El jardín de los venenos (Biblioteca Cristina Bajo)

Cristina Bajo

Fragmento

Índice
  • EL JARDÍN DE LOS VENENOS
  • Portadilla
  • Diseño de tapa
  • Portada
  • Legales
  • Dedicatoria
  • De las confesiones
  • 1. De la pastora de la Virgen
  • 2. Del obispo y del maestre de campo
  • 3. De las sospechas
  • 4. Del amor de madre
  • 5. Del jardín de los venenos
  • 6. Del herbario inconcluso
  • De las confesiones
  • 7. Del círculo de Copérnico
  • 8. Del espíritu del mal
  • 9. De gárgolas y de arcángeles
  • 10. De las llaves perdidas
  • 11. De la venganza y del silencio
  • 12. De parentescos lejanos
  • 13. De la materia medicinal
  • De las confesiones
  • 14. De las hierbas de olor
  • 15. De sombras y de honras
  • De las confesiones
  • 16. Del muñeco en las brasas
  • 17. Del alma de Santa Olalla
  • De las confesiones
  • 18. De ser dueño de dueña
  • 19. Del pájaro-alma
  • 20. De los motivos de las mujeres para casarse
  • De las confesiones
  • 21. De las cuerdas del destino
  • 22. Del sueño de Medusa
  • 23. De textos y aparecidos
  • 24. De escapularios y de aceros
  • De las confesiones
  • 25. Del cacao amargo y del hinojo asnal
  • 26. De la materia del hechizo y del hechizo
  • 27. De proverbios y sentencias
  • 28. De lo escrito con la mano izquierda
  • De las confesiones
  • 29. Del lirio cárdeno y del ámbar
  • 30. De invocaciones espíritas
  • 31. Del añil, el azufre y la sal
  • De las confesiones
  • 32. De la índole de la mentira
  • 33. Del enamorado de la Muerte
  • 34. De la voz del obispo en los tejados
  • 35. Del ama de la Muerte
  • 36. De varios escándalos en la ciudad
  • 37. De deudas enfadosas
  • De las confesiones
  • 38. De la ausencia de pruebas
  • 39. Del vino del desposorio
  • 40. De los humores coléricos
  • 41. “De mi amada bebí...”
  • De las confesiones
  • 42. De los bordes sutiles
  • 43. De cómo llevar a cuestas el alma
  • De las confesiones
  • 44. De cómo llegará el olvido
  • De las confesiones
  • 45. De sótanos y de túneles
  • 46. Del aliento de la peste
  • 47. De ciertos textos antiguos
  • De las confesiones
  • 48. De lo que duerme en la memoria
  • De la última confesión
  • Comentarios sobre algunos libros y autores mencionados en El jardín de los venenos
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A mi padre, don Fidel Manuel Bajo, que me enseñó a amar la Historia y la Arquitectura, así como mi madre nos enseñóa amar la Literatura y el Arte.

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De las confesiones

Esta noche, cuando se disponga a dormir, le llevaré una tisana preparada. Si desconfía y no acepta beberla, me veré obligada a ponerme la bata y descansar mi cabeza junto a la suya sobre la blonda que cubre las almohadas hechas de plumón, de magnolias maceradas y de hebras de helecho.

Él fingirá dormir, o yo fingiré dormir, pero es probable que el amanecer encuentre con vida sólo a uno de nosotros.

Tal vez él consiga hacerme el amor, lo que no significa que desista de matarme, quizá con mi propia cabellera, mientras me posee. O durante el sueño, ahogándome con un almohadón para por fin aspirar mi último aliento con su boca.

Sin embargo, estoy decidida a vivir. Este instinto que tengo, que viene, dice mi nodriza, de aquellos mis antepasados que acostumbraban hacer un banquete con el cuerpo del enemigo, es el que me ha permitido burlar tantas acechanzas.

Siendo que prefiero la vida, no le temo a la muerte. Y si llega sin que pueda evitarla, me iré con una sonrisa, sabiendo que si no alcanzo a matarlo por mi mano, mi asesino morirá, de todos modos, por las disposiciones que he urdido.

Hay dos cosas capaces de matar a través del tiempo y el espacio, y éstas son el tósigo y la palabra. No alcanzo a distinguir cuál de ellas es más venenosa, y aunque se piense que el primero es definitivamente mortal (así duerma por largo tiempo en el fondo de un dulce, de una bebida, de un remedio), piénsese en lo que es capaz de lograr una mentira susurrada, un temor fingido, un anónimo que denuncia, una carta extraviada que alguien encontrará no demasiado tarde y que será la perdición del acusado. Porque la víctima no siempre es inocente y rara vez lo es del todo.

A veces juego con la idea de envenenarme y hacer creer que él lo hizo. Su ascendencia no amerita el degüello por garganta, como reza la ley de los hidalgos. Le darían muerte vil, con el garrote.

Éste, mi esposo, me deja ausente de piedad porque, con las palabras de San Agustín, “era yo no sé qué profundidad de abismo sobre la que no había luz”.

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