El consul honorario

Graham Greene

Fragmento

CAPÍTULO PRIMERO

El doctor Eduardo Plarr estaba en el pequeño puerto del Paraná, entre los rieles y las grúas amarillas, observando un penacho horizontal de humo que se extendía sobre el Chaco. Entre los rayos rojos del cre-púsculo, esa línea de humo parecía una franja de una bandera nacional. A esa hora, el doctor Plarr estaba solo, con la única excepción del marinero de guardia frente al destacamento marítimo. Era uno de esos atardeceres que, por una misteriosa combinación de la luz moribunda y el aroma de alguna planta desconocida, provocan en ciertos hombres la sensación de la niñez y la expectativa, y en otros la impresión de algo perdido y ya casi olvidado.

Los rieles, las grúas, el destacamento marítimo: ésas eran las primeras imágenes que el doctor Plarr había visto en su país de adopción. Sólo se había sumado la línea de humo que, a la llegada del doctor, aún no permanecía suspendida sobre el horizonte. La fábrica que lo producía había sido construida en la época en que él había llegado con su madre, procedentes de la república del norte, más de treinta años atrás, en el barco que viajaba semanalmente desde Paraguay. Recordaba a su padre de pie junto a la breve baranda, en el muelle de Asunción: alto, canoso, con las mejillas hundidas, prometiendo con mecánico optimismo reunirse con ellos muy pronto En el curso de un mes, quizá de tres, la esperanza chirrió en su garganta como el engranaje de un mecanismo herrumbrado.

A aquel muchacho de catorce años no le pareció raro –aunque tal vez algo así como una costumbre extranjera– que su padre besara a su mujer en la frente con una especie de reverencia, como si ella fuera su madre y no su compañera de lecho. En aquellos días, Eduardo Plarr se consideraba tan latinoamericano como su madre, mientras que en su padre era obvio el origen inglés. Su padre pertenecía por derecho, y no por la mera existencia de un pasaporte, a la isla legendaria de la nieve y la bruma, a la tierra de Dickens y de Conan Doyle, aunque quizás apenas conservara unos pocos recuerdos auténticos del país que había dejado a los diez años. Guardaba un libro de fotografías, London Panorama, que sus padres le habían regalado en el último momento, antes de embarcar, y Henry Plarr solía volver ante su hijo Eduardo las páginas donde las fotos mates y grises mostraban el palacio de Buckingham, la Torre de Londres y una vista de Oxford Street, llena de cabriolés y coches tirados por caballos y señoras que se recogían las largas faldas. Mucho después, el doctor Plarr comprendió que su padre era un exiliado y que ése era un país de exiliados: italianos, checoslovacos, polacos, galeses, ingleses. De niño, cuando Eduardo Plarr leía una novela de Dickens lo hacía como un extranjero: por falta de experiencia, todo era para él contemporáneo, como un ruso que creyera que el alguacil y el fabricante de ataúdes todavía siguen en sus inalteradas vocaciones en un mundo donde Oliver Twist está preso en algún sótano de Londres, cada vez metido en más líos.

A los catorce años, Eduardo Plarr no podía entender los motivos por los cuales su padre se había quedado atrás en la vieja capital junto al río. Necesitó unos cuantos años de vida en Buenos Aires para comprender que la existencia de un exiliado no es fácil: tantos documentos, tantas visitas a oficinas del gobierno. La facilidad pertenecía por derecho a los hijos del país, a los que podían dar por sentadas sus condiciones de vida, por extrañas que fuesen. El idioma español era de origen romano, y los romanos eran un pueblo simple. El machismo –el sentido del orgullo masculino– era el equivalente español de la virtus. Poco tenía que ver con el coraje o la rigidez de los ingleses. Quizás, en su estilo extranjero, su padre procurara imitar al machismo cuando resolvió enfrentar por sí solo los peligros cada vez mayores del otro lado de la frontera paraguaya; pero fue únicamente rigidez lo que mostró en el embarcadero.

Eduardo Plarr y su madre habían llegado al puerto de río casi a esa misma hora del atardecer, en su viaje hacia la enorme y ruidosa capital de la república del sur (una manifestación política había demorado unas horas la partida). Algunas de las primeras imágenes –las viejas casas coloniales, con sus fachadas ruinosas, en la calle situada tras el puerto; una pareja que se abrazaba en un banco; la estatua de una mujer desnuda, bañada por la luz de la luna, y el busto de un almirante con un familiar nombre irlandés; los globos de la luz eléctrica, como un gran fruto maduro sobre un quiosco de bebidas gaseosas– se fijaron en la mente del joven Plarr como un símbolo de insólita paz. Fue quizá por eso por lo que, mucho después, cuando sintió la urgente necesidad de huir hacia alguna parte para escapar de los rascacielos, los embotellamientos de tráfico, las sirenas de los coches de policía y las ambulancias, las estatuas heroicas de los libertadores a caballo, resolvió volver a esa pequeña ciudad del norte para trabajar en ella con todo el prestigio de un capacitado médico de Buenos Aires. Ninguno de los amigos de la capital o de sus relaciones del café comprendieron sus motivos: todos le aseguraron que en el norte encontraría un clima caluroso, húmedo, insalubre, y una ciudad donde nunca pasaba nada, ni siquiera la violencia.

«Quizá sea lo bastante insalubre como para que pueda practicar mejor mi profesión», decía con una sonrisa tan vacua –o tan falsa– como la expresión esperanzada de su padre.

En Buenos Aires, durante los largos años de separación, sólo habían recibido una carta de su padre. El sobre estaba dirigido a ambos: «Señora e hijo». La carta no había llegado por correo: la habían encontrado bajo la puerta del apartamento, un domingo por la tarde, unos cuatro años después de su llegada a la capital, al regresar de un cine donde habían visto por tercera vez Lo que el viento se llevó. Al cabo de los años, Clark Gable y Vivien Leigh resurgían una vez más, a pesar de todas las balas.

En el sobre, sucio y arrugado, se leía «A mano», pero nunca llegaron a saber qué mano. La carta no estaba escrita en el antiguo papel que llevaba elegantemente impreso en letras góticas el nombre de la estancia, sino en las hojas rayadas de un cuaderno barato. Y la carta, como la voz en el muelle, estaba llena de fingida esperanza: su padre escribía que «las cosas» se arreglarían muy pronto. No había fecha: quizá la «esperanza» se hubiera agotado mucho tiempo antes de llegar la carta. Nunca volvieron a saber de su padre; ni siquiera les llegó la noticia o el rumor de su encarcelamiento y su muerte. Aquella carta terminaba con solemnidad hispánica: «Es para mí un gran consuelo saber que aquellos a quienes más amo en el mundo están a salvo. Vuestro afectuoso esposo y padre Henry Plarr».

El doctor Plarr no podía discernir claramente hasta qué punto su regreso al pequeño puerto de río estaba influido por la idea de que allí no viviría lejos de la frontera del país donde había nacido y donde estaba enterrado su padre (quizá nunca llegaría a saber si en una prisión o en un pedazo de tierra). Sólo tenía que trasladarse unos pocos kil

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos