Una vida en Oxford

Gabriela Margall

Fragmento

Capítulo 1

El barrio de Summertown en Oxford es un pequeño oasis en una ciudad atiborrada de estudiantes y turistas. Ubicado entre los ríos Támesis y Cherwell, la zona no contiene arquitecturas espectaculares ni el atractivo eufórico de estudiantes universitarios. Las casas más antiguas son del siglo XIX y nacieron de un cambio casi revolucionario: permitir que los académicos vivieran fuera de los edificios de la universidad. De este modo, Summertown tiene el orgullo de poder escribir en sus guías turísticas que allí se encuentra una de las casas en las que vivió J. R. R. Tolkien. En enero del 2016 los escritores residentes en Summertown tenían un promedio de diez años y presentaban a sus maestros escritos sobre sus familias; los actores que interpretaban a Shakespeare rondaban los dieciséis años, y los artistas más singulares trabajaban en papel y con los dedos.

En ese encantador barrio del suburbio de Oxford, en la calle Hamilton Road, vivía Celeste, una niñera cuya vida no era mala, aunque no era suya. ¿O sí lo era? Desde la Navidad la respuesta que se le presentaba en la mente era que tenía una vida prestada.

En el cruce de Banbury Road y South Parade había un edificio de arquitectura moderna con oficinas llamado Prama House. Celeste lo conocía de memoria porque hacía meses que miraba la placa que informaba los horarios de atención y el nombre de los profesionales que allí trabajaban en el Psych Health Centre. Había pasado varias veces por el lugar, pero nunca se había decidido a pedir una cita. Se convencía de que no la necesitaba, de que la sensación de tristeza pasaría.

Pero no pasaba, la tristeza crecía.

La cita la hizo a principios de enero, con toda la depresión que le sigue a las fiestas, a través de palabras mecánicas que le respondió a la amable secretaria que tomaba sus datos.

Esperaba el llamado de la doctora Rogers abrazada a su bolso con desesperación. La necesidad de huir crecía en ella como si fuese una loba atraída por el bosque. Cuando escuchó su nombre, se puso de pie con el corazón acelerado. La voz era cálida y le impidió escapar. Miró a la mujer que la llamaba y susurró un “sí” en español. La mujer alzó la mano para saludarla y luego le señaló que ingresara al consultorio. Celeste se desprendió de su último deseo de huir y aceptó la convocatoria. Se sentó en la silla que encontró frente al escritorio, todavía abrazada a su bolso.

—Bien, Celeste —dijo la doctora Rogers—. ¿Dije correctamente tu nombre?

—La última “e” se pronuncia.

La doctora sonrió.

—Mi nombre es Bisi Rogers, la gente lo menciona de muchísimas maneras. Es de origen yoruba. Mi madre es de Nigeria y quiso conservar algo de sus raíces en mi nombre. ¿Celeste es de procedencia italiana?

—No, es español —murmuró ella con la boca seca—. Es un color: azul claro. En inglés no hay un nombre para ese color.

—Es un bello nombre. ¿Tiene algún significado especial?

—No. No creo.

—Bien, Celeste, vamos a comenzar con algunas cuestiones formales. Lo que digamos aquí está protegido por el secreto profesional, y no puede ser revelado a menos que considere que hay una probabilidad real de daño a ti misma o a terceros. Soy médica y psicóloga y en el centro trabajamos con varios hospitales del NHS, de modo que si necesitas algún tipo de ayuda podemos brindártela. Tenemos contacto con Alcohólicos Anónimos, grupos de adicciones a las drogas y refugios para mujeres que sufren violencia doméstica. También contamos con el asesoramiento de un grupo de abogados que ofrece orientación gratuita.

—No estoy aquí por eso —interrumpió Celeste.

—Ni yo sugiero que lo estés —le dijo la doctora con amabilidad—. Solo quiero asegurarme de que sepas que no solo soy yo la que puede ayudarte, sino que hay una comunidad de profesionales disponibles.

Celeste tuvo que morderse los labios para no dejar caer las lágrimas. Sintió de nuevo esa impostura que la agobiaba, que esa no era su comunidad, que era prestada.

—Es probable que quieras respuestas —continuó la doctora—, pero es casi seguro que te ofrezca más preguntas de las que ya tienes. Mi objetivo es ayudarte a encontrar una forma de avanzar sobre ellas. Trabajo de manera bastante libre: hablo, pregunto, voy por cualquier sendero que nos permita encontrar cosas interesantes. No puedo asegurarte que encontraremos una solución inmediata, pero podemos trabajar en ella y salir adelante. ¿Entiendes?

—Sí.

—Dime, entonces, ¿por qué quieres llorar?

Celeste dejó caer las lágrimas que retenía. Se las secó con los dedos y volvieron a brotar.

—Desde hace unos meses lloro sin parar.

—¿Tienes alguna explicación?

—Me siento vacía. Como si fuera un florero y pudiera verme por dentro. Dijiste que había una comunidad que podía ayudarme y no es cierto, no es mi comunidad.

—Eres italiana —dijo la doctora con los ojos en sus papeles.

—Soy argentina.

La doctora Rogers la miró.

—La ficha dice italiana.

—El pasaporte y la ciudadanía son italianos. Pero nací y viví en Argentina hasta que llegué a Inglaterra hace once años.

—¿Elegiste Inglaterra por alguna razón en especial?

—Sabía el idioma. Soy profesora de inglés; quiero decir, podía trabajar de eso.

Había muchas razones más, pero Celeste no podía hablar sin hacer un esfuerzo enorme, como si tuviera que empujar a las palabras para que salieran de su boca.

—¿Viniste a vivir a Oxford de inmediato?

—Estuve un poco menos de un año en Londres. La ciudad es hermosa, pero hay muchísima gente y me agobiaba. Me gusta la tranquilidad. Enseguida empecé a buscar otros lugares.

—¿Entonces elegiste Oxford?

—No fue una elección específica. Trabajaba con niños en un centro de idiomas en Londres y uno de los directores me sugirió para un trabajo particular aquí. Fui aceptada después de varias pruebas hace diez años.

Celeste escuchó sus palabras. La doctora, como si le leyera la mente, las repitió en voz alta:

—¿Llevas diez años aquí y crees que no es tu comunidad?

—Eso parece —dijo ella con el poco aire que le quedaba en los pulmones.

—Entiendo. Como dije, mi madre llegó de Nigeria hace años. No es extraño que inmigrantes sientan que no pertenecen. De hecho, es normal que así sea: es una comunidad nueva, con costumbres distintas. Es una sensación comprensible. ¿Tienes contacto con otros argentinos?

—No.

—¿No te interesa?

—No lo necesito.

La doctora no comentó nada. Su silencio tuvo el efecto de dejar que las palabras flotaran en el aire y se volvieran más pesadas y sofocantes. Celeste hacía un esfuerzo doloroso por contener sus lágrimas. Tanto que sus palabras salían duras y sin emoción cada vez que las pronunciaba.

—¿Tienes familia en Argentina?

—No.

—Si te pidiera que nombraras dónde está tu hogar, ¿qué dirías?

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