Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
Citas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Lista de personajes familiares por orden alfabético
Sobre el autor
Créditos
A mi madre, que tuvo cuatro cuerdas.
«Me dijeron que acá uno viene y cuenta su historia.»
MIGUEL BRIANTE
«Lo que acabo de contarme es un recuerdo.»
ALBERT COHEN
«Tu madre tiene madre.
Un país de palabras.»
MAHMUD DARWISH
1
¿Duelen al regresar? ¿O empiezan a sanar cuando regresan, y entonces descubrimos que duelen hace mucho, los recuerdos? Viajamos en su interior. Somos sus pasajeros.
Tengo una carta y una memoria inquieta. La carta es de mi abuela Blanca, con los renglones levemente borrosos. La memoria es la mía, aunque no me pertenece sólo a mí. Su miedo es el de siempre: desaparecer antes de haber hablado.
Voy a viajar de espaldas.
2
Cuando nací, mis ojos estaban muy abiertos y, por desconocimiento del protocolo, no tuve a bien llorar. El médico me examinó al trasluz como si se tratara de una gruesa hoja de papel. Yo le respondí con otra mirada, supongo que curiosa. El médico dudaba entre zarandearme o desentenderse del asunto. Le preguntó a mi madre cuál iba a ser mi nombre. Andrés, contestó ella, ¿algún problema, doctor Riquelme? No sé, dijo él, estudiándome con cierto espanto, este bebé no llora, sólo mira. ¿Y eso es grave, doctor? Más o menos, señora; digamos que, si el nene se acostumbra a mirar tanto, entonces va a tener que aprender a llorar.
Era un mediodía de enero de 1977. El doctor Riquelme me encontraba demasiado sereno, teniendo en cuenta las circunstancias. Como no estaba dispuesto a emplear la violencia, empezó a hablarme en un susurro comprensivo: Andrés, Andresito, ¿por qué no llorás, eh? Un poquito, digo. Nada más un poquito. Llorá, dale. Mi madre nos observaba conmovida: aquella fue, sin duda, mi primera conversación de hombre a hombre.
Señora, anunció el médico, este bebé tiene que llorar ya mismo, ¿entiende?, es una cuestión de pulmones. ¿Y qué hacemos?, se preocupó mi madre. El doctor Riquelme le hizo un gesto a la partera y me alzó a la altura de su frente, encarándose conmigo. Se encontró con dos ojos redondos y despistados. Yo seguía obstinado en guardar silencio. Entonces el doctor Riquelme no tuvo más remedio que gritarme: ¡Pero llorá de una vez, carajo, la reputa madre que te parió! Al instante, las lágrimas empezaron a inundar mis ojos de gato miope.
Al otro lado de la camilla, junto a las piernas abiertas de mi madre, la partera opinó:
—Es así, nomás. Este chico va a ser hijo del rigor.
3
Nadie sabe con seguridad si fue él mismo, o quizá su padre, o quizá su abuelo. Pero el apellido de Jacobo, mi propio apellido, nació de un engaño. Es posible que, en algún rincón del mundo, algún pariente remoto conozca todavía los hechos exactos. Yo prefiero la versión que escuché de niño: esa que cuenta la historia de una traición a tiempo y de una cobardía inteligente.
Mi bisabuelo Jacobo, o quizá su padre, o quizá su abuelo, vivía en territorio de la Rusia zarista. Era frecuente que los jóvenes de familia humilde, en particular si eran judíos, fuesen obligados a cumplir un servicio militar de dos años en Siberia. El terror a enrolarse era tan grande y las posibilidades de sobrevivir tan minúsculas, que muchos adolescentes optaban por mutilarse con tal de quedar exentos. Jacobo, o quizá su padre, o quizá su abuelo, tenía vecinos a los que les faltaba una oreja, una mano, un ojo. E incluso así se consideraban afortunados.
