Querida Inés:
Aquí está tu carta. Una carta como aquellas que nos mandábamos entre clase y clase, de las que escribíamos con bolígrafos de múltiples colores y que luego doblábamos en formas imposibles para esconderlas en la mochila de la otra y encontrarlas al llegar a casa e ir a hacer los deberes.
Supongo que hoy día las cartas no tienen mucho sentido, ¿no? Con la inmediatez de los whatsapps, las posibilidades de los emails… ¿O quizá sí? Igual ahora más que nunca es evidente el valor que las nuevas tecnologías no han podido arrebatarle a este formato. No sé.
Sea como fuere, aquí estoy, escribiéndote una carta como las de antes. Con sus tachones ocultos bajo una capa de típex, mi más que cuestionable caligrafía, y mi ¿pura? ¿incauta? total sinceridad. Porque si no se hace con sinceridad, ¿para qué escribir? ¿Para qué escribirte?
Conociéndote como te conozco, seguro que lo primero que te estarás preguntando es: ¿esto va en serio? ¿Por qué no me llama para quedar y me lo cuenta en persona? ¿Por qué se molesta en escribir, con lo que le cuesta?
Pues mira, porque quiero hacerlo así y punto.
Por eso y porque las cosas importantes creo que se tienen que escribir. Porque como dijo Gabriel García Márquez: “El escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar”. Así que aquí estoy, tratando de explicarme, de explicarnos, cómo el mundo puede ser un poco mejor, un poco más brillante, si tenemos cerca a la persona adecuada.
Y también porque, en el fondo, lo que en realidad me apetece es gritarle a los cuatro vientos lo importante que ha sido para mí encontrarte, y esta manera me parece menos molesta para los vecinos, la verdad.
Tú me has demostrado lo mucho que puede cambiarte el mundo conocer a quienes de verdad quieren conocerte. Con tus cosas buenas y tus cosas no tan buenas. Y además, creo que hay muchas otras chicas que se sentirán como tú o como yo. Y si con esta carta-grito consigo que al menos una de ellas sonría, se acuerde de su mejor amiga y le escriba un whatsapp, un email o, ¡quién sabe!, igual hasta una carta, habrá merecido la pena este esfuerzo.
* * *
Inés, nos conocimos hace trece años, y desde hace trece años eres mi familia, mi mejor amiga. Hemos tenido nuestros roces y nuestros baches, como cualquier relación, pero que a día de hoy pueda seguir considerándote mi mejor amiga significa que el viaje no solo ha merecido la pena, sino que deseo que no termine nunca.
Si alguien me hubiera dicho con doce o trece años que acabaría conociendo a alguien tan imprescindible en mi vida como tú, le habría mandado a freír espárragos no me lo habría creído. Lo digo en serio. Igual era un poco pesimista o igual la vida hasta ese momento tampoco me había dado ninguna pista para pensar que algo pudiera cambiar. A esa edad, yo ya estaba convencida de que pasaría mi vida sola o, peor aún, rodeada de falsas amistades que no me valorarían ni me comprenderían, y con las que tendría que aprender a fingir ser quien no era.
Tú ya lo sabes, pero para quien no: mi vida hasta los catorce años transcurrió en una diminuta aldea de Guadalajara, de esas que apenas quedan y de las que nada se escucha, si no es en las noticias, para recordarnos que aún hay gente que vive sin cobertura de móvil o que se pasa los inviernos encerrada en su casa por culpa de la nieve. Un pueblito de poco más de diez habitantes y casas de pizarra, con lumbre en lugar de calefacción, huertos en vez de jardín, escaleras de mano de madera, y suelos cuyas tablas acabas conociendo por su manera de crujir. Un pueblo de los pocos que te recuerdan que los humanos seguimos siendo unos recién llegados a este planeta, porque está completamente rodeado de naturaleza, bosques, riachuelos, cascadas y montañas. Un pueblo de cabras, básicamente.
Así que sí, en efecto: pasaba mucho tiempo sola. Algo que, en el fondo, tampoco me importaba. No necesitaba a otros niños para divertirme o para perderme por el campo, me gustaba mi pueblo; tenía mis cuadernos para dibujar, mis películas en VHS, alguna revista que de vez en cuando me compraba mi madre… tampoco pensaba que pudiera haber mucho más y no lo buscaba. Me llamo Andrea, pero puedes llamarme Heidi.
