Tú, que te escondes (Biblioteca Cristina Bajo)

Cristina Bajo

Fragmento

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RETRATO DE DAMA SIN NOMBRE

AÑO 1573

También venían damas de compañía de la gobernadora, y esposas de capitanes, y con ellas, jovencitas y niños.

Carlos N. Andrés, Córdoba la Llana

Llegaron al anochecer, cansados, atorados de polvo, las ropas acartonadas de mugre. Cuando Catalina vio el poblado, se sintió abatida: pobres casas de adobe y techo de paja y un cuadrado donde se alzaba la picota, que más recordaba el cadalso que una plaza de carretas. Las viviendas estaban muy separadas y entre ellas los baldíos bostezaban de hierbajos. Algún perro furtivo, un gato en una ventana, un chivito que balaba, atado a una estaca... Y más allá, el campo mudo de Santiago del Estero.

Alguien, desde un ventanuco, los vio llegar y de pronto todos estaban afuera, entre exclamaciones y palabras de bienvenida.

Erguida en la montura, Catalina vio cómo, en el aire polvoriento, chicos con teas encendidas corrían avisando que habían llegado del Tucumán las mujeres que seguían a don Gerónimo.

Ella, que venía de las grandes urbes del Pacífico, pensó: “¿Ciudad, esto? ¿Será que así tendremos que vivir? ¿Para vivir en un lugar como éste me sacó mi padre de casa de mis tíos, donde me tenían como a infanta?”.

Y evocó el cantar con que su tía la dormía cuando niña:

Catalina, Catalina,

lindo nombre aragonés,

para España es mi partida,

¿Qué encargo me hace usted?

—Que si lo ve a mi marido

mis recuerdos me le dé...

Los viajeros formaban un grupo apretado, las mujeres y los niños encerrados en el círculo de capitanes y arcabuceros.

Doña Luisa Martel de los Ríos, esposa de don Gerónimo Luis de Cabrera, se había vestido de gala. Catalina contuvo una sonrisa. “Soberana del espacio vacío, virreina de desiertos, reina de rancherías”, enumeró. En el último tramo del camino, la señora se había echado encima una capa de terciopelo verde y un sombrerito adornado con topacios. “No por mí”, había dicho, “que no soy vanidosa. Lo hago por mantener en alto el esplendor de España y no desmerecer a mi esposo en el rango que desempeña”.

¡Quién te creyera!, pensó Catalina, admirando, no obstante, el vestido de seda de color vivo y las alhajas. Pero la golilla alechugada, que debía estar tiesa, lucía mustia de venir sepultada en el baúl.

Los hombres desmontaron mientras los vecinos los atendían como a validos de virrey. Las mujeres esperaron en sus sillas hasta que salieron las señoras a recibirlas. Entonces descendieron y comenzaron a dar órdenes a los sirvientes indios para que fueran descargando sus cosas de carretas y mulas.

La última en hacerlo fue Catalina, que miraba, absorta, el atardecer que caía como un toro degollado sobre el horizonte. Entonces oyó a Gonzalo, el hijo menor de don Gerónimo, decir: “Parece sangre”, y se estremeció, pues el chico había hablado como bajo un hechizo.

Descabalgó y vigiló sus cosas, pues temía perder libros, vestidos, zapatos o enseres. Pronto se halló sola: nadie se había dado cuenta de que quedaba atrás, pues poco la conocían y ella, más bien huraña, no se había integrado al grupo. Detestó a su padre. ¿Qué derecho tenía a obligarla a abandonar el amparo de sus tíos, la casa que la guardaba, las cosas de su madre, sus pájaros y perros, su jardín y su sauce colmado de orquídeas, ordenándole seguirlo en aquel viaje del cual él ya estaba ausente, pues había quedado en Tucumán? ¿Y dónde dormiría esa noche? La angustia anudó su cintura, y cuando iban a saltársele las lágrimas, surgiendo de una bruma de crepúsculo y polvo, vio venir a una mujer envuelta en una manta. No entendió su lengua, pero su gesto fue explícito: quería que la siguiera. Arregazándose las faldas, caminó tras ella por el ancho guadal sin calzada.

Se detuvieron frente a una casa más alta que las demás, deteriorada pero importante. Mientras los sirvientes de Catalina se dirigían a los fondos, la india la hizo pasar a un zaguán sombrío. Se abrió una puerta en la negrura y una bocanada de luz, tibia en su color, la recibió. La sala era amplia, casi sin muebles, y una anciana la esperaba sobre el estrado, en un sillón curial. A su lado, una mesita; sobre ella, un fanal de cristal cubriendo un Niño Dios sobre flores de tela. En lo alto de la pared, una Dolorosa con sus siete puñales.

—¿Eres hija de Clarisa?

Sorprendida al oír el nombre de su madre, hizo una reverencia llevándose la mano al corazón.

—Ella murió hace años.

—Lo sé —respondió la señora. Tenía un rosario de ágatas entre los dedos—. Tu madre me sostuvo una vez en mi dolor. Mucho le adeudo. —Y preguntó:

—¿Vive tu padre?

—Sí —respondió Catalina—. Don Gerónimo lo destinó a Tucumán.

—¿Lo quieres?

Catalina, sorprendida, demoró la respuesta.

—Has dudado...

—Estoy molesta con él —reconoció—. Yo no quería hacer este viaje. He perdido a mi madre por segunda vez al separarme de mi tía.

—¿Y qué sucedería si él muriese?

—No me gustaría regresar a Lima por ese motivo. Antes de morir, a pesar de que era yo muy niña, mi madre me pidió que cuidara de él.

—Cuida de él, entonces —dijo la señora y aclaró—: No acostumbro albergar desconocidos, pero he pedido por ti. En recuerdo de Clarisa.

Y dando por terminada la conversación, hizo una seña a la india, que la guió hasta una pieza, más allá de la desolación de patios abandonados, donde un perro flaco, al ver el tizón encendido, se escurrió por el tapial. El viento, en los corredores, sonaba como el quejido de un moribundo y Catalina rogó que las andiras, los enormes murciélagos del país de los guaraníes, no anidaran allí. Sus cabezas repugnantes eran tan grandes como la de los perros que cazaban osos en Asturias.

La pieza estaba dispuesta, con cama sobre estrado, mantas indias, aguamanil de plata, y hasta un cuadro en la pared y un espejo en la que hacía esquina. Para lo que parecía la villa, era de gente que guardaba doblones en los entretechos.

Su criada había sacado la ropa de los cofres y la había puesto a orear sobre sillones y reclinatorios. Y le habían dejado, en la mesita, una bandeja con comida caliente que le hizo agua la boca.

Se acostó después

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