Historia de las religiones en la Argentina

Susana Bianchi

Fragmento

INTRODUCCIÓN

En el ámbito de las religiones, la identificación entre catolicismo y nacionalidad, que comenzó a gestarse desde las últimas décadas del siglo XIX, y que culminó en el “mito de la nación católica”, ha excedido los discursos militantes para alcanzar el sentido común e incluso llegar a los niveles académicos. Cuando se trata sobre la Iglesia “argentina”, suele darse por sobreentendido que ésta es, excluyentemente, la Iglesia Católica romana. En los ámbitos científicos no se duda tampoco en aplicar conceptos de origen institucional eclesiástico —como, por ejemplo, “evangelizar”— sin necesidad de avanzar sobre sus significados. Ser argentino es ser católico.

Este libro trata precisamente sobre los “otros”. Esos “otros” constituyen un sujeto fragmentado, comprenden un conglomerado muy diverso de creencias y cosmovisiones. ¿Qué los unifica? Los unifica la ilusión, que se intentó construir, de la nación “homogénea”. Los unifica, básicamente, la mirada que aspiró —y aspira— a la construcción hegemónica del catolicismo como fundamento de la sociedad. Los “otros” son los que, desde esas ilusiones y desde esas miradas, quedan excluidos. Incluso, hay una discriminación positiva que también los señala como “diferentes”. Sin embargo, ellos están y son parte constitutiva del cuerpo social. Son, sin duda, minoritarios pero su presencia, que aportó una notable diversificación, fue decisiva para la construcción de un campo religioso autónomo en un camino que es posible identificar con el de la secularización y la formación de una Argentina plural.

En ese sentido, Historia de las religiones en la Argentina constituye una prolongación de la obra de Roberto Di Stefano y Loris Zanatta, Historia de la Iglesia argentina, publicada en esta misma colección, referida al catolicismo. Entre ambos textos se intenta brindar un panorama general del campo religioso argentino. Sin duda, este libro no pretende ser exhaustivo. Muchos “otros” quedan también afuera. Algunos deliberadamente: es el caso de las religiones de los pueblos originarios cuya problemática requiere un tratamiento específico que excede estas páginas. Otros grupos religiosos no son tratados o a lo sumo sólo son mencionados por —además de mis propias limitaciones— la falta de una literatura de apoyo. Y esto refleja, en gran parte, el “estado de la cuestión”: lamentablemente, las religiones han sido dentro de la historiografía argentina un problema escasamente abordado. Es cierto que, en las últimas décadas, los historiadores recuperaron el tema de la religión como objeto de estudio, tras un largo período en el que había quedado excluido de la historia social y de la historia de las ideas, pero sus trabajos se han centrado en el catolicismo. El aporte fue considerable y permitió recuperar un tema hasta ese momento recluido en los ámbitos confesionales. Pero la práctica no se repitió (salvo algunas notables excepciones) para el estudio de las otras religiones. De allí que se cuente con marcados desniveles en los estudios y con importantes áreas vacías.

También es cierto que los distintos casos muestran situaciones muy diferentes. La comunidad judía es la que más se ha estudiado a sí misma, produciendo una extensa cantidad de trabajos historiográficos, de la más variada calidad. A un notable número de memorias, publicaciones de difusión y conmemorativas, se suman trabajos de mayor envergadura académica (aunque no siempre despojados de cierto sesgo marcado por la identidad) vinculados con proyectos de investigación con centro en las universidades de Tel Aviv y Hebrea de Jerusalem. En nuestro país, muchas organizaciones comunitarias cuentan con centros de estudios, publicaciones y editoriales en donde la historia ocupa un lugar relevante. Dentro de este ámbito, es de destacar el trabajo de registro de fuentes realizado por el Centro de Documentación e Información sobre Judaísmo Argentino “Marc Turkov”, de la AMIA.

La historia del complejo mundo protestante aún está por escribirse. Son muy escasos los trabajos sobre la historia del protestantismo en la Argentina provenientes de los ámbitos académicos. De allí que la mayor parte de la bibliografía provenga de los mismos protagonistas, frecuentemente impregnada —aunque es necesario establecer matices— de intenciones apologéticas. Mucho más escasos aún son los trabajos sobre islamismo y ortodoxia siria y los principales aportes provienen de la historia de la inmigración. Hay muy pocos aportes sobre las heterodoxias —es decir, aquellas que se separan de las religiones constituidas caracterizadas por una organización permanente y una lógica institucional— y sobre esas religiones “populares” que incluyen lo sobrenatural en las experiencias cotidianas. Desde la perspectiva historiográfica, lo demás se reduce a grandes vacíos. El tema de las religiones no parece aún ampliar su área de problemas. En la cuestión tal vez continúe subyaciendo cierto prejuicio: la religión es un asunto residual que bien puede dejarse en manos de antropólogos y/o sociólogos.

En rigor, los mayores avances en el estudio de las religiones en las últimas dos décadas se han producido en el campo de la antropología social, como lo demuestran sus aportes al estudio de los llamados “nuevos movimientos religiosos”. Centros de estudios, jornadas, publicaciones de perfil académico buscan despegarse —con algunas dificultades en ciertos casos— de una producción sociológica que intentaba, sobre todo en temas como el de las “religiones populares”, encontrar instrumentos para la acción proselitista. La investigación se centra cada vez más en el campo científico. Sin embargo, desde esta perspectiva también hay límites. Falta, entre otras cuestiones, una dimensión temporal que es la mayor deuda de los historiadores.

El primer capítulo de este libro trata sobre el lento y dificultoso tránsito de una sociedad caracterizada por la unanimidad religiosa hacia una limitada “tolerancia” en un camino estrechamente ligado a las transformaciones económicas y sociales. La construcción de un proyecto de nación obligó a avanzar desde la “tolerancia” —se toleran los “errores” desde la perspectiva del que se considera propietario de la “verdad”— hacia la “libertad de culto”, en un reconocimiento de derechos y de libertad de conciencia que convivía en tensión con el estatuto privilegiado que mantenía el catolicismo. En rigor, la presencia de grupos inmigrantes protestantes y judíos no fue cuantitativamente relevante pero es también indudable que esta presencia constituyó un elemento importante para la construcción de un campo religioso.

En efecto, la ruptura de la unanimidad generó un campo religioso autónomo. ¿Qué entendemos por “campo”? Es un espacio simbólico en donde los distintos actores comparten un capital común, la idea de religión, lo que implica también compartir supuestos comunes. Hay quienes, dentro del campo, ocupan posiciones hegemónicas: el control sobre ese capital es el fundamento de su autoridad y de su poder. Hay quienes ocupan posiciones subordinadas y aspiran a un mayor reconocimiento en el control del capital. En síntesis, el campo religioso se construye como un ámbito signado por el conflicto. Y los resultados de la tensión no serán neutros: en el juego se modifican dominantes y subordinados.

Entre fines del siglo

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