Ani salva a la perra Laika

Ana María Shua

Fragmento

Cuando yo era chica los rusos y los norteamericanos eran terribles enemigos y parecía que estaban a punto de ir a la guerra. Ningún país del mundo mandaba cohetes al espacio. Por lo tanto no existían los satélites artificiales: esos que dan vueltas alrededor de la Tierra, igual que la Luna, y que sirven para comunicarse por teléfono y para ver por televisión los partidos que se juegan en el exterior.

El mismo día en que nació mi prima Alma, los rusos consiguieron poner en órbita el primer satélite artificial del mundo, que se llamaba Sputnik. Adentro del Sputnik iba una perra: la famosa perra Laika. (Puede ser que nunca la hayas oído nombrar, pero si le preguntás a tu abuelo seguro que se va a acordar.)

Como todavía no se había inventado la forma de hacer volver lo que se mandaba al espacio, la pobre Laika estaba condenada a dar vueltas y vueltas alrededor de la tierra, hasta morirse por falta de aire o quizá de hambre y sed, cuando se le terminara el agua y la comida que le habían puesto en el satélite.

Los rusos estaban muy contentos porque iban a obtener mucha información que después les serviría para seguir mandando cohetes, satélites y naves al espacio. Los norteamericanos estaban preocupados porque les habían ganado de mano. Pero también estaban contentos porque iban a poder utilizar la información de los rusos y al mismo tiempo los podían acusar de ser malvados y crueles con los animales.

Y todos los chicos del mundo estábamos tristes por la perra Laika.

Observando esa situación, se me ocurrió una gran idea para ganar dinero. Yo necesitaba la plata para organizar mi expedición al Amazonas, donde pensaba descubrir una tribu de monos que hablan y un rubí gigante con poderes mágicos. Ya sabía cuáles eran las mejores marcas de cantimploras y bolsas de dormir. Y no me olvidaba de los mosquiteros.

El negocio que pensé era redondo. Si lograba rescatar a la perra Laika y cruzarla con el perro del vecino, podía hacerme rica con la venta de sus cachorros. Todos los chicos del mundo iban a querer tener un hijito de la perra espacial. Recibiría pedidos de Rusia, de China, de Venado Tuerto y de Groenlandia. Incluso podría organizar un remate internacional.

Claro, realizar mi plan no era fácil. Primero pensé en las soluciones más obvias, como abrigarme bien, ponerme una pecera en la cabeza (por el oxígeno) y atarme a la espalda un buen manojo de cañitas voladoras.

Pero las cañitas voladoras estallan ahí nomás. No llegan ni siquiera a la altura de los aviones y mucho menos al espacio exterior.

Después pensé en construir una nave espacial en el fondo de la casa de mi abuela, pero me iba a salir tan caro que ni con la venta de los cachorros alcanzaría a recuperar la plata.

Y, sobre todo, no era solamente cuestión de llegar hasta el Sputnik. Había que entrar en el satélite, sacar a la perra y traerla de vuelta a la Tierra.

Entonces supe que iba a necesitar la ayuda de Porota. Así se llamaba mi tortuga. Estoy hablando de una época tan antigua que ni siquiera existía la canción de Manuelita y las tortugas se llamaban de cualquier modo.

Probablemente no todo el mundo sepa que las tortugas son seres extraterrestres. Han sido enviadas a la tierra para informar sobre nuestras costumbres y avisar a los demás planetas cuando seamos lo bastante inteligentes para no pelearnos más. Sólo en ese momento los demás habitantes del universo se nos podrán acercar y hacerse amigos sin peligro. Y si no me creés, preguntale a tu tortuga.

Las tortugas se hacen las tontas para que las dejen entrar en las casas y ver bien de cerca cómo se porta la gente. Muchos chicos lo saben y hasta las vieron usar algunos de sus poderes, pero cuando crecen se olvidan y vuelven a pensar que son solamente animales ridículos.

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