Tensiones filosóficas

Tomás Abraham

Fragmento

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Prólogo

por TOMÁS ABRAHAM

La tensión indica que un pensamiento se dirige hacia un afuera de sí. Pero también que ese afuera lo lleva en su matriz. Esta vibración o este alboroto, la inquietud, es el nervio de la idea. El otro de un pensamiento es otro pensamiento.

La tensión es juego y desafío, está en los orígenes mismos de la filosofía. La dialéctica platónica tenía una base polémica, una batalla oral en la que la destreza argumentativa enlazaba y separaba a los contendientes. Pero más allá de todas las ocasiones en que la enunciación filosófica se dirige a otro —ya sea bajo las formas de consejos, cartas, diatribas, comentarios de lectura, exégesis, refutaciones, sarcasmos y parodias—, es recomendable hacerle a un texto la siguiente pregunta: ¿contra quién? Los discursos culturales, aquellos que tienen que ver con las acciones y con los valores de los hombres, se despliegan sobre un fondo polémico. Por supuesto hay filósofos y pensadores que parecen ambular por el mundo de un modo contemplativo y agradecido. Estilos de una sobria elegancia en el que el portador sólo quiere decir lo que le dicta su mente y dejarlo en el mundo como quien arroja unas semillas. No son perros rabiosos, tienen la grandeza de los árboles que dejan caer el rocío. Hay otro estilo de pensador que, al revés de los árboles y de las variantes de la majestuosidad, se sienten pequeños, chiquitos, no más que roedores, animales temerosos y huidizos que se escabullen ante el menor ruido. Sólo piden realizar su tarea y evitan enjuiciar la labor de los otros.

Foucault decía que no le interesaban las polémicas. A Deleuze le parecían una pérdida de tiempo, un género degradado del pensar. Es cierto que un libro como El Anti Edipo - capitalismo y esquizofrenia parece diseñado como una “máquina de guerra” contra el lacanismo, pero Deleuze, que no ahorraba disparos contra adversarios teóricos, no creía en el cara a cara o en el frente a frente de las controversias públicas. Y viene bien esta diferenciación porque una tensión entre pensamientos no es una discusión. Puede atravesar zonas de discusión directa, pero no necesariamente lo hace. Por el contrario, las discusiones parecen realmente aplanar la tensión, más aún, es como si la discusión apareciese en zonas no tensas. En las discusiones se defienden posiciones, se juega el amor propio, lanzamos humores agrios cuando nos contradicen, se erigen batallas en las que el triunfo se sella con el silencio del otro. Hablamos demasiado.

Un ejemplo de esto último fue la polémica entre George Steiner y Michel Foucault en defensa y ataque de Las palabras y las cosas, un entuerto en el que Steiner rebajaba a Foucault y éste se mofaba de la pretendida autoridad de Steiner. Hay muchas discusiones como ésa, en las que lo que se disputa son los galardones.

Una tensión es el plasma inmanente de una identidad. El trazado de nuestra individualidad se orienta según otra presencia, o según otra ausencia. El modelado de las caras, la fijación de ciertos gestos, el tono de las voces, la caída y el brillo de las miradas, la lentitud o la precipitación de los movimientos, la construcción de un cuerpo, se diagraman en un campo de fuerzas, así también los textos.

El primer número —setiembre de 1992— de una revista que inventé junto a Christian Ferrer, La Caja, se llamó Tensiones. En agosto de 1983, publiqué un artículo en el suplemento cultural de un diario, Tiempo Argentino, “Sartre vs. Bataille”, la descripción de un combate entre un ensayista mártir —como lo llamaba su adversario— y un fenomenólogo anarquista quien, según Bataille, no sabía reír. Me interesaba de esta tensión el escenario en el que se había desplegado: la ocupación nazi.

Hace años que voy rondando el encuentro entre el poeta Antonin Artaud y el editor Jacques Rivière, una lucha en la que la locura del primero y la cordura del segundo se disputan el cetro de la expresión. Me he dedicado, además, en un trabajo inconcluso, a montar una escena tensa entre Fernando Fader y Federico Müller, su marchand, una llamativa tensión entre un creador y su administrador.

En aquel primer número de la revista, la tensión que me tocó describir fue la planteada entre Witold Gombrowicz y Bruno Schulz. Un intercambio de cartas en las que Gombrowicz iniciaba su duelo de personalidades ante el “suave Schulz”. Presenté en la misma ocasión otra tensión, una imaginaria y construida entre John Cassavettes y Gena Rowlands. La fuerza que emana de ambos, la intensidad de sus miradas, la honestidad y la simple faz de sus palabras, la controlada locura entre la actriz que ama demasiado en A Woman under the Influence y el actor que no puede amar en Love Streams, y los dos agarrándose y soltándose en Opening Night, nos muestran la tensión de un matrimonio imposible pero real.

Fue por eso, por este tema que me era insistente, que propuse al grupo de los jueves dedicar el seminario de 1998 al problema de las tensiones. A diferencia del seminario del año anterior, Vidas filosóficas, esta vez sugerí que las tensiones no fueran necesariamente entre filósofos sino entre quienes habían expresado ideas en todas las formas posibles. Visuales, sonoras, gráficas. También propuse que la tensión no siempre debía ser real, podíamos llegar a inventarla. Esta última tentativa es la que parece leerse en el trabajo de Marcelo Pompei, ya que el viaje de Dante al infierno es una creación del propio Dante, de la que Farinata nada sabe porque el Farinata que aparece es el de una ficción dantesca y no el personaje histórico. Sin embargo, Pompei narra el encuentro entre ambos y se centra en el tema del miedo de Dante y el respeto que le produce aquel condenado. Su modelo es el duelo.

No podemos saber cuál es el modelo de combate que se entabla entre Erasmo y Lutero y que presenta Miguel Rossi, pero se trata de un humanista del Renacimiento que pondera al hombre y sus atributos, y el cismático que lo hace pequeñito. Lo curioso será que el jibarizador del humanismo, el culpabilizador, haya sentado las bases de una concepción del mundo en la que el pequeño hombre multiplicará sus poderes terrenales. Ya Nietzsche nos ha hablado sobre la fuerza carnal del ascetismo.

Leonardo Sacco también construye su tensión al hacer converger a dos pensadores, uno estrictamente filosófico —Heidegger— y otro religioso —Osho—, en la senda común que ha dejado Nietzsche. Basta pulsar la lengua meditada y lenta de Heidegger junto al ritmo enfático de Osho, para estar en presencia del modo imprevisto en que se cruzan las llamadas tradiciones de Oriente y Occidente. Ni Heidegger parece tan occidental ni Osho muy oriental. El cuerpo textual que se tiende entre ambos es el de Zaratustra.

Algo similar parece ocurrir con la tensión propuesta por Alfredo Siedl entre una obra de Michel Tournier y la clásica de Daniel Defoe,

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