa noche, durante la cena, Geoff y ella habían hablado con entusiasmo sobre volver a casa por Navidad. Los tres hermanos tendrían que pedir permiso para ello, y Geoff había comentado que tal vez fuera la última oportunidad que tendrían de estar todos juntos en una buena temporada. Otros compañeros del Mando de Bombardeo también pensaban volver a casa. Contaban con que sus superiores se mostrarían bastante indulgentes durante esas primeras Navidades de la guerra, y era algo que todos esperaban con mucha ilusión.
Hasta el momento no se estaban realizando grandes acciones bélicas, o muy pocas. Se trataba sobre todo de elaborar planes y preparativos y aprestarse para lo que se avecinaba. También se habían presentado voluntarios procedentes de Canadá, Australia y Estados Unidos. En el grupo de Alex había dos mujeres canadienses y una australiana. Parecían mucho más libres e independientes que las chicas inglesas, y Alex las admiraba y deseaba poder conocerlas mejor.
Cuando Alex, Willie y Geoff volvieron a casa por Navidad, el ambiente no se diferenciaba mucho del de otros años. La campiña estaba igual de apacible. El único cambio perceptible era el que imponían las normativas del apagón reglamentario. Las ventanas estaban tapadas para que las luces de los árboles navideños no se vieran desde el exterior. También los escaparates de las tiendas de pueblos como Lyndhurst, su zona comercial favorita, estaban sellados con cinta protectora antiimpactos. La gasolina había empezado a racionarse, por lo que la gente no podía desplazarse a grandes distancias para visitar a sus familias. No obstante, todavía había comida en abundancia y las fiestas navideñas se celebraron como de costumbre. Los restaurantes y los hoteles estaban llenos y, a pesar de la guerra, la gente mantenía un ánimo festivo.
Cientos de miles de niños habían sido evacuados de Londres para ser enviados a poblaciones rurales. El gobierno pidió a las familias de acogida que los mantuvieran en sus casas durante las fiestas navideñas, ya que si volvían a la capital cabía la posibilidad de que luego no quisieran regresar al campo. Por la misma razón, se aconsejó a los padres de los pequeños que no fueran a visitarlos. Y, como también se habían reducido los trayectos en tren, los niños tuvieron que adaptarse a pasar su primera Navidad sin sus padres. Victoria y todo el personal de servicio estaban decididos a celebrarla de la mejor manera posible.
Los Wickham hicieron un gran esfuerzo para entretener a los niños y que aquellas fueran unas fechas especiales. Victoria y las muchachas que la ayudaban se encargaron de comprar y tejer regalos para todos ellos. La dueña de la casa se quedó levantada hasta tarde por las noches cosiendo un osito de peluche para cada niño. Cuando Alex llegó a casa, ayudó a su madre a acabar los últimos muñecos, anudando brillantes lazos rojos en torno al cuello de los peluches. Victoria también había tejido un jersey para cada niño. Ella, y casi todas las mujeres del país, cosían y tejían sin descanso, siguiendo los diversos consejos gubernamentales para ahorrar dinero en ropa. Se alentaba la frugalidad, aunque no se imponía por la fuerza.
Los Wickham celebraron dos cenas en Nochebuena. La primera fue para los niños, que chillaron de alegría cuando recibieron sus ositos de peluche. Milagrosamente, los jerséis les quedaban bien, azules para ellos y rojos para ellas, y también hubo dulces y golosinas para todos que compraron en la confitería de Lyndhurst. Un poco más tarde, la familia celebró su tradicional cena en el comedor. Se engalanaron para la ocasión como de costumbre: ellos con esmoquin y ellas con vestidos de noche. Y a medianoche, después de cenar, intercambiaron los obsequios que habían escogido con mucho cuidado. Victoria había tejido un jersey de angora rosa para Alex, y también le regaló unos pendientes de zafiro de color azul claro, de la misma tonalidad que sus ojos. Alex le había traído a su madre uno de aquellos bolsos nuevos tan grandes y elegantes que se llevaban en ese momento en la capital y que le sería muy útil para guardar las cartillas de racionamiento, así como la lana y las agujas de tejer. Esos bolsos, que constituían uno de los primeros cambios que la guerra había in