Pero Jacobo (elijámoslo a él: se lo merece) se sentía demasiado apegado a cada uno de sus miembros. De modo que urdió un plan que le permitiría conservar su cuerpo entero sin tener que alistarse. ¿Solicitó la ayuda de algún familiar lejano para poder emigrar? ¿Recurrió al soborno en alguna aduana rusa? ¿O acaso cierto amigo delincuente, como una vez me contaron y me gusta pensar, lo ayudó a robar el pasaporte de un soldado alemán apellidado Neuman?
Lo único seguro es que, convenientemente apellidado, Jacobo se encontraba muy lejos de la ciudad de Kamenetz, en la actual Ucrania, cuando estalló la Gran Guerra. Más que lejos, en otro mundo: mi Buenos Aires natal, lugar donde no estoy y permanezco. Mi bisabuelo salvó su vida cambiando de identidad y renaciendo extranjero. En otras palabras, haciéndose ficción.
La joven con la que se casaría Jacobo, siguiendo una costumbre de la época que hoy entra en el terreno de la fantasía o el tabú, era su prima hermana. Mi bisabuela Lidia había nacido al sur de Lituania y, curiosamente, conoció a su primo ucraniano en Buenos Aires. El resto de su nombre se perdió en el oído de un empleado del puerto. Allí, en un mostrador del Hotel de Inmigrantes, alguien anotó «Jasatsca». Según mis deducciones, el antiguo apellido de Lidia puede haber sido Chazacka, derivado femenino de Chazacky o Hasatzky. Así, con una parte histórica, una parte casual y otra inventada, el origen de aquellos bisabuelos se parece bastante a mi propia memoria.
La baba Lidia era radicalmente flaca, como si su pasado se comiera a su presente, y tenía unos ojos de color zafiro. Un par de hermanas suyas habían muerto en Lituania durante los pogromos, aunque de eso nunca hablaba. Su infancia había sido una extensión de hambre con un fondo de miedo. Muchas madrugadas invernales había guardado cola para conseguir pan, que solía acabarse poco después del alba. Mantener el puesto en la fila demandaba tal esfuerzo y el aire nocturno enfriaba tanto el cuerpo que una vez, cuando por fin abrieron la panadería, debido al repentino perfume de los hornos, Lidia cayó desmayada. Al recobrar la consciencia, el pan había volado y su vestido estaba lleno de huellas de zapatos. Siendo Lidia adolescente, sus padres decidieron probar suerte en Argentina, país donde todo el mundo tenía o se inventaba una familia. Muy pronto, me imagino que sin consultar su opinión, acordaron la boda con el primo Jacobo.
Durante los primeros años de su matrimonio, Jacobo se ganó la vida con una tienda de sombreros que habían instalado en la casita que ambos habitaban. Eran dos cuartos: uno para comer y dormir, otro para fabricar sombreros. Al parecer, la Argentina de entonces no dejaba fácilmente a nadie con la cabeza al descubierto. Evitando todo gasto superfluo y negándose las vacaciones durante unos cuantos años, mi bisabuelo prosperó hasta pasar a la importación de materiales textiles. Aparte de más rentable, este oficio era menos agotador, ya que se limitaba a la venta al por mayor de telas. Fue con este segundo emprendimiento, recuerdo que recordaban, como empezaría a amasar su fortuna. ¿Me perdonás, zeide Jacobo, que sospeche un poquito de semejante suerte?
La vocación frustrada de mi bisabuelo era la ingeniería. Le entusiasmaba contemplar las construcciones, asistir a la paulatina transformación de su aspecto y al crecimiento de su estructura. Me pregunto si veía en ellos el diseño de su propio destino, el paciente alzamiento de un patrimonio cuya fuente, a decir verdad, parece un tanto incierta. Aunque por falta de estudios jamás pudo ejercer su profesión soñada, Jacobo se las ingenió para invertir en diversas construcciones, junto con socios desconocidos a los que la familia tendía a culpar cuando algún negocio se torcía. Jamás dejó de prodigarse en generosos regalos, incluyendo algunos inmuebles que repartió entre nuestros parientes, herederos de un legado que ignoramos, es decir, ciudadanos. El zeide participó también en el proyecto del edificio donde, años más tarde, vivirían mi abuelo Mario y mi abuela Dorita. Ninguna de aquellas propiedades le perteneció legalmente. Prefería, según él, repartir en vida su herencia.
