El último oficio de Nietzsche

Tomás Abraham

Fragmento

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Éste no es un ensayo sobre las ideas de Nietzsche porque sus ideas son inseparables del modo en que las dijo. A partir de Nietzsche el arte del ensayo filosófico oxigena a la filosofía, le da aire, espacio, amplitud, energía. El arte del ensayo es un modo esporádico de la práctica filosófica. Su ejercicio es transdisciplinario y de un género mestizo de escritura. Incluye, además, al que lo practica, en tanto delega en un sustantivo y un verbo una subjetividad que habla desde una posición. El ensayo no es una teoría porque no es explicativo sino mostrativo. No es teoría porque tampoco es un cuerpo organizado sino desmembrado. El ensayo se ofrece con un estilo de escritura, porque el estilo es lo que devela la opacidad del lenguaje. Y tiene una voluntad de verdad pero de una verdad contingente, coyuntural, conjetural y ocasional.

Desde la época clásica la filosofía dejó de ser madre de las ciencias pero no por eso debe parasitar los laboratorios de metodología de investigación científica. La epistemología es un modo seco y estrecho de hacer filosofía, pero la filosofía no se reduce a la epistemología. Los filósofos vergonzantes se refugian en la epistemología para encontrar la garantía de la objetividad, y la única objetividad que existe es la intersubjetividad, es decir la que expone los materiales a la luz de la esfera pública. No hay objetividad canónica de procedimiento. Quiero decir que los aforismos de Nietzsche no son menos objetivos que las críticas de Kant, ni lo son menos que sus propios tratados.

Un arte de ensayar filosofía incluye al filósofo. No existe otra razón que la del que razona ni otra universalidad que la del que escribe. El arte del ensayo filosófico es singular, por su carácter único, irrepetible. Por eso no puede haber nietzscheanos y sí kantianos o hegelianos. El código común lo da la lengua y los presupuestos de una tradición compartida, pero nada de esto subsume lo singular del ensayo en una generalidad teórica.

Desde Nietzsche la filosofía no se concibe como una ciencia, no tiene esa pretensión, ni su lenguaje, ni sus ambiciones, ni simula su lógica. Pero Nietzsche no es un irracionalista, y menos un irracional, descalificación que se superpone a la exclusión anterior. Tampoco es un religioso, a pesar de la afirmación de Lou Salomé —uno de sus mejores lectores—; el espíritu religioso no se destruye a sí mismo, salvo que la religión sea una pasión inútil. Nietzsche no es un poeta, no es dueño de una visión sublime, jamás despega del lenguaje ordinario, y cuando escribe en versos se caricaturiza y se vuelve inofensivo. No es profeta, su declamación futurista no supera la de los santones de carnaval con sus togas de teatro. Decir que es un filósofo político es demasiado burdo, porque es todo lo contrario, es un antipolítico, un crítico de la política como forma de superación de los dolores humanos. ¿Un moralista? Quizás, pero algo extraño. Es un crítico de la moral en sí, la moral como visión sustancial de la existencia, y un contrincante incansable de ciertas doctrinas morales.

Nietzsche nada proclama sino el ser capaz de crear valores. Crear un valor es prometerse un destino, dejar una marca en la tierra, un epitafio en la vida, que otros con el tiempo borrarán. Nietzsche es la escritura de la contingencia. En este sentido su moral es un arte, y en este caso una política. Porque Nietzsche es el único filósofo que nos da derecho a la palabra. “¡Di tu palabra y rómpete!”, es su mandamiento letal y democrático.

Nietzsche es un filósofo, no digo era un filósofo, sino que es, y si es, lo seguirá siendo. Inventó un modo de filosofar indiferente a la acción del tiempo, lo que no quiere decir eterno ni inmortal, sino actual, o inactual, usando su propio lenguaje.

Si Nietzsche no fuera actual, insistente en nuestro presente, si no nos hablara hoy, y mañana, si no fuera un filósofo del porvenir, estaría muerto, y aquel que ha pasado un tiempo con él no puede dejar de sentir su presencia, su aliento, su fantasma. Todavía no hemos alcanzado a Nietzsche.

Pero ¿qué tipo de vida es la que tiene Nietzsche? ¿De qué modo se compone su actualidad? Porque actual no quiere decir útil; ser útil, esta consigna cotidiana, en realidad no es una elección, sino una imposición. Se es útil por deber, deber dar de comer a nuestro cuerpo, y deber responder a los mandatos de la ley. Somos seres serviciales por supervivencia. Que sea útil para el progreso de la humanidad, para su mejoramiento moral, para hacernos mejores con nuestros prójimos, más tolerantes, menos jueces de vicios ajenos, entonces sí, quizá para eso sirva Nietzsche. Porque este filósofo del “Dios ha muerto”, del nihilismo, de la transfiguración de los valores, del Anti-cristo, es profundamente humano, demasiado humano. No profesa el humanismo ilustrado ni el del corazón. Su sensibilidad se expresa en el humor y la benevolencia con que presenta las pasiones humanas y, fundamentalmente, en el modo de exhibirse a sí mismo.

La actualidad de Nietzsche reside en el modo en que piensa, no en el contenido de su pensar sino en el ejercicio mismo del filosofar. Nietzsche es la pasión del pensar, el pensar como pasión. Lo que no quiere decir sólo dolor: la pasión es dolor y gloria. Sin embargo, el momento glorioso no es un trofeo, no se llega a nada. Apenas se toca la imagen que convoca el deseo, se fisura su consistencia, y la grieta aparece, el deseo recomienza. El pensamiento es una máquina de insistencia, se devora a sí misma al tiempo que recompone su carne. Esta máquina es Nietzsche, es la máquina filosófica.

Si Sócrates es la primera imagen pulsional de la filosofía, el filósofo que se suicidó por su ideal comunitario, si Sócrates es la estrella de Platón que hizo del diálogo la ética de la filosofía, Nietzsche es el paso siguiente del filosofar. Es el estiramiento del diálogo hasta los límites de su imposibilidad. Nietzsche llegó a las puertas del silencio, se proclamó póstumo, dijo escribir para todos y para nadie, gritó su monólogo para los habitantes del limbo y esculpió su imagen con soplos pensantes.

La vida de Nietzsche es muy simple a la vez que inasible. Porque no hay sencillez mayor que la del hombre que camina de seis a diez horas por día, para escribir otro rato, y tratar de dormir. Esta actividad es por demás rutinaria, no parece insumir más energía ni más creatividad que la de cualquier jubilado. Pero la enorme masa vibratoria que despliega Nietzsche desde esta simplicidad no cesa de irrumpir en palabras, obras, cartas. Hasta tiene tiempo para ejercer una sociabilidad ligera, propia del hombre que está de paso, de aquel que hace de los rituales de cortesía el principal componente de sus relaciones.

Pero esta particularidad tiene un fondo trágico, Nietzsche no es un misántropo, no se alimenta del egoísmo y menos de la mezquindad. Es un hombre que naturalmente, por necesidad instintiva, quiso compart

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