Montoneros, la soberbia armada (Edición Definitiva)

Pablo Giussani

Fragmento

Capitulo 7

7

Cuando la espiral de la violencia y la contraviolencia logra efectivamente cubrir el tránsito entre el apacible colegiado uruguayo de 1963 y la feroz dictadura de Aparicio Méndez, una mentalidad evolucionada de nuestra civilización racional y atenida a los hechos visibles percibe que ha surgido, en la realidad, una situación nueva, distinta de la anterior. Que ha habido, en suma, un cambio. Ubica además este cambio en el contexto de las relaciones causales que gobiernan los hechos visibles, y advierte que ha sido promovido, condicionado, motivado.

Los acontecimientos toman entonces un giro inesperado para las expectativas del extremismo revolucionario: la promoción del fascismo al mundo objetivo no genera adhesión a la guerrilla urbana, sino todo lo contrario. Su efecto sobre las masas no es movilizador, sino inhibitorio. El hombre de la calle percibe en el extremismo revolucionario no al enemigo de la dictadura, sino al progenitor de la dictadura, el causante del cambio.

El extremismo revolucionario se defiende y argumenta: aquí no ha habido cambio alguno. Nosotros no hemos cambiado nada. El fascismo de hoy es el mismo que había antes, sólo que ahora está claro, a la vista.

La violencia guerrillera, de esta manera, no se asume a sí misma, en rigor, como una política, como una praxis, como un modo de operar sobre la realidad para producir en ella determinados cambios —pues se da por supuesto que la realidad permanece inmutable—, sino como una mayéutica, una operación aplicada, no a las cosas, sino al saber que se tiene acerca de ellas, un ritual iniciático en el que santones provistos de ametralladoras y bombas de fraccionamiento guían paternalmente a la comunidad hacia el conocimiento de realidades preexistentes.

Si bien se mira, en la lógica de esta violencia concientizante, el momento de la efectiva transformación de la realidad por vía de la lucha antifascista concreta resulta visualizado siempre como posterior al de la combatiente movilización masiva que se aspira a motivar con la previa exposición del fascismo.

Pero como ya se ha visto que esta forma de violencia es a la vez inhibitoria de la movilización que se pretende desatar con ella, resulta en los hechos que la hora de la lucha antifascista concreta queda indefinidamente postergada, proyectada a un vaporoso e inalcanzable futuro, como el de la resurrección de la carne.

Asumido como enemigo en abstracto, el fascismo jamás llega a serlo en concreto para esta praxis que va anteponiendo inacabable mente a la hora de combatirlo la tarea de provocarlo, convocarlo, preservarlo a la vista de la gente. En esta tarea, el enemigo concreto es identificado siempre entre los moderados, los liberales, los progresistas, responsables de empañar y restar visibilidad al “sistema”.

Silverio Corvisieri relata una ilustrativa conversación que tuvo oportunidad de mantener cuando, en junio de 1979, visitó como diputado italiano la prisión de Spoleto para verificar el trato recibido por los presos. Allí se encontró con Vincenzo Guagliardo, un dirigente de las Brigadas Rojas, quien le señaló el contraste entre el duro guardiacárcel responsable de su sección, a quien los presos llamaban el “mariscal Pinochet”, y el director del penal, un hombre de inclinaciones moderadas que concedía liberales facilidades a los reclusos para visitar a sus familias.

El enemigo, para Guagliardo, era naturalmente el director del penal. “Nos divide el frente”, explicaba.7

En 1979, la organización terrorista Prima Linea reivindicó en Italia el asesinato del juez Emilio Alessandrini con un documento en el que señalaba como justificación del crimen la eficacia del magistrado. Alessandrini, un progresista, debía ser eliminado porque, siendo un buen juez, fortalecía la credibilidad del Estado.

El golpe militar que derrocó en Chile al gobierno de Unidad Popular fue saludado como un acontecimiento positivo por algunos ambientes de la extrema izquierda europea. Tal fue en Italia la reacción de Lotta Continua, que había aportado su grano de arena a las motivaciones del golpe con una colecta realizada bajo la consigna de “armas para el MIR”.

Lotta Continua recibió con preocupación, días después del golpe, la versión de que un sector del ejército chileno marchaba sobre Santiago bajo el mando del general Prats en defensa del derrocado régimen constitucional. A juicio de este grupo, se trataba de militares burgueses que intentaban arrebatar al proletariado chileno una revolución que ahora tenía finalmente abierto el camino tras la caída del “gobierno-freno” de Salvador Allende.8

Capitulo 8

8

En julio de 1966, días después del golpe militar que derribó al gobierno de Illia en la Argentina, un activista estudiantil con el que yo había tenido algunos tratos durante mi pasada militancia política se me acercó en un café de la calle Corrientes, donde solía reunirme al caer la noche con otros periodistas.

“Un viejo amigo te quiere ver”, me dijo, hablándome conspirativamente al oído. “Si me acompañas, podemos encontramos con él ahora.”

Salimos juntos del café y recorrimos cuatro cuadras en silencio hasta llegar al centro de la plaza Talcahuano. Allí, parado junto a un ombú cuyo bajo follaje lo protegía de la escasa iluminación circundante, estaba Joe Baxter.

Líder de una pasada escisión de izquierda en la organización ultraderechista “Tacuara” y futuro líder de una escisión populista en el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP),9 Baxter acababa de llegar clandestinamente a la Argentina luego de hacer su experiencia de combatiente revolucionario en Vietnam y de pasar un tiempo complotando en Montevideo.

Días antes, el flamante régimen militar del general Juan Carlos Onganía había producido su primera muestra de brutalidad, interviniendo violentamente la Universidad Nacional de Buenos Aires en lo que habría de ser recordado como “La noche de los bastones largos”.

“¡Lo que está ocurriendo en la Argentina es estupendo!”, me dijo Baxter. “¡Finalmente empiezan a darse las condiciones para la revolución!”

Esta conciencia jubilosa del fascismo en eclosión, común a las reacciones de Baxter ante la caída de Illia, de Lotta Continua ante el derrocamiento de Allende y de Guagliardo ante la providencial presencia de un Pinochet penitenciario que “unificaba el frente”, fue también el excitante que en 1970 llevó a

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