Leche derramada

Chico Buarque

Fragmento

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2

No sé por qué no alivias mi dolor. Cada día levantas la persiana con brusquedad y me arrojas el sol a la cara. No sé qué gracia les ves a mis muecas, siento una punzada cada vez que respiro. A veces inspiro con ganas y me lleno los pulmones de un aire insoportable para tener unos segundos de consuelo expeliendo el dolor. Aunque puede que mi vida ya fuera un poco así, mucho antes de la enfermedad y la vejez, un dolorcillo tonto que me fastidia todo el rato, y de pronto un zarpazo atroz. Cuando perdí a mi mujer fue atroz. Y cualquier cosa que recuerde ahora me dolerá, la memoria es una vasta herida. Pero ni así me das las medicinas, qué crueldad la tuya. No creo ni que seas enfermera, nunca he visto tu cara por aquí. Claro, eres mi hija, estabas a contraluz, dame un beso. Justamente iba a llamarte para que vinieras a hacerme compañía, leerme la prensa, novelas rusas. Dejan ese televisor encendido día y noche, la gente aquí no es nada sociable. No me quejo de nada, hacerlo sería una ingratitud hacia vosotros, tu hijo y tú. Pero si el chico tiene tanto dinero, no sé por qué demonios no me ingresa en un sanatorio tradicional, de religiosas. Yo mismo podría costearme el viaje y el tratamiento en el extranjero si tu marido no me hubiese llevado a la ruina. Podría establecerme en el extranjero, pasar el resto de mis días en París. Si me diera la gana, podría morirme en la misma cama del Ritz en la que dormí siendo niño. Porque en las vacaciones de verano tu abuelo, mi padre, siempre me llevaba a Europa en vapor. Más tarde, cada vez que veía uno de aquellos grandes barcos en el horizonte, rumbo a Argentina, llamaba a tu madre y señalaba: ¡ahí va el Arlanza!, ¡el Cap Polonio!, ¡el Lutétia!, y se me llenaba la boca al contarle cómo era un transatlántico por dentro. Tu madre nunca había visto uno de aquellos barcos de cerca, después de casada apenas salía de Copacabana. Y cuando le anuncié que pronto iríamos al puerto para recibir al ingeniero francés, se hizo de rogar. Que si eras una recién nacida y no podía dejarte, que si esto, que si lo otro, pero en cuanto pudo se fue en tranvía a la ciudad y se cortó el pelo a lo garçon. Llegado el día, se vistió como consideró que merecía la ocasión, con un vestido de satén naranja y un turbante de fieltro más anaranjado aún. Yo ya le había sugerido que reservara todo aquel lujo para el mes siguiente, cuando la despedida del francés, pues subiríamos a bordo para la recepción oficial. Pero ella estaba tan ansiosa que acabó de arreglarse antes que yo y se quedó plantada en la puerta, esperándome. Con aquellos tacones, parecía que se aupara sobre los dedos de los pies, y estaba demasiado sonrosada o se le había ido la mano con el colorete. Cuando vi a tu madre en semejante estado le dije: tú no vienes conmigo. Por qué no, preguntó ella con un hilo de voz, pero no le di explicaciones, cogí el sombrero y me fui. Ni me detuve a pensar de dónde procedía aquella ira repentina, sólo sentí que la ira ciega que me producía su entusiasmo era anaranjada. Y voy a dejarme de tanta palabrería porque el dolor no hace más que empeorar.

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3

Esa que ha venido a verme, nadie se lo cree, es mi hija. Se ha quedado así, maltrecha y desquiciada, por culpa de su hijo. O nieto, ahora mismo no recuerdo si el chico era mi nieto o tataranieto o qué. Al paso que se estrecha el tiempo futuro, las personas más recientes se amontonan en un rincón de mi cabeza. En cambio, para el pasado tengo un salón cada vez más espacioso en el que caben con holgura mis padres, abuelos, primos distantes y colegas de la facultad a los que ya había olvidado, con sus respectivos salones repletos de parientes y contraparientes y tipos que se han colado con sus amantes, más las reminiscencias de toda esta gente, hasta los tiempos de Napoleón. Fíjate, ahora mismo te miro, a ti que llevas toda la noche aquí conmigo, tan cariñosa, y no tengo valor para preguntarte una vez más cómo te llamas. Sin embargo, recuerdo cada pelo de la barba de mi abuelo, al que solamente conocí por un retrato al óleo. Y por el librito que debe de andar por ahí, en la cómoda, o arriba, en la mesilla de noche de mi madre, pregúntaselo a la doncella. Es un libro pequeño con una secuencia de fotografías prácticamente idénticas que, si se hojean deprisa, crean ilusión de movimiento, como en el cine. Retratan a mi abuelo caminando en Londres, y de niño me gustaba hojear las fotos de atrás hacia delante para hacer que el viejo anduviera marcha atrás. Es con esta gente tan anticuada con quienes sueño cuando me pones a dormir. Si por mí fuera, soñaría contigo en todos los colores, pero mis sueños son como el cine mudo, y los actores llevan mucho tiempo muertos. Hace poco fui a buscar a mis padres al parque infantil, porque en el sueño eran mis hijos. Fui a llamarlos con la buena nueva de que iban a circuncidar a mi abuelo recién nacido, que se había hecho judío sin más ni más. Desde Botafogo, el sueño pasaba a la hacienda al pie de la montaña, donde encontramos a mi abuelo con barba y patillas blancas, enfundado en un frac, caminando frente al Parlamento inglés. Se movía a paso vivo y rígido, como si tuviera piernas mecánicas, diez metros hacia delante, diez metros hacia atrás, igual que en el librito. Mi abuelo fue todo un personaje en los tiempos del Imperio, gran masón y abolicionista radical, pretendía enviar a todos los negros brasileños de vuelta a África, pero la cosa no salió bien. Sus propios esclavos, una vez manumitidos, eligieron permanecer en sus propiedades. Poseía cacaotales en Bahía, cafetales en São Paulo, hizo fortuna, murió en el exilio y está enterrado en el cementerio familiar de la hacienda al pie de la montaña, con su capilla bendecida por el cardenal arzobispo de Río de Janeiro. Su ex esclavo más allegado, Balbino, un hombre fiel como un perro, se quedó sentado para siempre sobre su tumba. Si llamas un taxi, puedo enseñarte la hacienda, la capilla y el mausoleo.

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