Crónicas argentinas

Antonio Dal Masetto

Fragmento

Índice
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Después de escuchar con amabilidad

a la legación, dijo Filipo:

“Decidme qué puedo hacer

que resulte agradable a los atenienses”.

Tomó la palabra Demócares y dijo:

“Colgarte”.

SÉNECA

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DULCE MONTÓN

Como todas las noches, ahí estamos los fieles clientes del Gallego acodados en la barra. Desde hace tiempo el tema obligado es la crisis económica que sigue apretando y no para de introducir cambios en los hábitos de vida de los ciudadanos. Uno de los problemas que se agrava es el de la vivienda.

Relatan y opinan tres respetables parroquianos: Ramírez, Bertoldi y Dabini.

—Con mi esposa tuvimos que dejar el departamento que alquilábamos y fuimos a vivir a la vieja casa paterna, que estaba prácticamente abandonada desde hacía un tiempo, en el barrio de San Cristóbal. A la semana cayó también mi hermano mayor con la mujer, que habían perdido su casa. Después mi hermana Raquel con el marido. Luego mi sobrino Jorge con su compañera. Siguió el tío Pedro, hermano menor de mi padre, con su media naranja. Las dos jóvenes viudas de mi hermano Camilo y mi padrino Alberto. Los primos de Témperley con sus mujeres. Y para completarla ayer apareció mi prima la Coca. Todos se habían quedado sin techo. La organización de la cocina y la limpieza se resolvió fácil. Incluso hicimos un pozo común para las compras. Hasta les diría que recuperamos cierto clima de calidez de la infancia, cosas lindas que teníamos olvidadas. Pero con tanta gente la casa más bien que nos quedó chica. Nos vimos obligados a compartir los cuartos y a dividirlos con cortinas y biombos. Y acá es donde aparece el problema. Porque nadie, absolutamente nadie, puede tener un momento de intimidad con su pareja. Y cuando digo intimidad me refiero a la carnal. Con mi mujer probamos de todo: lo intentamos en la cocina, en el baño, en el lavadero, en la terraza, en el tallercito del fondo. Siempre aparece alguien y nos interrumpe. Elegimos horarios en que suponemos que la casa está vacía y nos damos cita ahí. Indefectiblemente varias parejas tuvieron la misma idea. Resultado que en el hogar las mujeres andan neurasténicas y los varones con un malhumor de perro. Todos nosotros hemos sido educados en las buenas costumbres, el respeto, la discreción y por sobre todas las cosas el sentido del pudor. Por lo tanto nadie habla del tema. No sé qué vamos a hacer. Entre tantas desgracias, la crisis económica aniquiló también la armonía hogareña.

—Mi caso es un calco del suyo. Nos fuimos todos a vivir a la casa de mi suegra que desgraciadamente se nos fue al cielo hace poco. Cuando digo todos me refiero a una banda de veinte familiares. Para nosotros el problema de las relaciones íntimas con nuestras parejas no resultó dramático y lo pudimos resolver porque no somos tan fanáticos del pudor. En todo caso, cuando es necesario, levantamos el volumen de la radio. Pero el drama se presentó por el exceso de familiaridad que produce la convivencia. Las chicas, a medida que entramos en confianza y cayeron las barreras del cuidado, cada vez anduvieron más ligeras de ropa. Y la verdad que uno empieza a ponerse nervioso. Ustedes no saben lo que es estar todo el tiempo viéndolas desfilar a medio vestir, en ropa interior, con batas transparentes, envueltas muy al descuido en toallones de baño. En los varones de la casa afloraron los peores sentimientos: la envidia, la competencia, los celos, la hipocresía, la sospecha. Y por supuesto el oscuro impulso de pegarle un manotazo a la mujer ajena. Todos los hombres nos controlamos mutuamente. La crisis ha convertido el hogar en un caldero del diablo donde nos cocinamos en el jugo de la tentación y nos debatimos atravesados por el aguijón del deseo.

—Mi situación (y adviertan que hablo en pasado) comenzó siendo una copia fiel de la de ustedes. Pérdida del techo y amontonamiento en una sola

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