A partir de los años treinta, la infancia de mi abuelo Mario iba a transcurrir entre comodidades bien distintas de las estrecheces conocidas por sus padres. La familia vivió durante un tiempo en la zona residencial de Villa del Parque, en una casa con personal de servicio, jardín y pista de tenis. La familia se desplazaba en automóvil, y hay quien añade que incluso tuvieron un chauffeur. Mi bisabuelo Jacobo, en cualquier caso, se ganó la fama de ser el conductor más lento de Buenos Aires: rara vez pasaba de los veinte kilómetros por hora. Despacito, despacito, murmuraba al volante, siempre manteniendo su sonrisa cándida para desesperación de los pasajeros. Ese modo de ir despacio en un coche veloz retrataba acaso la relación contradictoria de la pareja con los bienes materiales: los deseaban y les causaban pudor. Para entonces la pequeña Lía se había sumado al hogar, y la vida era una mezcla de sosiego y vigilancia.
Durante la infancia de mi padre, Lidia y Jacobo residieron en la calle Peña, cerca de la esquina de Las Heras y Pueyrredón. Por esos años mi padre asistía a la Scholem Aleijem, escuela judía laica en cuya fundación había participado mi otro bisabuelo paterno, Jonás. Mi padre solía visitarlos al volver de la escuela. La habitación del piano y sus puertas corredizas (¡paredes que se mueven!) lo fascinaban. Los cuartos de servicio daban a un patio interior, por lo que aquella parte de la vivienda parecía tan oscura y secreta como la lucha de clases. En ella trabajaba Magda, una vieja cocinera centroeuropea que se aproximaba al castellano entre reverberantes balbuceos. Aunque dicen que Magda era una cocinera excelente, en realidad apenas cocinaba: en un paradójico ejercicio de autoridad, mi bisabuela Lidia rara vez le permitía hacerlo en su lugar. Como si aún temiera que las multitudes fuesen a atropellarla para arrebatarle algo, Lidia guardaba sus cosas más queridas dentro de pequeñas bolsas que iban dentro de cajas que iban dentro de otras bolsas.
Aparte de cocinar en lugar de la cocinera, mi bisabuela ponía su mayor empeño en comprar cuadros y reparar la instalación eléctrica de la casa. Mientras que su esposo era incapaz de clavar reciamente un clavo, ella parecía una experta en mantenimiento. Una mujer tiene que estar parada sobre sus propios pies: eso solían repetirle a su hija Lía, que terminaría dedicándose a la medicina como su hermano Mario. Desde muy joven le habían enseñado a conducir (pero más despacio, hija, despacio), hablar inglés y tocar el piano. Mi padre aprovechó la afición musical de la baba Lidia, que con frecuencia lo invitaba a las funciones del Teatro Colón. A causa de aquellos conciertos nocturnos, se acostumbró a llegar tarde y con sueño al Colegio Nacional de Buenos Aires. Por entonces el gobierno del presidente Illia repartía libertad con moderación, y las calles se abrían, y las páginas hablaban. Así es como mi padre tuvo, por un rato, sus años sesenta.
Gracias a una intuición que rozaba lo inexplicable, los cuadros de Lidia llegaron a figurar en catálogos y ser cedidos para exposiciones nacionales. Más notable fue, acaso, su método de compra. Como ni su presupuesto ni su espíritu ahorrativo le permitían adquirir obras de nombres consagrados, mi bisabuela se acostumbró a visitar a los artistas más jóvenes. Lidia entraba con el ceño fruncido en el estudio donde trabajaba, por ejemplo, un principiante Carlos Alonso. Dirigía una mirada dispersa, azulada, hacia todos los lienzos. Se detenía en dos o tres. Parecía extraviarse, oler pan. Entonces decía: Este. Y convenía un precio. De ese modo mi bisabuela Lidia se llevó, por ejemplo, uno de los pocos gatos que el maestro Alonso pintaría en su vida. Ese felino alerta, de agresivas pinceladas, que me vigilaría de niño. Lidia incorporó a su accidental bestiario una gallina de Raúl Soldi, quien años más tarde pintaría la cúpula del Teatro Colón, esa misma que tantas veces me tocaría contemplar en pleno aburrimiento.
