Y la iglesia inventó a la mujer

MICHELA MURGIA

Fragmento

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1

Los rumores sobre mi muerte han sido sumamente minimizados

Camminavi al mio fianco e ad un tratto dicesti «tu muori

se mi aiuti son certa che io ne verrò fuori»

ma non una parola chiarí i miei pensieri

continuai a camminare lasciandoti attrice di ieri.[1]

I giardini di marzo, MOGOL

Recuerdos católicos

Cuando tenía dieciséis años actué en un musical sobre la vida de san Francisco titulado Forza venite gente («Adelante, acercaos»), donde interpretaba el papel de la sierva del rico mercader, padre del santo de Asís. Éramos una treintena de chicos y chicas, estábamos viviendo una de las experiencias más excitantes de nuestra vida y, contradiciendo la supuesta inconsciencia juvenil, nos dábamos perfecta cuenta de ello. En uno de los números musicales del espectáculo subía al patíbulo un joven caballero, culpable de haber dado muerte a un hombre en un duelo entre hijos de familias rivales.

Aquella escena nos gustaba mucho porque al condenado le cortaban la cabeza con un hacha y el efecto escénico era tan realista que, en la sala, el público se sobresaltaba invariablemente. La canción que acompañaba la escena se titulaba Morire sí, ma non cosí («Morir, sí, pero no así») y la entonaba el culpable de camino al patíbulo. Durante los ensayos, el joven sacerdote que nos dirigía le había explicado al chico cómo debía interpretarla, es decir, renuente y con mucha rabia, pero no atemorizado. El actor improvisado no lo entendía.

—Pero ¿por qué dice: «Morir, sí, pero no así»? ¿Qué más da morir de una forma u otra? ¡De todas maneras acabas muerto!

El sacerdote, el mismo que veinte años después celebraría mi boda, respondió, lapidario:

—¡No da igual! Una cosa es morir como protagonista asumiendo el riesgo, y otra muy diferente ser atado y conducido a la horca como un becerro al matadero. El personaje que interpretas es un hombre que preferiría morir como verdugo antes que como víctima. ¿Comprendes?

Para mi compañero de escena no lo sé, pero para mí la diferencia estaba clarísima.

La zona muerta

Una parte relevante de nuestro imaginario gira en torno a la representación de la muerte, así como en torno a su falta de representación. La tesis de que la cultura occidental moderna niega la idea de la muerte es tan compartida que, si se incluyera en un artículo de la Constitución, muy pocos protestarían. Ya me lo imagino: «Italia es una república fundada en la negación de la muerte.» Es normal pensar que en la patria de los conjuros, entre cuernos, palpaciones apotropaicas y toques de madera, la eliminación de la muerte —e incluso del pensamiento de la muerte— sea uno de los deportes sociales más transversalmente practicados de norte a sur.

Programas televisivos, anuncios, películas, conversaciones comunes entre la gente: en todas partes, la evidencia del tabú es tal que señalarlo raya la obviedad. Sin embargo, de obvio no tiene nada. De hecho, el dogma de la muerte rechazada no hay que darlo tan por descontado, o al menos no del modo como se nos da a entender. Si nos fijamos bien, advertimos que en realidad la muerte siempre está presente en las representaciones que constituyen la base del imaginario público. Pero esa puesta en escena recoge sólo un determinado tipo de muerte, excluyendo todos los demás. El único discurso socialmente permitido en torno a la muerte es el que relata de forma pública el final masculino, que no es en absoluto negado; es más, los hombres que nos rodean mueren sin cesar y sus cuerpos ocupan todos los días nuestras pantallas televisivas, además de las páginas de los periódicos.

Mueren en la guerra y los trasladan a su patria en ataúdes envueltos en banderas, rodeados por cámaras de televisión llorosas. Mueren practicando deportes extremos, víctimas de su falta de sentido del límite, y se convierten en símbolos del vivir a tope. Mueren también haciendo sin más su trabajo, con o sin normas de seguridad. Mueren a causa de la criminalidad, generándola o tratando de combatirla, y su muerte se convierte de inmediato en noticia de primera plana y más tarde en ficción televisiva. Mueren como terroristas kamikazes, estableciendo ellos mismos su momento espectacular. Mueren suicidándose o luchando para obtener el derecho a decir que no quieren recibir más asistencia médica. Y mueren también de muerte natural, porque eran viejos, y los viejos, antes o después, se mueren. Si eran personas famosas, su funeral se convierte en un acto público, con monumentales cortejos, capillas ardientes con cola en la entrada y retransmisiones televisivas en directo por parte de las cadenas nacionales.

La muerte masculina no se rechaza, incluso presenta serios problemas de sobreexposición: la vemos continuamente representada en los telediarios, en los videojuegos, en las series de televisión, en los periódicos, en las calles y en las conversaciones de las personas normales que asisten a diario a esta exhibición. «Faltar» es un eufemismo que no tiene sentido para referirse a la muerte del hombre, porque no falta nada; es más, puede darse la paradoja de que, en la muerte, alguna figura de existencia breve y modesta se convierta en un eterno presente, ocupando el imaginario público de forma definitiva. El hombre muere, y es un hecho tan normal y normalizado que debemos preguntarnos si todavía tiene sentido definirlo como un tabú.

Destrozadas por el dolor

Si es cierto que la muerte es objeto continuo de relato público, ¿a qué nos referimos cuando damos por supuesto su rechazo social? ¿De qué muerte hablamos cuando hablamos del tabú de la muerte? Puede hallarse una respuesta en la observación del modo como se relata públicamente la «otra» muerte, la de las mujeres, cuya frecuencia y mo

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