Y en términos generales, así transcurrió mi vida hasta que empecé la Secundaria.
Para que te hagas una idea, el instituto se encontraba a dos horas de mi casa. Dos horas. Que ahora mismo tengo que hacer un trayecto de metro de más de cuarenta minutos y me parece una locura. Pues ahí estaba yo, con mis trece años, recorriéndome la sierra de Guadalajara para ir a clase. Piensa que en mi pueblo y en los de alrededor no había demasiados habitantes, mucho menos jóvenes, por lo que todas las chicas y chicos teníamos que viajar hasta el municipio más cercano para recibir clases. ¡Dos mil habitantes debía de tener aquel lugar, y ya me parecía una locura!
¿Estaba emocionada? ¿Tenía miedo? ¿Nervios? No lo recuerdo con claridad, pero conociéndome, probablemente diría que sí a todo. ¡Por fin conocería a gente de mi edad! Sería la primera vez que tendría que presentarme a más de diez chicos y chicas sin que supieran quién era mi madre o cuál era mi casa, porque en mi pueblo todos nos conocíamos y presentarse uno sin ser forastero estaba de más. Siempre eras o “la hija de”, o “la nieta de”, o “la de la casa de”. Pero aquí no. Aquí tendría la oportunidad perfecta de ser quien quisiera ser, aunque aún no tuviera ni idea de quién quería realmente ser.
Mis únicas referencias para esta nueva etapa las había robado de las revistas, las películas y mis series favoritas. Y estaba convencida de que no necesitaba nada más. De que estaba absolutamente preparada para lo que me echaran encima. De que, de hecho, tenía suficientes conocimientos sociales, no solo para sobrevivir, sino también para disfrutar.
¡Ay, amiga, qué equivocada estaba!
Tengo muy mala memoria, tú ya lo sabes, y la verdad es que tengo que hacer un esfuerzo importante para acordarme de cosas concretas de mi infancia y adolescencia, pero conservo un recuerdo bastante nítido del día en que todas mis amigas compañeras de clase se pusieron de acuerdo en difundir un rumor sobre mí y convirtieron sus palabras en armas contra las que yo no me sabía defender.
Te prometo que no hubo ninguna razón concreta para que me escogieran como víctima de sus ataques. Lo mismo, pienso ahora con algo de perspectiva y con lo muchísimo que he aprendido en este tiempo, simplemente me crucé en el camino de quien necesita pisar a los demás para sentirse mejor consigo mismo; ya sabes, una de esas personas que para no tener que afrontar sus propios problemas, prefiere crearle otros a los demás. Ni idea.
Durante los primeros días hice una amiga. Se llamaba Rocío. Tenía el pelo largo, moreno, y una sonrisa mellada pero agradable, y aunque era bastante diferente a mí, me parecía divertida y lo pasábamos bien cuando estábamos juntas. O eso pensaba yo.
También conocí a otras chicas, pero de ellas ni siquiera recuerdo sus nombres. Y ahora que lo pienso, creo que la razón por la que recuerdo el de Roci, precisamente, es por su traición más que por su amistad.
A los pocos meses de haber empezado las clases, le propuse que viniera a ver mi pueblo. Lo pasaba tan bien con ella que tenía ganas de que conociera mi casa, mi habitación, cómo la tenía decorada; enseñarle mis lugares favoritos de los alrededores, las cabañas en ruinas… no sé, y pudiéramos crear recuerdos diferentes a los que teníamos del instituto. Quería compartir esas cosas tan mías con ella. Me sentía como Lindsay Lohan en Chicas malas, ¿sabes? Llevaba años estudiando aislada, y al fin tenía una amiga con la que compartir mis raíces salvajes.
Total, que se lo dije muchas unas cuantas veces, pero ella siempre me daba largas. Decía que tenía que preguntarle a sus padres, que no sabía si le dejarían… De haberme ocurrido ahora, lo habría pillado a la primera: aunque a mí ella me cayera genial, la cosa no era recíproca y debería haber sabido cuándo parar. Pero entonces pensaba que aquello era amistad. Que eso era tener una buena amiga. De nuevo, ¡error!
Y así pasaron un par de semanas hasta que un día, al entrar en clase haciendo alguna de mis tonterías habituales, una de las otras chicas con las que me llevaba bien me agarró del brazo con fuerza y me llevó hasta las demás para interrogarme. Te prometo que me dolió más la manera en la que me miraban que cómo la chica esa me sujetaba de la muñeca, clavándome las uñas.