En una ocasión, Lidia visitó al joven Spilimbergo cuando acababa de renunciar a su empleo en Correos y Telégrafos. Como necesitaba reunir dinero lo más rápido posible, Spilimbergo le vendió a mi bisabuela un extraño autorretrato en el que se veía una mano derecha cubriendo una mejilla desproporcionada. Aquel cuadro, al que todos llamábamos el del dolor de muelas, terminaría colgado en una pared de mi propia casa. Con Eugenio Daneri, que atravesaba ciertos apuros económicos, mi bisabuela Lidia llegó a un curioso acuerdo: le prometió una cifra mensual a cambio de que cada mañana viniese a pintar un rato a su balcón. Imagino a Daneri asomando aturdido por la puerta corrediza y saludando a Magda, sin entender del todo lo que ella le responde. Veo a mi bisabuela quitándole a Magda de las manos la bandeja del café. Veo a Daneri murmurando unas gracias soñolientas, gentilmente secuestrado en aquel balcón que flota como una acuarela, intentando cruzar las tinieblas etílicas hacia la claridad de la mañana.
En la colección de mi bisabuela Lidia hubo también un óleo de Raquel Forner que formaba parte de una serie sobre la guerra civil española. Recuerdo bien aquel cuadro: las serpientes devorando las entrañas de un cuerpo en descomposición, mientras los pájaros anidan en las ramas de la cabeza. Una posible alegoría de la lucha intestina del pueblo español y la supervivencia de la libertad de pensamiento. Exactamente en la misma época que evocaba esa pintura, el gobernador fascista de la provincia de Buenos Aires, Manuel Fresco, lanzaba diatribas contra la amenaza comunista y creaba una policía militarizada al estilo de Mussolini. Cuando mi padre empezó a interesarse por esa pintura, el presidente Illia miraba de reojo al general Onganía, comandante del Ejército tras derrotar a la facción colorada, e inminente golpista. Cierta clase de historias cambia de observadores, pero nunca de tema.
Lidia y Jacobo frecuentaron tres casas de verano. Una en la provincia de Córdoba, que mi padre y mis tías apenas conocieron. Otra en Morón, donde mi padre, al intentar saltar la cancela, se abrió una larga brecha en la frente. Brecha que conservaría en forma de cicatriz y que, casi treinta años después, iba a reproducirse en mi propia frente. La tercera casa de verano estuvo en Miramar, con su ritmo de playa, amigos y bicicletas. Allí mi padre solía reencontrarse con el suyo: algunas veces tierno, en general huidizo, en Miramar mi abuelo Mario se relajaba y comprobaba asombrado la estatura de sus hijos. Eran temporadas de fiesta y él, desilusionado votante de Frondizi, se divertía disfrazándose con una nariz aún más grande que la suya, anteojos de montura negra y un ejemplar gastado de Petróleo y política.
Uno de esos veranos, mi abuelo Mario le encomendó a mi padre vigilar a Jacobo. El zeide estaba enfermo y se le había prohibido fumar más de tres cigarrillos diarios. La tarea de mi padre consistía en racionarle el tabaco, que escondía con celo y revisaba cada mañana. Sólo después de las comidas, o en algún arrebato durante una discusión, mi bisabuelo Jacobo tenía derecho a un cigarrillo. Entonces mi padre se levantaba con aire solemne, iba en busca de su almacén secreto y regresaba orgulloso de cumplir con su misión. Tardaría bastante en descubrir que el zeide, además de esos tres cigarrillos que recibía con gesto compungido, se fumaba un paquete entero cada vez que salía de paseo, esperame acá, querido, enseguidita vuelvo, ¿no querés que te traiga alguna golosina?, ¿seguro?, ¡pedime lo que quieras, inguele, que estamos de vacaciones!
