Hija de la oscuridad

Lucía San Martín

Fragmento

Hija de la oscuridad

1

Me crucé de brazos en un rincón mientras veía los preparativos. Todos estaban excitadísimos. Parecían chicos de quince años, y no de veintiuno, como teníamos la mayoría. Se reían nerviosos y ansiosos. Como si lo que estaba a punto de pasar hubiera sido trascendental en sus vidas, esperado.

Flavia pasó por al lado mío con una vela en cada mano y me miró. A mí me costaban mucho las reuniones sociales. Me ponía en estado de alerta y me encerraba en mí misma, convirtiéndome en una espectadora.

—Dale, Cata, ponele un poco de onda. Te vas a divertir, vas a ver.

Me encogí de hombros. Yo quería divertirme, pero…

Flavia negó con la cabeza y siguió su camino para ir a hacerse la graciosa con Fran, el chico de ese grupo que a ella le gustaba.

Era la primera vez que iba a una juntada con ellos. No tenían nada de malo, en realidad.

Con Flavia nos habíamos conocido hacia el final de la secundaria, hacía más de tres años. Ella había entrado en quinto porque con su familia se habían mudado de Salta a Buenos Aires. Flavia no conocía a nadie y yo no me bancaba a nadie, así que era un poco solitaria. Nos sentamos juntas de casualidad. Nos llevábamos bien. Supongo que nuestras dos soledades nos acercaron. Y así nos mantuvieron, cerca. Ella, que era más sociable y quería una vida normal, buscaba conocer gente todo el tiempo. Cuando ingresó en la Facultad de Veterinaria se hizo este grupo. Ellos le daban algo que yo no: un poco de liviandad, de superficialidad, de ideas más relajadas. Me alegré por ella y también por mí, porque me sentía un poco menos responsable. Entonces, cuando nos veíamos o hablábamos, esas necesidades suyas estaban satisfechas y podíamos ser simplemente nosotras.

Yo quería disfrutar de las cosas simples también. Salir a bailar, parecer común y corriente. Pero las veces que lo había hecho me había sentido ajena. Estaba segura de que todo el mundo me miraba como si fuera rara y se daba cuenta de que no encajaba. Terminaba yéndome temprano.

Cuando Flavia y yo nos juntábamos en su casa o en la mía, yo bailaba con la música de moda y me soltaba. Ella no entendía por qué no podía hacer eso en otros contextos. Yo tampoco.

Después de mucha insistencia, accedí a este plan.

—¿Listos? ¿Tenemos todo? —preguntó una chica que estaba supermaquillada y de quien no me acordaba el nombre.

Apagaron las luces, dejando solo la de las velas, y se fueron juntando todos alrededor de la mesa del comedor de ese departamento clásico de Recoleta, que pertenecía a los padres de Francisco, el chico por el cual Flavia movía cielo y tierra. Yo me quedé en mi lugar. Pero entonces, uno de ellos, Benjamín —de quien sí me acordaba el nombre porque estaba bastante bueno—, se dio vuelta y me miró. Me quedé dura.

—¿Venís…? Cata, ¿no?

—Sí, Cata —respondí tratando de sonreír con simpatía.

Despegué la espalda de la pared y me acerqué. Me metí en uno de los huecos que quedaban alrededor de la mesa y me encontré con el tablero. No dije nada. Si decía algo iba a ser con tono burlón, sin duda, porque era un poco escéptica con estos asuntos. Así que mejor… nada.

La chica maquillada respiró profundo y se rio de nervios.

—Bueno, ¿jugamos a la copita o no? —preguntó después.

—No es la copita —explicó otra, Julieta, la que mejor le caía a Flavia—, es la güija.

Censuré una reacción por lo innecesario del tecnicismo de Julieta. En definitiva, era el mismo juego, con la diferencia de que la güija venía preparada con un tablero que incluía el abecedario y los números y un puntero plano con una ventana que era más fácil y conveniente de maniobrar que una copa.

Tres de ellos, Flavia incluida, pusieron un dedo sobre el pedazo de plástico de la ventana, que se suponía que tenía que ir moviéndose por el tablero “impulsado por espíritus” e ir mostrando letras o números, formando palabras. Por supuesto, la cosa se mantuvo quieta. Los segundos pasaron… quieta. Nada. No estaba pasando nada. No podía parar de pensar en que era una pavada. Y, aun así, ahí estaba, había aceptado la invitación y me imaginaba lo lindo que hubiera sido estar en casa mirando una peli. Entonces, el puntero se movió de repente. Una pegó un grito corto.

—Lo moviste vos —acusó Flavia a Benjamín.

—Te juro que no, boluda —dijo él entre carcajadas.

—Dale, nene, te estás cagando de risa…

—Te juro, me río de tentado, pero no lo moví.

Mientras seguían discutiendo, todavía con los dedos apoyados, el plástico empezó a moverse. Primero se asustaron. Después se quedaron en silencio observando cómo se trasladaba por el tablero. Al principio no parecía tener sentido. Supongo que todos esperaban un “hola”. Pero… L, O, S… ¿qué era eso? Los que estaban manejando el juego se miraban, sospechaban unos de otros, mientras el artefacto seguía su camino por las letras con total independencia y con bastante precisión.

—Esto es rarísimo —dijo Flavia.

Yo seguía, suspicaz, mirando la secuencia. Julieta anotaba las letras en las que se detenía el plástico.

—Esperen —gritó un poco histérica, levantando las notas para que todos las pudieran ver—. Miren…

—“Los zaludo” —leyó Benjamín las anotaciones escritas en el papel—. Chan, boludo, me muero. ¿Posta nadie lo movió?

Flavia y Fran, los otros dos participantes, negaron efusivamente.

—Pero aparte nunca se me hubiera ocurrido “los saludo” —explicó Fran.

—Y menos con faltas de ortografía —agregó Flavia, y todos se rieron.

Julieta se aclaró la garganta y dijo:

—Nosotros también te saludamos. ¿Nos podés decir quién sos?

El puntero estuvo inmóvil por unos segundos, y después volvió a arrancar. Flavia suspiró.

El juego siguió por un rato. Por momentos mostraba letras sin sentido: A, N, I, L… Parecía evasivo en cuanto a su identidad. Pensé que se debía a que ninguno de los jugadores tenía suficiente imaginación. Dicen que este juego lo manejan los participantes de forma inconsciente. En algunos casos podíamos leer mensajes entre las letras, algo relacionado con almas perdidas, o muertes inesperadas, aunque nada demasiado claro. Pero algo era seguro, no sabíamos quién nos hablaba.

—Dale, ¿nos decís quién sos? —insistió Julieta.

Yo ya estaba tirada en una de las sillas del comedor. Empezaba a aburrirme.

—Decinos, espíritu, la puta madre —se quejó la del maquillaje.

—No lo enojes, por Dios —pidió preocupada Flavia.

Se me escapó una risa, pero por suerte nadie la escuchó.

—¿Quién sos? —gritó Francisco, un poco haciéndose el gracioso. Y entonces el puntero se movió de golpe, con fuerza, rozando el tablero, y todos se asustaron y sacaron el dedo.

Se escuchó un ruido muy fuerte, como de m

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