—¿Qué pasa? —preguntó, una vez se aseguró de que todas estaban pendientes—. Que dice Roci que quieres llevarla a tu pueblo, ¿eh? ¿Te gusta o qué? Te gustan las chicas, ¿no? ¿Eres lesbiana?
Te juro que nunca me había sentido tan vulnerable. Las chicas solo me miraban y sonreían, pero sus sonrisas parecían de hiena. La única que tenía puesta la mirada en el suelo mientras se sonrojaba era Rocío. Yo esperaba que la broma acabara pronto, que mi amiga saliera a defenderme, que aclarara que lo único que me apetecía era enseñarle mi pueblo. No estaba enamorada de ella. Y de haberlo estado, ¿quién se creía que era esa chica para burlarse de mí delante de todo el mundo?
Pero mi supuesta amiga se mantuvo callada, balanceando las piernas sobre el pupitre, sin abrir la boca y dejando que el resto se burlara de mí sin atreverse siquiera a mirarme a los ojos. De verdad: mi confusión era mayúscula. ¿Tan raro resultaba invitar a una amiga a casa sin querer pegarle un morreo? ¡Pero si teníamos doce años! ¡Ni siquiera me había planteado aún cómo sería besar a un chico!
Te lo digo en serio. Hubiera preferido que me lanzasen piedras o palos antes que aquello. Al menos a una pedrada sabía responder con otra, pero contra los rumores ¿qué se hace? Se desmienten, dirás. O se ignoran, como tú misma aprendiste. Pero, Inés, tú mejor que nadie sabes que no es tan fácil. Que sí, que la teoría es esa, desde luego. Pero de la teoría a la práctica hay un mundo, y en estos casos incluso un abismo.
Recuerdo que me fui a casa con un nudo en el estómago. Mi madre trató de consolarme con la mayor serenidad del mundo. Menos mal que la tengo. Bueno, que la tenemos, porque sabes que con ella siempre podemos contar todas. Me fascina lo fácil que parece cualquier problema cuando se lo cuento a mi madre. Tiene un don para tranquilizar y para colocar todo en perspectiva. Sus consejos siempre han sido los mejores y me han ayudado durante todos estos años a distinguir lo que es importante en la vida de lo que no.
Pues eso: hablé con ella y aquella conversación sí que fue como las de las películas que me gustaban. En las que una buena conversación entre madre e hija sirve de bálsamo para heridas que nada tienen que ver con piedras y palos. Creo que nunca se lo agradeceré lo suficiente.
Al día siguiente simplemente dejé de hablarme con las chicas. Pero no lo hice bajando la cabeza o haciéndoles creer que ellas habían ganado. En absoluto. Lo hice mirándolas a los ojos. Dejándoles claro que yo, amigas personas así, no quería en mi vida. Y que no las necesitaba para ser feliz.
¿Dolió? Sí, y mucho. Pero el dolor me hizo comprender que eso no era tener amigas. En el fondo les agradezco que demostraran su auténtica forma de pensar tan pronto. Así pude cambiar de grupo y conocer a gente que de verdad me entendía. Sí, eran los que todos calificaban de “raros”, y aquello provocó que la gente guay del insti comenzara a dejarme notas en la mesa y dentro de la mochila. Notas en las que se burlaban de mi cuerpo, de los comentarios que hacía, de las respuestas que daba en clase… Debo confesar que fue una mierda no fue fácil. Y al final la situación pudo conmigo.
No daba ni palo al agua, me era imposible concentrarme. Las dos horas de trayecto hasta el instituto se convirtieron en un suplicio, y las dos horas de vuelta me las pasaba deseando llegar a mi pueblo y alejarme de toda esa gente. Cualquiera que haya sufrido acoso en sus carnes sabe a lo que me refiero. Tú más que nadie, amiga.
Así que, al final, opté por mudarme con mi padre a Madrid y dejar el pueblo atrás. Sabía que no sería fácil. Comenzar una vida nueva nunca lo es. Pero necesitaba empezar de cero.
Echaría muchísimo de menos a mi madre, a su pareja y a mi hermana pequeña, era consciente de ello. Pero sentía que no encajaba en esa vida por mucho que lo intentaba, y cada vez me sentía peor y más sola. Así que al final dije el “sí, quiero” a esta nueva oportunidad que me brindaba la suerte (y mi padre).