Siempre peinado a la gomina y obstinadamente sonriente, Jacobo fue el abuelo que todo niño merecería tener. Por encima de sus negocios, puede decirse que su auténtico oficio consistió en tener nietos. Su mayor gozo era verlos comer, participar de su apetito. Los inducía a pedir postres gigantescos y miraba embelesado cómo los devoraban. Dar un paseo con mi bisabuelo Jacobo era como salir con un niño canoso. Jacobo lo quería todo, y todo quería regalarlo. Goloso por persona interpuesta, se alimentó de la saciedad ajena. Su lema fue, tal vez, que todas las herencias deben entregarse en vida.
Pese a la delgadez extrema de mi bisabuela Lidia, que en ella parecía casi una convicción, con el paso del tiempo empezaron a colgarle los pellejos de los brazos. Sin perder su rictus severo, y después de protestar exclamando ¡tsch, tsch!, Lidia terminaba accediendo a los ruegos de mi padre. Entonces se arremangaba para dejar que, en un refinado ritual de canibalismo, le tirase del pellejo. Siendo ya un hombre casado, mi padre siguió pidiéndole que se arremangase, y ella continuó resistiéndose a sabiendas de que al final volvería a dejarse. Durante aquellas visitas, Lidia conversaba con mi madre sobre violines. Le preguntaba con qué limpiaba el arco, dónde lo guardaba, cómo se cambiaba una cuerda. Sólo había una cosa (aparte de rechazar un plato de comida) terminantemente prohibida en la casa de la baba: hablar mal de Argentina. Mi bisabuela lituana se había convertido en una patriota furibunda. Si mi padre protestaba por la situación del país o, continuando con la tradición yrigoyenista de sus propios padres, lamentaba el inminente regreso de Perón, Lidia fruncía el ceño, avivaba un antiguo fuego azul tras los anteojos y replicaba ¡tsch, tsch!, no te metás con Argentina, escuchame bien, este es un país rico y generoso, mucho cuidadito, eh, no te metás con Argentina.
Al zeide Jacobo la política le causaba una mezcla de incomodidad y aburrimiento. Jonás, mi otro bisabuelo judío, fue en cambio un destacado activista político. Aunque ambos se trataban con cordialidad, no tenían demasiado en común, más allá de una memoria extranjera. A falta de grandes temas de conversación, aprovechaban para intercambiar bromas prudentes. Jacobo exclamaba: ¡Vus tiste, Jonás, estás muy flaco, hay que leer menos y comer más! Jonás replicaba: ¡Jacobo, fraint, pero y lo viejo que estás vos, yo por lo menos soy de este siglo! En efecto, mi bisabuelo Jacobo, presunto desertor del ejército ruso, había nacido en 1898. El mismo año en que Tolstói donó los beneficios de su libro Resurrección a la secta de los dujobory, perseguidos por negarse a hacer el servicio militar.
La vida de mi bisabuelo Jacobo fue apagándose junto con la de Perón, mientras el ministro López Rega alternaba las adivinaciones astrológicas y la organización del crimen estatal. El día en que Perón pronunció su último discurso y repudió a los Montoneros, mi bisabuelo fue ingresado de urgencia. A Jacobo le tocó morir en un hospital del que había sido benefactor, y su hijo Mario supervisó su agonía. Víctima de un cáncer, cuentan que mi bisabuelo ignoraba su verdadera enfermedad: se le ocultó el diagnóstico hasta los últimos dolores. Considerando su ansiedad por los pequeños placeres, sospecho que lo supo desde el principio.
