Para David Royle
Su Estación Telepática transmite ondas de pensamiento que los mediocres, los aburridos, los desilusionados, así como cualquiera que esté cansado o inquieto, son capaces de percibir.
Entonces, aunque no figure en atlas ni guías, su Jardín es fácil de encontrar. En un abrir y cerrar de ojos se llega a la puerta, donde está escrito en grandes letras: HACED EL AMOR, NO LA GUERRA.
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Ella no maltrata a sus víctimas (las bestias morderían o huirían): las reduce a flores, fatalistas sésiles a las que nada molesta y que sólo hablan consigo mismas. Pequeños míos no demasiado inocentes, desconfiad de la vieja Abuela Araña; desoíd sus ternezas. No es tan gentil como parece, ni vosotros tan fuertes como creéis.
W. H. AUDEN, Circe
La Nature n’a qu’une voix, dites-vous, qui parle à tous les hommes. Pourquoi donc que ces hommes pensent différemment? Tout, d’après cela, devait être unanime et d’accord, et cet accord ne sera jamais pour l’anthropophagie.[1]
MME. DE SADE, Carta a su marido
Me temo que no nos desembarazamos de Dios porque aún creemos en la gramática.
NIETZSCHE
Esto podría comenzar así:
El zorzal tiene su yunque o altar en una piedra caída sobre un montón, dorada y gris, con un tosco cuadrado como forma, caliente al sol y musgosa en la sombra. La pila de escombros se halla en un claro, en lo alto de una colina. Debajo se extiende el dosel de hojas del bosque. Hay un manantial, por supuesto, y un riachuelo que nace de él.
El zorzal parece estar escuchando los sonidos de la tierra. En realidad, con su mirada de soslayo busca su presa secreta en la hierba, entre las hojas caídas. Picotea, perfora, lleva a su piedra la concha con su tierno contenido. La alza, la golpea contra la laja. Otra vez. Y otra vez. Extrae la carne magullada, chupa, sacude, traga. Su buche se ondula. Canta. El canto consiste en sílabas nítidas, cortos gritos, una sucesión de trinos. Su plumaje brilla, color crema moteado de pardo. Otra vez. Y otra vez.
Hay caracteres grabados en la piedra. Tal vez runas, tal vez signos cuneiformes, tal vez ideogramas del ojo de un ave o de una criatura que anda, o que hiere con lanzas y hachas. Aquí hay alfabetos fragmentados, α y ∞, C y T, A y G. En torno de las piedras, las conchas partidas, espiras helicoidales semejantes a orejas vacías en las que ningún martillo golpea en yunque alguno. Enroscadas en sí mismas. Con un ruido quebradizo. El borde de la abertura de la concha es de un blanco puro (Helix hortensis) o de un negro reluciente (Helix nemoralis). Son listadas y en forma de espiral, color oro, rosa, tiza, ocre, se entrechocan cuando el veloz pájaro camina entre ellas. En las piedras yacen los restos anillados de sus congéneres, de un millón de años de antigüedad.
El zorzal canta sus pocas y preciosas notas. De pie en su piedra, que llamamos su yunque o altar, repite su canción. ¿Por qué su canto nos proporciona tal placer?
1.
O bien podría comenzar con Hugh Pink paseando por los bosques de Laidley, en el Herefordshire, en el otoño de 1964. Los bosques son en su mayor parte una foresta virgen encerrada entre laderas de montañas, pero Hugh Pink sigue un sendero bordeado de añosos tejos que discurre sombrío por colinas y valles.
Sus pensamientos zumban en torno a él como una nube de insectos de diversos colores, tamaños y grados de agitación. Piensa en el poema que está escribiendo, de un rojo cálido como un panal, un poema sobre una granada, y piensa en cómo ganarse la vida. No le gusta enseñar en una escuela, pero así es como se ha mantenido últimamente, y, en medio de los