* * *
A Madrid llegué vestida de negro, con todos los complementos que había encontrado en la tienda Claires en el pelo y con un rollo muy emo. Era una carcasa, pero ellos no lo sabían. Nadie me conocía. Tenía otra oportunidad de hacerme pasar por alguien nuevo, y quizás esta vez acertase.
No te lo voy a negar, porque tú me conoces mejor que nadie: creo que una parte de mí quería asustar a la gente nueva. Quería que pensaran que era peligrosa, que mi alma torturada los dejaría fritos si osaban tan siquiera mirarme a los ojos, igual que el basilisco de Harry Potter. Ella, la peligrosa.
Bromas aparte, había aprendido que queriendo ser amiga de todos y caer genial a todo el mundo no lograría nada. En el anterior instituto me había quedado claro que cuanto más abierta fuera, más expuesta y vulnerable me encontraría frente a los ataques. Y ya había tenido suficientes por una temporada, gracias.
Con un nudo en la garganta y calaveras en el pelo, entré el primer día en ese instituto protegida por una falsa seguridad que ni de lejos sentía. Y entonces te vi a ti, Inés. Recuerdo perfectamente que estabas en la puerta. Llevabas una camiseta de Los Ramones (grupo que en su momento todos pensábamos que era español y como la versión heavy de Los Chichos), unos pantalones verdes con una mariposa y unas zapatillas desgastadas. Tu rollo alternativo me fascinó desde el minuto cero, pero no podía dejar que lo notaras. La nueva Andrea debía ir con cuidado. Pero entonces, sin razón aparente, te acercaste a saludarme.
No sé por qué, pero me viste. Literalmente, te fijaste en mí más allá del maquillaje, la ropa y las pulseras. Creo Estoy convencida de que mi vida entera mi primer día hubiera sido muy distinto si no hubieras venido a rescatarme de mí misma aquella mañana.
Ahora bien, si he de ser justa, tengo que decir que me asusté un poco cuando, sin venir a cuento, te lanzaste a mis brazos pegando un grito, emocionada por conocer a alguien nuevo. Pero el susto se convirtió inmediatamente en alegría y comprendí que no eras la típica chica persona, y que contigo las apariencias no servían para nada. Que eras capaz de calar a alguien de un vistazo y que la sinceridad era lo que más valorabas.
* * *
Me acuerdo de que me hiciste un tour por el instituto como si nos conociésemos de toda la vida y me estuvieras enseñando tu casa. De cada espacio me contaste una anécdota, un truco o un consejo para ponerme al día de todo lo que ya sabría de haber comenzado allí la secundaria. Y lo que más gracia me hizo fue que no me dijiste tu nombre hasta el final de la visita.
—Me llamo Inés y esta es tu clase —añadiste, señalándome el aula hasta la que me habías acompañado—. Yo voy a la de al lado, ¡nos vemos a la salida!
No era una pregunta, era una certeza. Y no te imaginas cómo de segura me haces hiciste sentir siempre en aquel momento.
Con el paso de los días me convencía aún más de que eras la persona más auténtica y sin complejos que había conocido. Me costaba creer que una persona tan fuerte, tan alegre, tan enérgica, con cero complejos, pudiera existir. Que siempre tuvieras tiempo para mí entre las recogidas de firmas para combatir injusticias y causas perdidas; entre huelgas y reivindicaciones.
No descubrí hasta un tiempo después el secreto que tan celosamente tratabas de ocultar tras aquella forma de ser. O más bien, el secreto que otros te habían obligado a cargar de forma tan injusta.
Al mes de haber empezado las clases, una compañera me preguntó sin ocultar su gesto de desagrado que por qué me llevaba con la “guarra”. Imagínate mi cara al escuchar aquello. ¿La guarra? Conocía a poca gente en el insti, y te juro que en ningún momento hubiera imaginado que se refería a ti.
—Sí, la Inés esa. La guarra —repitió, para que no hubiera dudas.
Era obvio que debías tener tu historia en el centro porque no solía verte con más amigos, pero simplemente había dado por hecho que no te apetecía gastar tu tiempo más que con unos pocos elegidos.
En seguida me lo contó todo. Y lo hizo con un ansia, con una emoción, con un gusto que solo le faltaba relamerse y c