4
Sin saberlo, o sospechándolo, mi abuela materna Blanca también llegó a entregarme su herencia. Una liviana, pesada herencia: la carta de su vida. Cierta vez le sugerí que escribiera sus recuerdos para que no se perdiesen. Pronto olvidé mi propuesta. Pero ella no lo hizo, y un buen día me remitió unas cuartillas manuscritas: estas que ahora sostengo dubitativo. Sus trazos son solemnes y a la vez escolares, una caligrafía que ya no existe, un pulso de otra época. Sus frases están llenas de verdades en voz baja. Esa carta ha modificado mi vida o, al menos, mis obligaciones. Ahora debo agradecerle a Blanca completándola.
«Voy a tratar de complacer a mis queridos nietos contándoles mi pequeña historia.» Así, como una narradora oral, comienza mi abuela Blanca su relato; sabe que tiene, al menos, un par de lectores. La letra se le tuerce y enseguida se corrige, tozuda, igual que una vieja bailarina empeñada en mantenerse erguida pese al dolor de espalda. «Voy a tratar de complacer a mis queridos nietos contándoles mi pequeña historia. Conocí a mis dos abuelas, criolla una, francesa la otra.» Así empieza su pequeña novela familiar, que ahora viaja en el interior de la mía.
Personajes imaginando lo que recuerdan, recordando lo que imaginan. ¿Es verdad? ¿Es mentira? No son esas las preguntas.
5
Mi tía Silvia y su esposo Peter tenían una pequeña librería en la calle Azcuénaga, casi en la esquina con Santa Fe. La clientela entraba, se tomaba un café con leche, conversaba sobre libros con mis tíos. En el cuarto de atrás, no hacía mucho, habían quemado algunos de los títulos prohibidos por el Ministerio de Educación y Cultura: de Freud a Fromm, de Paulo Freire a Saint-Exupéry, pasando por Rodolfo Walsh, Griselda Gambaro o Manuel Puig. Resultaba mejor el fuego que la basura, porque los porteros eran muy observadores y la basura siempre terminaba teniendo dueño. La librería de mis tíos se llamaba, inverosímilmente, Jaque al Libro. Como metáfora hubiera sido una torpeza; como nombre real terminó siendo un sarcasmo.
Tras el golpe de Estado del 76, el general Videla había declarado que terroristas no eran sólo los que ponían bombas, sino también quienes difundían ideas contrarias a la civilización occidental y cristiana. Por eso convenía hacer arder los libros, luego mojarlos y confundir bien las cenizas: las letras son difíciles de borrar. Se contaba que, algunas noches, unos tipos bajaban de un Ford Falcon para registrar librerías. Y que no se limitaban a confiscar ensayos marxistas. También podían capturar estudios sobre cubismo, por presunta apología del régimen de Castro, o clásicos como Rojo y negro, por posibles mensajes anarquistas. También podían confiscar a los propios libreros. Muchos habían oído esa clase de historias. Pero no se sabía muy bien y, después de todo, por qué semejante cosa iba a pasarle justo a uno, que no había hecho nada. De un día para otro, alguno de los clientes habituales dejaba de venir.
La tía Silvia, que alternaba sus turnos en la librería con trabajos eventuales como arquitecta, acababa de quedarse embarazada. Mi madre, que en nuestra casa de la calle Fitz Roy también había destruido algunos libros y folletos con mi padre, acababa de darme a luz. Exactamente nueve meses antes de mi nacimiento, en la ciudad de Córdoba, el Tercer Cuerpo del Ejército había organizado una quema colectiva de ejemplares secuestrados en librerías: ardieron en su gloria Proust, García Márquez, Neruda y otros perturbadores. En pleno golpe de Estado, mis tíos y mis padres decidieron concebir un hijo. No estoy seguro de si es una paradoja. Llegaban vidas nuevas y todo iba a mejorar. Eso creían. Tenían que creerlo. Hasta que un Ford Falcon estacionó frente a la casa de mis tíos.
Al día siguiente nadie contestaba el teléfono. Jaque