Una épica de los últimos instantes

Matías Bauso

Fragmento

I. De las diferentes formas de decir adiós

“‘Tápenme la cara’, dijo despacio, cuando no pudo más.

Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir

que le curiosearan los visajes de la agonía.”

JORGE LUIS BORGES,

Hombre de la esquina rosada

“Antes de volverse disolución, la muerte es confrontación. Valor para hacerle frente, pese a todo lo vano, de la empresa.

Valor para escupir a la muerte en plena cara.”

CANETTI

Le quedaban pocos segundos de vida y él lo sabía. Había sido víctima de una emboscada. Al menos doce disparos lo habían alcanzado. Pancho Villa advirtió que su situación era irreversible. Lo rodeaban varios hombres. Entre estertores, con un último vestigio de energía, tomó de las solapas a uno de ellos y lo acercó con brusquedad hacia él. “No me deje morir así”, clamó. Sus seguidores y ayudantes, compungidos, asistían en silencio a la agonía del líder, al tiempo que se preguntaban sobre el motivo por el cual Villa había escogido al individuo menos cercano en los afectos para transmitirle sus últimas palabras. Luego de un instante de hondo silencio, Pancho Villa, sin soltar al periodista que tenía entre sus manos, completó la frase y dijo sus últimas palabras: “Escriba que dije algo profundo”.

Pancho Villa lo sabía. Los actos finales de una persona tienen buena prensa. Póstuma, es cierto, pero buena prensa al fin. Esos últimos momentos (los actos finales, las últimas palabras y hasta los epitafios) han preocupado siempre a los hombres célebres. Están en los márgenes de constituir un género por sí mismos; un género al que podría llamarse el de las últimas palabras o los últimos instantes. Se suelen repetir sin esfuerzo, de memoria. En ocasiones, la situación es paradójica y se comienza a describir a alguien por lo último que hizo o dijo. El problema primordial radica en que estas frases, por lo general, dicen poco del personaje en cuestión. Peor aún, en muchas ocasiones ni siquiera fueron dichas por aquellos a los que la historia se las endilga. Cuesta creer en un Manuel Belgrano agonizante diciendo: “Ay, Patria mía”.

Las últimas palabras de los personajes históricos suelen carecer de interés: tan ampulosas, solemnes y graves que el lector siempre se inclina a creer que, en realidad, son obra de un biógrafo exaltado o de algún comedido que consideró que poner en boca del admirado difunto de turno alguno de esos remilgados lugares comunes alimentaría su figura. Por lo general, no son más que mala literatura, obvia.

Se puede afirmar, siguiendo a Canetti, que “cada cual tiene que enfrentarse de forma totalmente nueva a la muerte; no hay normativa alguna que valga”. Hay que imaginarse la situación: una persona agonizante, masacrada por el dolor y con cuestionamientos sobre temas como el infierno, la vida en el más allá y los afectos que lo rodean o aquellos que lo abandonaron, no está para grandes discursos. Sería injusto pedirle perspicacia en esos momentos. Algunos, dada su condición física, hasta carecen de lucidez. No se conoce, a priori, cuál será el sentimiento predominante ante el final: indignación, dolor, gratitud o venganza. Sin embargo, hay quienes elaboraron sesudas parrafadas para ser dichas en las vísperas de su propia muerte. Otros, durante años, elucubraron las frases de sus epitafios, altisonantes haikus fúnebres premeditadamente generosos (para con ellos mismos). Preocupados por la posteridad, por engañar a la posteridad. Como si les faltara confianza en su obra, como si fuera necesario alimentar una leyenda, como si no bastara con la labor de una vida. Epitafios demasiado urdidos, que sitúan al lector entre la incredulidad y la vergüenza ajena, y que hacen que no pueda dejar de imaginarse al muerto, bajo tierra, con una sonrisa arrogante, pensando con satisfacción: “Que profundo estuve”.

Casi todos fracasaron. Las excepciones, los triunfos contundentes, se encuentran en el marxismo. En Karl y en Groucho. Karl Marx, preguntado por una enfermera con vocación de periodista sobre sus últimas palabras, la echó del cuarto avisándole que no tenía, todavía, pensado morirse, no sin antes aclararle que “… las últimas palabras son cosa de idiotas que no han dicho lo suficiente mientras vivían”. Groucho, por su parte, es el campeón indiscutido en lo que se refiere a epitafios con su eficaz Perdone que no me levante.

Podrían crearse dos grandes grupos, dos continentes (y unas cuantas islas). El primero lo integrarían los afectados, los que con deliberación desean construir una imagen a fuerza de grandilocuencia y artificio; en el otro estarían los naturales, los que aun en esos momentos postreros actúan sin traicionarse, los que son ellos mismos hasta el final. Éstos son los que interesan. Los que con unas palabras o una actitud permanecen fieles a su esencia. Los que con unos pocos gestos finales se despiden con dignidad, sin ostentación, con fidelidad absoluta con su recorrido, casi como si no fueran a morirse en pocos minutos. Al alejarse de los clichés, de todas esas zonas anegadas de lugares comunes, se accede a eso que alguien, cierta vez, llamó “una épica de los últimos instantes”.

Los genuinos exponentes del género de los últimos instantes no envejecen. El paso del tiempo no los corroe. Sin importar de que material era la cama o el largo del ropaje de los deudos. Son atemporales. El drama siempre es el mismo, no varía según la época: una persona está muriendo.

De otros grandes hombres, por el contrario, jamás se sabrá cual fue el bando que ocuparon en esta arbitraria contienda: una enfermera norteamericana, que sin dudas no era políglota, confundió las últimas palabras de un débil Einstein, pronunciadas en un lento y atildado alemán, con un balbuceo sin sentido. En las últimas décadas, cada vez más se repiten situaciones como ésta. John Updike reflexionó al respecto: “Las últimas palabras, registradas y atesoradas en los días en los que el lecho de muerte era el hogar, han pasado de moda. Quizá porque la mayoría de las personas agotan sus últimas horas en un hospital, demasiado drogadas para que lo que dicen tenga algún sentido. Y sólo las oye la enfermera del turno de noche”.

La muerte forma parte de la vida de una persona. Es su acto final. La muerte es parte constitutiva de una existencia. Si se nace, se morirá. Esta realidad era recordada, a cada momento, por los romanos. En especial en los buenos momentos. Impusieron la costumbre en los desfiles de entrada a la ciudad de sus ejércitos victoriosos. Los ciudadanos aclamaban al general vencedor. Era la apoteosis. Detrás del general, un siervo tenía la particular misión de recordarle al vencedor que no era omnipotente, de hacerle saber de su naturaleza humana. Memento mori, le decía. Recuerda que vas a morir. Es inevitable.

“El arte de vivir bien y de morir bien son uno solo”, sostuvo Epicuro. El morir considerado como una de las bellas artes. Sylvia Plath, muchos siglos después, retoma esta idea en uno de los últimos poemas que escribió antes de su suicidio, el estremecedor Lady Lazarus:

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