Adopción siglo 21

Eva Giberti

Fragmento

003RHM_ADOPCIONSIGLOXXI-7.xhtml

PRÓLOGO

La primera edición de La adopción se publicó en 1981. Durante estos veintinueve años, el mundo se globalizó, se modificaron los estilos de vida y se renovaron las ideas de democracia y de justicia y tomaron un nuevo sentido palabras tales como responsabilidad y solidaridad.

No era posible, entonces, que la adopción y la demanda de hijos permanecieran coaguladas en las ideas y propuestas de la modernidad. Los cambios en el pulso de las generaciones se entrelazaron con las alternativas que cada época y cada región incorporaron en la cotidianeidad. De ahí que hombres y mujeres que anhelaban (y anhelan) un hijo tramitaran sus ansias de acuerdo con nuevos cánones, nuevas expectativas y, por supuesto, nuevas frustraciones.

La filiación, a caballo de “lo privado y lo público”, adquirió una visibilidad inesperada, merced a las nuevas técnicas reproductivas. También asumió entidad política, formando parte de ella. Los niños para los que el Estado debe buscar una familia que los adopte, encarnan la figura de aquellos que deben ser incorporados en el espacio jurídico-estatal que los legalice filialmente, porque provienen de “la parte de los sin parte”, como diría Rancière,[1] ajenos a los organismos y organizaciones funcionales al ordenamiento social (las familias y las instituciones, por una parte, y los “muy pobres” en general, por otra).

Aquellos bebés y niños que conocí se convirtieron en adultos. Algunos de ellos, en padres adoptantes y en abuelos. De un significativo número no tengo noticias. Otros tantos suelen llamarme por teléfono para contarme cómo transcurren sus vidas. Historias nuevas asociadas a sus experiencias como adoptivos y también repetidas, si se las compara con otras.

Durante estos años apareció, en calidad de común denominador, el recuerdo de la discriminación, abierta o moderada, en ámbitos diversos. Me sorprendió la coincidencia con hechos que podían considerarse reales y en paralelo, quizá sólo imaginados y vivenciales. Decidí entonces introducirla como una variable, que si bien es conocida en el ámbito de la adopción, no necesariamente surge como tema significativo en los diálogos con los adoptantes. En diversos capítulos introduzco la discriminación como hecho reconocido e incorporo uno específicamente dedicado al tema que, de manera solapada, se infiltra en legislaciones y disposiciones oficiales.

Yo había recogido el tema por los relatos de los padres después de haberlos inscripto en la escuela, de acuerdo con la docente de turno y la dirección del establecimiento. No es posible afirmar que inevitablemente se discrimina a los niños adoptivos en las instituciones escolares, pero corresponde asumir que aún se los mira, con frecuencia, como a alguien “distinto”, de quienes se espera “algo”, aunque no se sabe con certeza qué.

Más allá de ese misterio que los entrometidos curiosos pretenden descifrar, al adoptivo le importa su origen. Sin embargo, su desconocimiento sobre éste no le impide una vida compartida socialmente sin alteraciones ni conflictos que difieran de quienes no han sido adoptados, exceptuando los tropiezos con el origen y su derivación, la descendencia.

Cuando se abre esta incógnita del origen, los adoptivos recorren un camino propio que ha sido tallado de maneras distintas con el transcurrir de las épocas: hoy los niños y adolescentes adoptivos incursionan en territorios de la identidad de origen como no sucedía en la década del 60. Cuando mi práctica con familias adoptantes estaba centralizada en el Hospital de Niños,[2] en los 70, lo habitual era que las madres adoptantes negaran la adopción incluso ante el interrogatorio de los pediatras, fraguando la historia del parto y del nacimiento de su hijo. A pesar de eso, cuando las psicólogas asistíamos a esas consultas y el profesor de pediatría solicitaba un somero estudio del niño en un ámbito aparte (una pequeña habitación con juguetes, lápices y papeles), el chico realizaba dibujos que fácilmente podían interpretarse como dudas acerca de su origen. Por ejemplo, árboles con frutos ajenos a su especie, que se instituyó como un clásico de la adopción. O a su madre adoptante como una mujer con un delantal de cocina “vacío” y algún niño alejado, al mismo tiempo que decían: “ese chico está en otra parte”.

Destaco el delantal porque no era un detalle habitual en los dibujos de niños de entre seis y siete años. Podíamos inferir que ese niño (quizás él) no tenía que ver con esa panza (delantal de cocina), era una señal de alerta. Al retomar la consulta, sugeríamos al pediatra que repreguntase a la madre acerca del nacimiento de la criatura (dato importante para el estudio clínico posterior), momento en los que ésta titubeaba, en ocasiones lloraba y casi siempre preguntaba si el niño había dicho algo, si se habría enterado de algo. En otras palabras, la historia inventada comenzaba a descompaginarse.

Hoy los adoptantes informan a sus hijos. Desde el inicio de cualquier entrevista surge la pregunta acerca de “cómo y cuándo contárselo” y el tema suele exponerse ante amigos y conocidos. De este modo, aportan una información que excede el derecho a la identidad del niño, que es quien decide si cuenta o no, y a quién, su historia de vida. Éste es un punto significativo que los adoptantes no logran asumir. Son ellos quienes cuentan “mi hijo es adoptivo” sin que alguien se lo haya preguntado. Priorizan dar a conocer socialmente su identidad como adoptantes y no advierten que es el niño quien deberá elegir el momento para decirlo o no. Esperar que el hijo crezca para descubrir qué es lo que hará con esa información puede resultar muy complejo para la ansiedad parental que necesita encontrar un motivo para hablar de su logro: “tengo un hijo”.

Las modificaciones que se han introducido en las prácticas propias de la adopción son innumerables, pero no todas positivas, ya que se agravó la situación de quienes pretenden adoptar. El Estado incorporó la adopción a las políticas neoliberales que rigieron durante décadas en los países de América Latina y fructificó la tendencia que lo condujo paulatinamente a desentenderse de su responsabilidad ante las criaturas que necesitaban una familia por carencia de la de origen. Esa elección, los gobiernos la delegaron en organizaciones privadas o agencias, que fueron recibidas exitosamente por un universo jurídico en nuestro país. Así, la preocupación se localizó en el “dolor de los adultos que no pueden engendrar y necesitan un hijo”, desconociendo la filosofía actual de la adopción, que difiere de la que hace siglos instalaron el judaísmo y el cristianismo,[3] y que hoy en día se fundamenta en la necesidad y en el derecho de los niños privados de organización familiar.

La lectura de la Convención de los Derechos del Niño debería formar parte de las reflexiones que realiz

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos